Marc se sentó en la cama y siguió pensando en ello. El padre era el gran ausente del destino de Reverdi. Hijo de padre desconocido: los biógrafos no mencionaban nunca a la figura paterna. Sin embargo, el asesino había pronunciado esa frase incomprensible… con voz de niño: «¡Escóndete, deprisa, viene papá!». Como si de repente reviviera una emoción precisa.
Marc miró el reloj: las ocho de la mañana. O sea, la una de la madrugada en París. Buscó en su agenda electrónica el número de teléfono particular del archivador de Le Limier, Jérôme. El hombre no estaba durmiendo.
– ¿Has visto qué hora es? -masculló.
– Estoy de viaje.
– ¿Dónde?
– En Malaisia.
– ¿Reverdi? -dijo Jérôme, riendo con sarcasmo.
– Si hablas de esto con Verghens…
– Yo no hablo con nadie.
Decía la verdad. Enterrado en sus archivos, Jérôme solo abría la boca cuando lo llamaban. Marc adoptó el tono más amable de que era capaz:
– Me preguntaba… si podrías comprobar una cosa que me interesa.
– Dime.
– Quisiera que buscases en el expediente de Reverdi si efectivamente es hijo de padre desconocido.
– Sí. Solo se conoce la identidad de la madre, Monique Reverdi.
Ni un instante de vacilación. La memoria de Jérôme valía más que todos los ordenadores del mundo. Marc continuó:
– ¿Podrías ponerte en contacto con la Dirección Departamental de Acción Sanitaria y Social para identificar al padre?
– No abrirán el expediente para nosotros.
– ¿Ni siquiera recurriendo a tus contactos?
– Puedo intentarlo, pero hay pocas posibilidades.
– ¿Hay alguna manera de saber si Reverdi ha hecho esa gestión para conocer el nombre de su padre?
Jérôme rió de nuevo.
– Eso es pan comido.
– Envíame un e-mail cuando tengas la información.
Marc le dio las gracias y colgó. En ese instante, la angustia volvió a hacerse presente. Su cuerpo no tenía ninguna referencia temporal, su organismo avanzaba como los cangrejos, entre la noche que había perdido y la que se desarrollaba en Francia. El hambre intensificaba su malestar. Debería haber comido, o haberse acostado, pero la vocecita infantil, aterradora, volvió a sonar en sus oídos. Vio de nuevo el rostro mineralizado, al final de las venas tensadas del cuello. Necesitaba un café.
El hotel no disponía de servicio de habitaciones. Marc bajó al vestíbulo, donde había una máquina automática de agua caliente. Ni un solo sobre de Nescafé. Tuvo que conformarse con té, un pobre Lipton insípido que dejó en infusión un buen rato. Moviendo la bolsita como si fuera un péndulo, intentaba ordenar sus pensamientos.
El viaje prometía ser útil. Hacía menos de veinticuatro horas que estaba en Malaisia y ya había hecho un montón de descubrimientos. La técnica del sangrado. El nuevo perfil de Reverdi, el «asesino organizado». La certeza casi absoluta de que Linda Kreutz había padecido el mismo suplicio. El detalle del azúcar, que orientaba las sospechas hacia un posible vampirismo…
Y ahora esa voz de niño que dejaba entrever un trauma infantil. Una vez más, Marc vio el rostro hundido, paralizado de Reverdi, que había dejado de respirar. El secreto del asesino estaba al otro lado de esa máscara.
Esa idea le hizo pensar en Élisabeth. Casi había olvidado escribir a Reverdi. Tiró la bolsita a la papelera y subió la escalera. Una vez en su habitación, puso el aire acondicionado al máximo y empezó a trabajar mientras engullía dos porciones de cake que había cogido de al lado de la máquina.
Apenas tardó unos minutos en encontrar las palabras, los giros, la «música» de la estudiante. Después de la noche que acababa de pasar, después de aquellas horas de investigación como Marc Dupeyrat, era un milagro. Lo más extraño era que adoptaba un tono de satisfacción: pese al asunto, pese a la violencia, la estudiante se sentía orgullosa de sus descubrimientos.
Élisabeth habló de «su» encuentro con el médico forense. Del cuerpo limpio de Pernille. De la red de venas: el Sendero de Vida. Marc aplicó cierta censura al redactar el mensaje. No escribió ni una palabra sobre los otros indicios. El azúcar. La apnea. El padre.
