– No lo sé. Seguramente un insecto concreto. Un bicho raro.
– ¿No le comentó nunca nada?
– No.
– ¿No tiene ni idea?
– Durante un tiempo creí que trabajaba con ciertas especies diurnas cuya oruga se alimenta de bambúes.
– ¿Por qué?
– Porque lo sorprendí varias veces entre esos árboles. Pero en realidad buscaba otra cosa. Nunca llegué a saber qué.
– ¿Cómo era? Quiero decir… en general.
El cazador no vaciló.
– Simpático. Tomábamos copas al amanecer en el hotel. Decía que no necesitaba luz para «ver» el bosque, que dejaba de respirar cuando se acercaba a su presa. Era especial… Pero bastante tranquilo. -Se calló y pareció reflexionar-. ¿Es verdad lo que dicen los periódicos?
Marc no contestó. Los artefactos voladores redoblaban sus embates. Luchaba contra unos deseos irresistibles de huir a toda velocidad. El hombre prosiguió, como si sus pensamientos hubieran vuelto con toda naturalidad a su disciplina:
– Yo creo que todo lo que decía eran faroles. No era él quien cazaba.
– ¿Quién, entonces?
– Los orang-asli. Son expertos. Debía de mostrarles los bichos que quería y ellos iban en su busca.
– ¿Podría hablar con ellos?
– No. No hablan inglés. Y la mayoría están como cubas de la mañana a la noche. Además, encontrar a los que trabajaban para Reverdi…
– ¿Hay otra solución?
El cazador localizó otra Sphinx en su tela hormigueante.
– Vaya a ver a Wong-Fat. Es uno de los comerciantes han.
Marc seguía moviendo los brazos. Una nieve negra se arremolinaba alrededor de su cabeza.
– Los he visto a todos hoy. -Soplaba y escupía para evitar tragarse un insecto-. Ninguno conocía a Reverdi.
– Este lo conoce. Conoce a todo el mundo. Es un tipo importante. Vive en las montañas de Tanah Rata, en una gran villa construida sobre pilotes. No tiene pérdida.
Percibía la impaciencia del hombre, que no paraba de observar su trampa. Pero Marc tenía una última pregunta:
– ¿Las mariposas se sienten atraídas por el azúcar?
– No. Más bien por la sal.
– ¿La sal?
– Conozco aquí manantiales salinos donde se pueden ver esplendidas concentraciones. ¿Le interesa?
La escena que había imaginado -las mariposas chupando la sangre azucarada de las mujeres- se desvaneció.
– No, gracias.
Se quitó las gafas de sol y se las devolvió. Solo entonces tomó conciencia de que la luz eléctrica había disminuido de intensidad. Cuando su mirada encontró el foco, detrás de la sábana, vio que la lámpara también estaba cubierta de insectos. Un caparazón negro, móvil, se aglutinaba sobre el cristal ardiente. El rostro del cazador también hormigueaba de arrugas animadas y marrones.
Balbució unas palabras de agradecimiento y bajó corriendo la pendiente.
42
La casa de Wong-Fat tenía un aire de villa californiana. Una construcción de madera marrón, sobre pilotes, situada en la cima de la colina que domina la ciudad. Al llamar, Marc vio, abajo, los cables telefónicos que atravesaban el cielo y la cinta de la carretera que se estrechaba a medida que descendía. Pensó en San Francisco y sus calles en pendiente.
La puerta se abrió. Le hicieron esperar en un jardincillo gris. Una baldosa escasa de cemento, al lado de una piscina turquesa no mayor que un pozo. Un árbol había crecido junto a la vega. Sus raíces agrietaban la piedra y se extendían hasta un balancín rosa. El cazador de mariposas tenía razón: Marc no había visitado a ese comerciante.
A lo largo de las paredes se alineaban cajas metálicas. Latas de conserva y botes de pintura que gruñían, vibraban y tenían una molesta tendencia a moverse solas. A Marc no le costaba nada imaginar lo que bullía allí adentro. La noche anterior, después de su expedición campestre, sus sueños habían estado poblados de avispas y de zumbidos. Había también botellas llenas de miel y tarros que contenían cera de abeja.
– ¿Qué desea?
