En consecuencia, ¿por qué no acelerar el movimiento y salvar a unos cuantos chavales? Una idea lo iluminó. Iba a integrar a Élisabeth en su decisión: «Cuando haya identificado los Jalones -pensó-, le ofreceré la piel de Raman».
– Esperemos unos días -dijo-. No se puede actuar de buenas a primeras.
40
Las Cameron Highlands eran famosas en Malaisia.
Imposible hojear una guía sin encontrar un largo pasaje dedicado a esa región. Todos los malayos consideraban esas tierras un paraíso porque permitían acceder a un milagro: el frescor. A más de 1.500 metros de altitud, no había que soportar los monzones húmedos y las estaciones sofocantes. Por encima de las brumas estaba el frío.
Los ingleses habían sido los primeros en colonizar esas cimas construyendo mansiones y campos de cricket, plantando té… y prohibiendo el acceso a los malayos. Una vez expulsados los colonizadores, los ricos autóctonos habían ocupado su lugar: habían construido más hoteles de lujo y campos de golf, y habían continuado horadando los gigantescos bosques primigenios.
Porque, antes de llegar a esos verdes paraísos, estaba la selva.
Marc circulaba ahora bajo altas bóvedas de hojas. Seguía curvas en zigzag bordeadas a la derecha por los acantilados cubiertos de lianas, y a la izquierda por precipicios esmeralda. La carretera no cesaba de subir, y abajo se distinguía la cinta de asfalto del tramo recorrido.
Marc saboreaba ese primer encuentro con el espeso bosque. Había parado el aire acondicionado del Proton y circulaba con las ventanillas bajadas para sentir el fresco, que aumentaba en cada curva. A veces incluso cerraba los ojos y trataba de poner nombre a los perfumes que salían a su encuentro. En realidad, improvisaba, repitiendo como una letanía los nombres que había leído en la guía: palmeras, cocoteros, tualangs, orquídeas, raflesias…
En otros momentos, fragmentos de su conversación con la doctora Norman lo sacaban de su placidez. «No lo traicione nunca. Es lo único que no podría perdonarle.» Entonces el miedo podía más que el frescor de las tierras altas y se repetía las preguntas de siempre: ¿había o no había peligro? ¿Podía imaginar Reverdi el montaje? Poniéndose en lo peor (su impostura descubierta), ¿a qué se exponía? El asesino estaba entre rejas… y virtualmente condenado.
La carretera seguía subiendo. Los primeros signos del imperio británico aparecieron. Para empezar, las plantaciones de té. Terrazas, en rellanos ordenados, que exhalaban aromas húmedos, casi mohosos. Desde lejos, esos cultivos parecían vestigios de reinos antiguos encajados en la inmensidad verde. En algunas zonas, los campos eran pardos, compactos, taciturnos. En otras, brillaban como panecillos de espuma, ligeros, luminiscentes.
Luego siguieron los hoteles. Mansiones blancas con entramados negros, ventanas con vidrieras de colores y patios de grava gris, en el más puro estilo british. Inmediatamente después, la selva primigenia volvía a cerrarse, intacta. Podías creer que habías soñado. Luego aparecía de nuevo un campo de golf. O un hotel de lujo con su piscina azul turquesa…
Marc debía de haber sobrepasado los 1.500 metros de altitud cuando vio los primeros poblados de chozas. Las guías también hablaban de eso: los orang-asli, literalmente el «pueblo de los orígenes». Hombres de los bosques, con taparrabos, que sobrevivían, cerbatana en mano, entre los edificios de ladrillo y los viajeros en todoterreno.
Redujo la velocidad y se dio cuenta de que eran una atracción turística más. En lugar de taparrabos, llevaban camisetas Reebok, y las cerbatanas habían sido sustituidas por antenas de radio. En cuclillas delante de sus cabañas, vendían productos del bosque: miel, brotes de flores, escarabajos y escorpiones clavados en trozos de cartón»
En ese momento, un grupo surgió de la jungla. Esos iban provistos de otros instrumentos. Marc los alcanzó y observó la larga vara de madera que llevaban al hombro. Cazamariposas. Seguramente, otra especialidad de la región…
Frenó bruscamente.
