Según los resultados de la autopsia, D'Amico, al perder sangre, se había desvanecido mientras estaba sentado en la taza, había resbalado y se había partido la nuca al golpearse contra el borde de loza. La hemorragia se había detenido. No había habido, pues, tanta sangre como en la pesadilla recurrente de Marc. La verdad es que no conservaba ningún recuerdo de aquello. Al encontrar el cuerpo de su amigo, Marc se había desmayado. Se había despertado una semana más tarde con la mente en blanco. No recordaba la escena, ni siquiera las horas inmediatamente anteriores. Esa amnesia retroactiva era lo que le obsesionaba. Estaba seguro de que había hablado con D'Amico antes de la clase. ¿Qué se habían dicho? ¿Habría podido Marc prever -impedir- el suicidio? Peor aún: ¿había pronunciado alguna desafortunada palabra que había precipitado el acto del músico?
La señal luminosa se encendió en la cabina.
Iban a aterrizar.
Se abrochó el cinturón y sintió que una nueva determinación se apoderaba de él. Vio de nuevo claramente la importancia de su misión. Estaba acercándose a la verdad de la muerte. Confusamente, esperaba que ese viaje lo liberase de sus propias obsesiones.
33
KLIA. Kuala Lumpur International Airport.
Una especie de inmenso centro comercial, en varios niveles, donde la temperatura no debía de sobrepasar los quince grados. Cuando aterrizas en el Sudeste Asiático esperas sentir un calor sofocante, pero lo que sientes la mayoría de las veces es un frío polar, en el extremo opuesto del horno que te rodea.
Marc recogió su equipaje y, después de orientarse visualmente, tomó un tren interior que lo propulsó a otro satélite, por el cual, tras un largo camino, pudo por fin acceder al bochorno tropical.
El choqué fue breve. Una temperatura siberiana lo esperaba en el taxi. Arrellanándose en el asiento, contempló la Malaisia que conocía. Había ido en dos ocasiones. La primera vez, para realizar una serie de reportajes sobre las familias de sultanes que reinan por turno en el país. La segunda, en 1997, para cubrir el rodaje de la película La trampa, con Sean Connery y Catherine Zeta-Jones, en la que había un enfrentamiento armado en la cima de las torres Petronas, las más altas de Kuala Lumpur y del resto del mundo.
La ciudad, predominantemente verde, flameaba en el horizonte. Sobre una meseta rodeada de colinas y de bosques, sus torres de cristal se alzaban como las piezas de un tablero de ajedrez gigante. Llamas de esquisto, cuchillas de hielo, flechas translúcidas: a aquella distancia, espejeaban al sol y recordaban frascos de perfume o de loción para después del afeitado.
En el interior de la ciudad descubrías avenidas anchas y arboladas, siempre frescas. Nada que ver con las metrópolis asiáticas recalentadas, hormigueantes, cargadas de miseria y de contaminación. Kuala Lumpur era una ciudad residencial gigante que respiraba opulencia. Ostentaba ese barniz artificial propio de las ciudades norteamericanas, donde todo es nuevo y está limpio, pero donde todo parece vacío, artificial. Únicamente las mezquitas de cúpula dorada y los antiguos edificios coloniales ingleses daban un toque de realidad a ese decorado, recordando que allí había habido vida antes del crecimiento económico y la fiebre moderna.
Marc le dio al taxista los nombres de las avenidas del centro: Jalan Bukit Bintang, Jalan Raja Chulan, Jalan Pudu, Jalan Hang Tuah… Allí era donde estaban los grandes centros comerciales y los hoteles de lujo, pero también, en las calles perpendiculares, las pequeñas guest-houses a precios razonables. En un callejón encontró, entre dos salones de masaje, un hotel a su medida.
Nada más dejar la bolsa, enchufó el ordenador portátil en la conexión telefónica para consultar sus mensajes. Lo esperaba un e-mail de Reverdi.
Asunto: KUALA – Recibido: 22 de mayo, 8 h 23.
