¿Le señalaba Reverdi en esa dirección? Un profesor de submarinismo no tenía nada que hacer en plena montaña. Se le ocurrió una idea para verificar su hipótesis. ¿Habría habido un asesinato, o una desaparición, en esas tierras altas?
Telefoneó a los archivos del News Straits Times. La voz que respondió -una mujer- era afable. Marc llamaba para informarse sobre los horarios y las modalidades de consulta, pero decidió probar suerte por teléfono. Se presentó y dijo lo que buscaba sin indicar la relación con Reverdi. ¿Había habido en las Cameron Highlands, durante los últimos años, un asesinato o simplemente una desaparición?
De memoria, la archivadora no caía. Le pidió que esperase. Marc oyó un tecleo de ordenador; luego, la mujer se puso de nuevo al aparato: no había nada. Ni rastro de un asesinato, ni de ningún suceso, en las Cameron Highlands desde hacía ocho años. Para hacer una búsqueda en un período anterior había que ir allí.
Marc colgó tras pronunciar algunas fórmulas de cortesía. Inexplicablemente, su convicción se vio reafirmada. Reverdi había cazado en aquellas cimas. Había dejado el rastro de esos misteriosos «jalones». En las alturas. Decidió ir a la mañana siguiente.
En ese momento, el ruido de sus tripas le recordó que llevaba dos días en ayunas. Eso ya no era distracción, sino una huelga de hambre. Cogió la llave y salió de la habitación.
La luz del día fue como colocar la cabeza entre dos platillos sonando. En cuanto al calor, produjo en él un efecto inmediato, Marc sintió que se le fundía la piel, hasta el extremo de que el sudor le dejó los dedos arrugados en el acto. Tenía la impresión de estar en una sauna completamente vestido.
En la calle del hotel, las terrazas de los restaurantes rebasaban las aceras hasta invadir la calzada; los coches tenían que rodear las mesas, circulando a marcha de tortuga, y evitar que los tenedores les rayaran la carrocería.
Marc pidió un fried rice, el gran clásico de la cocina china. Le encantaban esos arroces que encierran montones de sorpresas: gambas, verduras, almendras, cebolla, trocitos de tortilla… Todo eso estaba cocido, fundido, salteado en la misma ola dorada.
Cameron Highlands.
Se repetía esas sílabas cada vez que se llevaba la cuchara a la boca.
Estaba seguro de que allí lo esperaba un indicio.
38
Jalan Ruching.
La ruta de los Gatos.
Según su plano, era la calle que había que tomar para salir de la ciudad. Por la mañana, temprano, Marc había alquilado un coche: un Proton, el vehículo estándar de Malaisia, con el volante a la izquierda. Dejó atrás los grandes inmuebles del centro y se dirigió al norte. Las afueras de la ciudad, donde alternaban parques y barrios residenciales, no se acababan nunca. Marc miraba a lo lejos las colinas que flotaban en la luz naciente.
Llegó a la autopista, la Express 1, y entró en un universo nuevo compuesto de vergeles sombríos, con árboles perfectamente alineados en la tierra roja: las heveas. Circuló así, siempre en dirección norte, durante ciento cincuenta kilómetros, cruzándose de vez en cuando con crestas rocosas, templos indios con adornos de feria y mezquitas con cúpulas de cerámica verde.
Un paisaje ideal para pensar.
Esa misma mañana había recibido un mensaje de Jérôme. El archivador no había encontrado nada: ninguna información sobre la identidad del padre de Reverdi y ningún rastro de una consulta personal de Jacques a la Dirección Departamental de Acción Sanitaria y Social acerca de sus orígenes. Un callejón sin Salida.
Tomó la salida 132 en dirección a la localidad de Tapah y después una carretera nacional de doble sentido, en la que todos se comportaban como si fuese una vía de sentido único. A lo lejos, las colinas adquirían magnitud, majestad, hasta convertirse en montañas.