«Busca hacia el cielo.»
«Jalones que Vuelan y Pululan.»
¡Mariposas!
Nada más llegar a la primera ciudad, Ringlet, un vistazo a las tiendas le confirmó su intuición: las mariposas eran la especialidad de la región. Entró en uno de los establecimientos y preguntó el motivo: en las Cameron Highlands se habían desarrollado, como consecuencia de la altitud, especies endémicas cuya belleza era única en el mundo.
Prosiguió su camino. En Tanah Rata -dos mil metros de altitud- encontró un restaurante chino y se sentó al fondo de la sala. A las tres de la tarde el local estaba vacío. Pidió un café. Las mariposas. No conseguía quitarse esa idea de la cabeza. «Busca hacia el cielo.» «Jalones que Vuelan y Pululan.» Encajaba.
Mientras bebía a pequeños sorbos una espuma parda con cierto olor a lejía, imaginó prácticas criminales y perversas a base de mariposas. Vio a Reverdi depositando esos insectos sobre las mujeres ensangrentadas, pegando las alas de colores sobre las heridas, observando esa caricia palpitante sobre las incisiones.
Recordó un detalle. El índice anormal de glucosa. Reverdi había forzado a Pernille Mosensen a ingerir alimentos azucarados. ¿Para atraer a las mariposas?
Pidió otro café. Se le ocurrió una objeción. Esa hipótesis recordaba la novela de Thomas Harris, El silencio de los corderos, en la que el asesino colocaba crisálidas en la garganta de sus víctimas. Y Marc estaba seguro de que Reverdi no sufría ninguna influencia. Jamás se habría inspirado en los crímenes de otro. Y menos aún en los de una novela, una ficción que para él tenía el valor de una quimera. Entonces, ¿qué?
Sentado en la sala débilmente iluminada, distinguía, más allá de la terraza, la calle principal de la pequeña ciudad. La mezcla de estilos seguía predominando: tiendas de comestibles asiáticas, edificios coloniales y también -lo que resultaba más curioso- chalets, casas de montaña. Tanah Rata parecía un pueblo alpino.
Centró su atención en los transeúntes. Colegiales con la cartera a la espalda. Adultos indolentes de diversos orígenes: malayos, chinos, indios… Y también turistas, que aportaban su propio toque exótico. Se concentró en dos chicas rubias, de tez rosada, que llevaban grandes zapatones y enormes mochilas. Su convicción se impuso de nuevo con fuerza.
Reverdi había ido allí.
Había cazado en esas cumbres.
Se levantó y pagó.
Las mariposas: solo tenía que comprobarlo.
Visitó los talleres de enmarcado, donde los lepidópteros eran colocados bajo un cristal. Formuló preguntas entre la indiferencia general. Los obreros chinos apenas se dignaban levantar los ojos del trabajo. Partió en busca de los invernaderos, en los alrededores de la ciudad, donde cultivaban plantas secretas, las únicas que servían de alimento a las orugas de las especies más bellas. Otro fracaso. Todo el mundo reconocía a Jacques Reverdi en la foto, pero por haberla visto en la primera página de los periódicos. Subió a la parte alta de la ciudad y llamó a las puertas de los ricos mayoristas han, los que exportaban a todo el mundo mariposas, insectos y reptiles. La misma respuesta: nadie había visto nunca a Reverdi.
A las seis de la tarde, Marc se puso a buscar un hotel. Extenuado, seguía negándose a darse por vencido. Sin embargo, el crepúsculo le embarullaba las ideas, le hacía dudar. Reverdi había hablado de altura y él se había precipitado a la montaña. Después, se había inventado una película sobre aquellas mariposas. Todo eso no tenía ninguna base.
Los hoteles de la ciudad estaban completos. Marc probó suerte en los alrededores de Tanah Rata. Encontró una casa de campo encalada, con crestería cubierta de hiedra, altas chimeneas y sombrillas de rayas blancas y negras en la terraza. El Lake House.