El tono era hostil. Wong-Fat aparecía enmarcado por las cristaleras, junto al balancín. Debía de tener unos sesenta años, pero llevaba su edad al estilo chino: sin arrugas ni canas. Un rostro semejante a la piel de una naranja. Nada que delatase algo de su persona.
Marc se disculpó -era domingo- y explicó en su mejor inglés las razones de su visita. La investigación. Le Limier. Jacques Reverdi.
– No diré nada.
Aquello tenía el mérito de ser claro. Transcurrieron unos segundos en un silencio interrumpido por crujidos y zumbidos procedentes de las cajas. Marc andaba escaso de ideas, así como de energía.
– Oiga -dijo sin convicción-, he recorrido doce mil kilómetros y…
– Ni una palabra sobre ese hombre. Adiós, señor.
A su alrededor, los gruñidos sonaron más fuerte, como si los insectos percibieran la cólera de su amo. Marc hizo un gesto de lasitud y dio media vuelta, pero de repente volvió sobre sus pasos.
– Por favor, es muy importante para mí.
– No tengo nada que decirle. Si tuviera que hablar, lo haría con la policía de mi país.
Marc percibió un matiz soterrado en la entonación. Cuando entrevistaba a alguien, prestaba atención al timbre, a las inflexiones de la voz. Siempre resultaba perceptible un discurso subliminal. En el caso del vendedor de insectos, quería decir exactamente lo contrario. Hablar con la policía era lo último que deseaba. Marc probó suerte marcándose un faroclass="underline"
– En ese caso, vayamos juntos. Hablaremos en el puesto de Tanah Rata.
El hombre le lanzó una mirada furiosa.
– Adiós.
Se dirigió hacia la salida y asió la manivela de la verja. Marc fue también, pero para interponerse en su camino.
– Muy bien. Iré solo y volveré con ellos.
Los dedos se crisparon sobre los barrotes.
– ¿Qué quiere exactamente?
La voz era menos agresiva.
– Todo lo que sabe sobre Reverdi. Lo que le compraba y para qué. Le juro que quedará entre nosotros.
– ¿Entre nosotros? ¿Siendo periodista?
El sol estaba ya alto. Marc se puso a la sombra del árbol.
– Hablaré de ello en mi artículo, pero sin citar mis fuentes.
– ¿Qué garantía puede darme?
– La garantía del sentido común. Mis lectores son franceses. Les interesa Jacques Reverdi, no Wong-Fat. Su nombre no le diría nada a nadie.
El comerciante no soltaba la verja, pero su cuerpo se relajó. Marc intuía que no volvería a moverse. Lo que tuviera que pasar, pasaría allí, en unos minutos. Atacó de inmediato:
– ¿Qué le vendió a Reverdi?
– No puedo decirlo.
– ¿Tiene miedo de que lo acusen de complicidad?
Wong-Fat lo miró con asombro.
– No se trata de eso. En absoluto.
– ¿Qué teme, entonces?
El hombre miraba fijamente el suelo. La sombra de las hojas danzaba sobre sus rasgos rugosos.
– Es por mi hijo.
– ¿Su hijo?
Marc no entendía nada.
– Mi hijo… -Señaló la casa, la piscina, las cajas que seguían temblando-. Cada una de las mariposas, cada uno de los escorpiones los he vendido por él. Para ofrecerle lo mejor. Colegios privados, la facultad de derecho en Gran Bretaña…
Se interrumpió. Los bichos, en su prisión, parecían calmarse también, al unísono con su amo.
– Mi hijo. Un inútil. Un hombre malo.
– ¿Malo?
Su rostro parecía crispado por esa idea. La levedad de las sombras contrastaba con la firmeza de sus rasgos. Marc echó un vistazo a las ramas: estaban consteladas de largos insectos verdes, en forma de briznas. Inexplicablemente, el nombre de esos bichos le vino a la mente: fasmos. ¿De dónde lo había sacado?
Wong-Fat repitió:
– Pulsiones malas.
Marc no veía la relación con Jacques Reverdi, pero debía escuchar la confesión.
– Estamos en un país donde ciertas cosas son más fáciles que en otros sitios… Por unos ringgits se pueden satisfacer muchos deseos. En Tailandia es peor. Un puñado de bahts y todo es posible.