De: sng@wanadoo.com
A: lisbeth@voila.fr
Querida Élisabeth:
Debes de haber llegado a Kuala Lumpur. Una ciudad demasiado nueva, pero en la que uno puede encontrar fácilmente sus marcas preferidas y seguir sus costumbres, como en un bonito apartamento moderno.
Antes de nada, quiero darte la bienvenida y desearte buena suerte. Espero en lo más profundo de mi ser que consigas alcanzar «nuestro» objetivo. Pero también quiero recordarte, por última vez, las reglas del intercambio. No podrás hacer ninguna pregunta. Tendrás que arreglártelas con la información estricta que yo te dé. Tampoco podrás cometer ningún error; si llegas a una conclusión falsa, nunca más volverás a tener noticias mías.
Sin embargo, confío en ti: ya me has demostrado tu inteligencia… y tu determinación. Así pues, lee atentamente lo que sigue. El primer indicio se refiere al Sendero de Vida.
En Kuala Lumpur es posible encontrar las fotografías de Pernille Mosensen; me refiero, por supuesto, a las imágenes de «después» de su transformación. Busca esas fotos y contémplalas, Élisabeth.
Descubrirás el Sendero de Vida.
El camino que Él traza en la desnudez del cuerpo.
Pero, cuidado, debes observar fotos del cuerpo lavado. Absolutamente limpio. Es esencial. La verdad solo aparecerá en la pureza de la piel.
Buena suerte.
Marc tuvo la impresión de que la temperatura del aire acondicionado había bajado varios grados. Había, entrado en el juego. ¿De cuánto tiempo disponía? Reverdi no daba ningún plazo. Pero Marc sabía que debía actuar deprisa. Demostrar la eficiencia de Élisabeth. Y estimular el interés de su guía.
Reflexionó en su primera misión: acceder al expediente medicolegal de Pernille Mosensen y a las fotos del cuerpo. Reverdi insinuaba que ese expediente se encontraba en Kuala Lumpur. Sin embargo, el crimen había sido perpetrado en Papan y la instrucción se estaba llevando a cabo en Johore Bahru, la capital de la provincia de Johore.
Descolgó el teléfono y llamó a su contacto en la agencia France-Presse en Kuala Lumpur, una periodista llamada Sana. Tras haberle explicado brevemente las razones de su presencia en Malaisia -un reportaje exclusivo sobre el caso de Papan-, abordó el asunto de la autopsia. Sana confirmó sus temores: todos los trámites se habían realizado en Johore Bahru. «¿No hay ninguna posibilidad de encontrar documentos en Kuala Lumpur?» Su pregunta provocó en Sana una risa tenue que le recordó a Pisaï, la periodista del Phnom Penh Post. Dada la importancia del caso, se había nombrado un comité de expertos. Uno de ellos era Mustapha Ibn Alang, médico forense en Kuala Lumpur, una celebridad que dirigía la sección de crónica judicial en el News Straits Times. Un personaje pintoresco que, según Sana, «no tenía pelos en la lengua». Marc supo de inmediato que era su hombre. Después de haber anotado su teléfono, prometió a la periodista que la invitaría a comer durante su estancia allí y colgó.
Acto seguido marcó el número y, tal como imaginaba, le respondió un contestador automático. Adoptando su tono de voz más grave, solicitó una entrevista y dio el nombre y el teléfono de su hotel.
Dejó el auricular sobre el aparato. La suerte estaba echada. Oficialmente, estaba trabajando en un reportaje en Kuala Lumpur. Su nombre aparecería en la periferia del caso. ¿Constituía esa presencia una amenaza para su manipulación? En absoluto. Ahí radicaba la perfidia de su impostura: Élisabeth Bremen recogía los primeros indicios y Marc Dupeyrat realizaba la investigación.
Después de darse una ducha templada, su excitación desapareció y dejó paso a la angustia provocada por la diferencia horaria. Se tumbó en la cama y encendió el televisor. No había otra cosa que mirar: su habitación, minúscula, no tenía ventanas.