Marc vio el cartel que anunciaba las Cameron Highlands. Iba a tomar ese camino cuando otro nombre le hizo dar un brusco frenazo: ipoh 20 kilómetros. La ciudad donde estaba el hospital psiquiátrico de Reverdi. La misma donde se había grabado la cinta de vídeo.
Marc imaginaba una institución de estilo inglés: entrada de piedra, extensiones de césped impecables y edificios blancos. Encontró una penitenciaría gigantesca, una ciudad dentro de la ciudad, rodeada de alambre de espinos, circundada por una vía férrea y dotada de su propia estación.
Era la una de la tarde. Pese a ser sábado, parecía en plena actividad. El personal sanitario volvía de comer. Marc tuvo que esperar bastantes minutos a que la avalancha de ciclistas, motociclistas, automovilistas y peatones se precipitara bajo el alto portal de cemento: una entrada en la fábrica al estilo chino.
Observó el movimiento y no tardó en localizar el centro administrativo, que constituía un barrio independiente. Mientras esperaba a un responsable, contempló por las ventanas el conjunto: una vasta llanura jalonada de edificios grises y de campos cultivados. Intuía que allí se practicaba un tipo de psiquiatría en libertad, en la que los pacientes vivían en comunidad y se hacían agricultores o artesanos.
Por fin, el director lo recibió. Un indio de rostro indolente y grandes ojos acharolados. Marc se explicó: Francia, la investigación, Reverdi. Al cabo de un largo silencio, el hombre llamó por teléfono a la doctora Rabaiah Mohd Norman, la psiquiatra que había tratado a Jacques Reverdi.
Unos minutos después, la puerta se abrió para dejar paso a la mujer que Marc había visto en la cinta. Iba vestida con un largo vestido beis y tocada con un tudung del mismo color. El conjunto le daba el aspecto de una estatua de arcilla a la que solo le hubieran modelado la cabeza.
La psiquiatra resultó ser muy ingeniosa. No paraba de hacer comentarios graciosos, reforzando sus palabras con una amplia sonrisa que mostraba unos dientes deslumbrantes y caballunos.
– Le propongo visitar el lugar -dijo-. Hablaremos por el camino.
Lo recorrieron con el coche de Marc. Atravesaron granjas, terrenos cultivados y campos de juego. Una inmensa libertad planeaba bajo el sol. La doctora Norman daba cifras: había dos mil pacientes, sesenta y cinco por pabellón, cincuenta por unidad agrícola…
– Hemos llegado al barrio de seguridad.
Entraron en un recinto sometido a una férrea vigilancia: torres de observación, alambres de espinos y barrotes en todas las ventanas. Un verdadero campo de concentración, con la diferencia de que los barrotes estaban pintados de verde y presentaban gran variedad de motivos. Desde ese punto de vista, recordaban las ventanas cinceladas de una mezquita.
Junto al aparcamiento, Marc vio a los primeros pacientes vagando por el césped: negros, curtidos, rapados. Todos llevaban una bata verde -igual que la de Reverdi en la cinta- y parecían más negros aún bajo el sol deslumbrador. Rasgos planos, una mirada sin relieve, como aplastados por la luz.
En el interior del edificio había un gran patio rodeado por una galería con arcadas, desde la que se accedía a pasillos, despachos y salas. Todo era de cemento pintado, desconchado, deteriorado por el sol, la lluvia, el calor.
Recorrieron uno de los pasillos, en el que se repetía la indicación forensic ward. Marc no recordaba el significado exacto de la palabra, pero estaba relacionado con la medicina legal. Llegaron a un despacho: una simple mesa de madera, apoyada contra la pared y precedida por una larga hilera de carpetas amarillentas, amontonadas en el suelo.
Un paciente era interrogado por un médico, bajo la vigilancia de un guardia. Sentados uno a cada lado de la mesa, sus papeles no se prestaban a confusión: bata blanca en un lado, esposas en el otro. La doctora Norman, sonriendo, intercambió unas palabras en malayo con el médico; luego se volvió: