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– La vía de la sangre, man.

Marc levantó los ojos. Estaban en el despacho de Alang, en el Hospital General de Kuala Lumpur. Unos metros cuadrados abarrotados de expedientes, y ya helados por efecto del aire acondicionado. Se oía a lo lejos el canto de los muecines. Viernes por la mañana: el rezo hacía vibrar a toda la ciudad.

El médico, arrellanado en su sillón, comía una chocolatina.

– La vía de la sangre -repitió-. Reverdi siguió la red de las venas.

«El Sendero de Vida», pensó Marc.

– Explícamelo -dijo.

Alang se levantó y rodeó la mesa. Tendió la chocolatina hacia la foto, esparciendo unas semillas de sésamo sobre el papel brillante.

– En la base del cuello: venas yugulares. Bajo las axilas: venas axilares. En la entrepierna: venas ilíacas. En los muslos: venas femorales… Podría darte todos los nombres. Atravesó todas las venas importantes. En cambio, evitó cuidadosamente las arterias.

– ¿Por qué?

El forense volvió a sentarse. Su indiferencia casaba con el frío del despacho.

– Porque la sangró. Viva. Y porque quería prolongar su placer. Si hubiera cortado las arterias, la sangre habría manado a borbotones y ya está. Las venas se hallan sometidas a menos presión. La sangre corre por ellas más lentamente. Esa es también la razón por la que rodeó el corazón y los pulmones. Quería que la máquina funcionara hasta el final.

– ¿Cómo hizo exactamente los cortes?

– Colocó el cuchillo de submarinismo en posición horizontal y seccionó las venas una a una, cortando el camino al flujo sanguíneo. Exactamente igual que hacen aquí en las plantaciones, cuando practican una incisión en la corteza de la hevea para recoger el látex. Te lo repito: ese hijo de puta no tuvo ninguna prisa. Quería verla desangrarse poco a poco hasta que quedara vacía. Dentro de la cabaña, los enfermeros tuvieron que ponerse botas para llegar hasta ella.

Marc pasó a otra foto. El primer plano de una incisión negruzca, cubierta por una ligera costra.

– ¿Hacen falta conocimientos médicos para trazar ese… dibujo?

– Sí. Reverdi hizo un auténtico trabajo de anatomista. No sé de dónde ha sacado esos conocimientos.

– Era profesor de submarinismo. Ha hecho cursos de socorrismo.

– Eso encaja. Lo de las venas es lo primero que se enseña en las urgencias. Por las inyecciones y las perfusiones.

Marc miró más de cerca la fotografía del corte. Lo que había tomado por una costra en realidad no lo era.

– Esas señales negras alrededor de la herida… Parece una quemadura…

– Exacto. Reverdi quemó, o simplemente calentó, las heridas.

– ¿Por qué?

– Por la misma razón de siempre. Para evitar que la sangre se coagulara. Como un calientaplatos, que preserva la fluidez de las grasas. Está claro que le excita ver manar la sangre.

Ese comentario le recordó otro detalle:

– ¿No encontraron en la cabaña rastros de esperma?

– Nada de nada. El amigo no soltó el jugo.

Esa era una de las originalidades de Reverdi. En general, los asesinos en serie sustituyen el amor por la muerte. Para ellos, el crimen es un sustituto del acto sexual. En la mayoría de los casos, gozan en la escena del crimen, antes, en el momento o después de perpetrarlo. Pero el apneísta parecía controlarse. A no ser que buscara otra cosa.

– El verdadero misterio -añadió Alang- es el número de cortes. Más de la mitad eran inútiles.

– ¿Qué quieres decir?

– Imagina la escena. -Alang abrió las manos como si apartara las cortinas de un teatro-: Primero corta las sienes, luego el cuello. Cuando llega a las caderas, la víctima ya se ha desangrado. Por las primeras incisiones fluyó toda la sangre del cuerpo. ¿Por qué continuar, entonces?

Marc siguió en la primera foto el recorrido de las heridas, perfectamente simétricas, hasta las yemas de los dedos.

– Por la belleza del gesto -sugirió-. Quiso abrir todos los miembros, todas las partes del cuerpo de la misma forma.