El sistema continuaba funcionando a dos velocidades.
Élisabeth abría el camino; Marc profundizaba.
Envió el e-mail. Experimentaba una sensación de poder. Por el momento, controlaba la situación. Pero no podía evitar sentirse preocupado ante lo que estaba haciendo: encarnarse en una mujer para identificarse con un hombre. Ser Élisabeth para convertirse en Reverdi. Realmente era como para volverse loco.
Pensando en esto, se durmió en la cama completamente vestido.
37
Cuando se despertó, no sabía dónde estaba. Aunque la luz seguía encendida, la habitación sin ventanas no le ofrecía ningún punto de referencia. Solo el estruendo del aire acondicionado le daba la sensación de estar metido en el reactor de un avión.
Miró el reloj: las cuatro de la tarde. Se sentó en la cama y se cogió la frente con las dos manos. Una migraña le oprimía la cabeza. Le parecía que tenía una lengua enorme. «Un café», murmuró. Pero la sola idea de bajar al vestíbulo y accionar la máquina despertaba su angustia.
Levantó los ojos y vio el ordenador sobre la mesita.
Por si acaso, conectó el módem.
Asunto: KUALA 2 – Recibido: 23 de mayo, 11 h 02.
De: sng@wanadoo.com
A: lisbeth@voila.fr
Querida Lise:
Eres un consuelo y un estímulo para mí.
De todos los que intentaron verme, escribirme, interrogarme, te elegí a ti. Hoy me felicito por ello. Estaba seguro de que serías digna de tu misión.
Has encontrado el Sendero de Vida. Sabes lo que Él busca y lo que le gusta contemplar. Has comprendido, pues, que nos situamos, Él y yo, al otro lado de una frontera sagrada.
La frontera de la sangre.
Nos movemos en un territorio poco frecuentado, Lise. Un territorio peligroso, en el que actuamos en un plano de igualdad con Dios. Ya te he hablado del pasaje de la Biblia de Jerusalén donde el Señor recuerda que la sangre es el alma. En el mismo capítulo, en el versículo 6, se dice: «La sangre del que derrama la sangre del hombre, por el hombre será derramada». Tan solo Dios tiene derecho a hacerla correr. Quien transgrede esa ley se convierte en rival del Señor.
Aquel cuyas huellas sigues ha dado ese paso. Ha desafiado a Dios y asume esa ofensa. Si quieres comprenderlo, debes seguir buscando. El ritual implica otras reglas. Etapas muy precisas. Debes entender cómo procede exactamente. Cómo prepara la ceremonia de desnudar el alma…
Debes encontrar los Jalones de Eternidad.
Que Vuelan y Pululan…
Toma altura, querida Lise. Busca en el cielo. Y recuerda esta verdad: solo hay una forma de contemplar la eternidad; retenerla por unos instantes.
Mi corazón está contigo.
Jacques
Un café.
Un puto café urgentemente.
Bajó la escalera apoyándose en las paredes. «Los Jalones de Eternidad. Que Vuelan y Pululan.» Reverdi se ponía cada vez más misterioso. Y Marc presentía que ese vocabulario hermético iba a empeorar. A medida que el asesino abriera las puertas de su universo, los términos utilizados serían cada vez más esotéricos… e incomprensibles.
Ya habían realizado el reabastecimiento de Nescafé. Se preparó un líquido pardusco y, después de haberlo probado, se preguntó si no prefería el té de la mañana. Mientras daba vueltas al palito de plástico, las palabras de Reverdi circulaban, en sentido contrario, dentro de su cabeza. «Busca en el cielo.» «Toma altura.» Se dijo que quizá esas palabras tuvieran, tras su sentido metafórico, un significado concreto.
Subió la escalera en unas zancadas. Cogió un mapa de Malaisia y buscó las alturas. En aquel país a flor de mar, las cumbres no eran legión. Encontró las Cameron Highlands, una región de montañas que se extendía alrededor de doscientos kilómetros al norte de Kuala Lumpur y que superaba los 1.500 metros de altitud. Ya le habían hablado de esa zona residencial que ofrecía hoteles de lujo y campos de golf. Marc hojeó su guía y vio confirmados sus recuerdos.