– Tal vez. Pero las otras heridas seguían sangrando. Aquello debió de acabar convirtiéndose en una verdadera carnicería. No sé cómo pudo no desorientarse.

Marc tuvo una iluminación:

– ¿Es posible que hiciera torniquetes?

– Pensamos en esa posibilidad, pero eso habría dejado unas marcas diferentes. Hematomas. No, es un misterio.

Marc trató de ordenar sus ideas. Cuantas más cosas averiguaba sobre Jacques Reverdi, más aparecía como un asesino complejo, racional. Un hombre que perseguía un objetivo secreto.

– ¿Ha redactado un informe oficial?

Por supuesto. Todo está en manos de la Audiencia de Johore Bahru.

– Yo no había oído hablar de todo esto.

Alang sonrió.

– Por suerte no se les dice todo a los periodistas. Y menos a los extranjeros. Hay otra cosa que no sabes.

El médico, que seguía apoltronado en el sillón, abrió con indolencia una carpeta y cogió un fajo de folios grapados.

– Los análisis tóxicológicos de la víctima. La sangre de Pernille Mosensen estaba endulzada.

– ¿Cómo?

Alang se incorporó. Hojeó rápidamente el fajo de papeles y señaló un párrafo subrayado en verde.

– El índice normal de glucosa en la sangre es de un gramo. En este caso llegaba a un gramo treinta.

– ¿Estaba Pernille Mosensen enferma?

– Enseguida pensamos en la diabetes. Pero nos informamos y se encontraba en plena forma. No, ese azúcar está relacionado con el asesinato.

Marc notó que sus músculos se tensaban bajo la piel.

– ¿De qué forma?

– Creemos que le hizo comer productos azucarados justo antes de asesinarla. Los análisis revelaron también la presencia de vitaminas y de oligoelementos. Un verdadero festín.

Una visión infernal le atravesó la mente: Pernille negándose a engullir golosinas, dulces de frutas, chocolate. Su boca torcida, sus dientes apretados, mientras su saliva excesivamente azucarada rebosaba de sus labios.

– ¿Eso hace la sangre más… fluida?

– No. Hemos llegado a otra conclusión.

Alang dejó transcurrir unos segundos para alargar el suspense. Cogió de encima de la mesa un escalpelo que debía de utilizar como cortapapeles y apuntó con él a Marc.

– Reverdi cambió el sabor de la sangre. Quería que fuese más dulce, más suave…

– ¿Quieres decir que…?

– Creemos que bebió sangre, sí. Es un vampiro, man. Un chiflado al que le gusta la sangre azucarada. En Papan lo interrumpieron, pero estoy seguro de que ha habido otras con las que se ha puesto las botas. Cuando los pescadores lo pillaron, estaba en trance. Ni siquiera parecía entender lo que pasaba. Reverdi sufre auténticos ataques de… transformación. Se convierte en una criatura… En un vampiro, un monstruo de película.

Marc puso cara de asentir, pero no lo veía así. Demasiado tosco, demasiado vulgar. Además, ¿qué relación había entre eso y el Sendero de Vida?

– ¿Os habéis puesto en contacto con las autoridades de Camboya para comparar estos datos con los relativos a Linda Kreutz?

Alang apoyó los pies sobre la mesa.

– Por supuesto. Incluso he hablado con el médico que practicó la autopsia en Siem Reap. Él es menos categórico sobre el trazado de las heridas. El cuerpo estaba deteriorado a causa del tiempo que estuvo en el agua. Pero el jemer está de acuerdo con nosotros en lo que se refiere a las incisiones. Es posible que nuestro DPP, ya sabes, el Deputy Public Prosecutor, vaya a Phnom Penh.

Marc pensaba en el abogado alemán y en las dos supuestas víctimas de Tailandia. Si hubieran encontrado sus cuerpos, seguro que habrían descubierto el mismo motivo sobre su carne. La firma de Reverdi. El trazado de su locura.

Se levantó. Una sensación de acidez le quemaba el estómago; no había comido nada desde hacía más de veinte horas.