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– ¿Ya sabes lo que vas a pedir? -preguntó Vincent.

– Estoy un poco perdida.

– ¿Quieres que te lo explique?

– No. Me da igual.

– Más esnob que los esnobs, ¿eh? -ironizó Vincent.

– Simplemente, mantengo las distancias. Me crié en Gennevilliers. En un barrio llamado La Banane. Puedes imaginártelo. Busco una oportunidad en este oficio para ganarme la vida, no para convertirme en otra persona.

Vincent levantó la copa. Ya había pedido un cóctel helado, coronado de finos cristales de sal.

– ¡Por La Banane!

En ese momento, Jadiya observó un detalle en el que nunca se había fijado. Vincent tenía una señal en el dedo anular de la mano izquierda.

– ¿Has estado casado?

Vincent se miró maquinalmente los dedos y su semblante se ensombreció. Asintió lentamente con la cabeza.

– ¿Un mal recuerdo?

– Digamos que en ese juego me quemé.

Jadiya no dijo nada. Intuía que Vincent iba a ampliar la confidencia.

– Para mí -prosiguió, efectivamente, el fotógrafo-, el matrimonio fue una especie de incendio químico.

Ella optó por la ironía para neutralizar la gravedad que empezaba a pesar en el ambiente.

– Una metáfora muy original.

– No es una metáfora, es una experiencia… práctica. -Vincent no abandonaba el tono serio que había adoptado-. A lo largo de los años, entre un hombre y una mujer todo arde, todo se consume. Me refiero a lo mejor que hay en ellos. Un día, se despiertan entre las cenizas.

– Pero ¿por qué incendio químico?

– Porque entre ellos quedan los materiales más duros, las piezas no inflamables. El odio. La amargura. El rencor. Y el miedo. Cuando era reportero, cubrí muchas catástrofes: accidentes de avión, explosiones de fábricas. Siempre quedan carcasas negras, trozos incorruptibles que se niegan a quemarse. Ese tipo de cuadros me recuerdan mi matrimonio.

El camarero se acercó. Pidieron. Cuando se hubo marchado, Vincent miró el fondo de su copa. La hacía girar siguiendo sus reflejos circulares.

– Por lo menos comprendí una cosa -murmuró-. Las mujeres llevan el amor dentro.

– Igual que los hombres, ¿no?

– No. Ellas tienen el fuego sagrado. Ellas «creen» en el amor, de la misma forma que los integristas creen en Dios. Sea la chica que sea, sea cual sea su actitud, al margen de su despreocupación aparente y de su independencia, siempre conserva en su interior, a veces muy profundamente, ese fuego sagrado.

Las alusiones repetidas al fuego hicieron estremecer a Jadiya. Cualquiera hubiera dicho que Vincent utilizaba esa imagen expresamente. Sin embargo, la joven sentía al mismo tiempo complicidad entre ellos.

– Como esas mujeres de la Antigüedad -continuó Vincent- que vigilaban una hoguera que no debía apagarse nunca.

– Las vestales.

– Eso. -Le guiñó un ojo-. Tendría que haber más modelos como tú.

El sumiller, más tieso que un palo, les llevó el vino. Vincent le quitó la botella de las manos y le hizo una seña para que se fuera.

– Cada mujer es un templo -continuó, llenando las copas-. Con esa llama en su interior que no se apaga nunca.

Jadiya estaba atónita por el giro que había tomado la conversación. Evocar esas figuras antiguas con el «rey del flou»: París reservaba ese tipo de sorpresas.

– En la época, ¿cómo lo superaste? -preguntó a su pesar.

Él vació su copa de un trago.

– Gracias al alcohol. -Rió para sus adentros-. No, es broma. Gracias a un amigo con el que formé equipo durante varios años. Éramos paparazzi. Un tándem infernal.

Jadiya intuía la continuación. El corazón se le aceleró.

– ¿El pelirrojo?

– Sí. Marc Dupeyrat. El que te ha entrado por los ojos.

– Lo encuentro bastante… curioso.

– Es lo menos que se puede decir. Él también vivió una experiencia singular.

– ¿Otro caso de «fuego sagrado»?

– Mucho peor que el mío.

La gravedad de Vincent se acentuó. La cena estaba tomando un cariz abiertamente fúnebre. Jadiya cruzó los brazos sobre la mesa y clavó los ojos en los de su interlocutor.

– Ya has dicho demasiado para callarte ahora.

Él intentó reír y negó con la cabeza, agitando sus largos cabellos.

– Olvídalo. Hemos venido para divertirnos.

– Ya nos divertiremos después.

– Me extrañaría que nos quedaran ganas.

– Correré el riesgo.

Vincent resopló fuerte y miró a ver si el camarero llegaba con los platos, pero, por supuesto, no había nadie a la vista. Así que tuvo que empezar:

– Sucedió antes de que yo lo conociera. En 1992. Estaba trabajando en un caso bastante sonado que guardaba relación con la mafia siciliana. Tenía que pasar varias semanas allí y le pidió a su novia que lo acompañara.

A Jadiya se le hizo un nudo en la garganta.

– ¿Cómo se llamaba?

– Sophie. Para él, ese viaje a Sicilia era una especie de ceremonia de compromiso. Pensaba casarse con ella poco después.

Ella bajó la cabeza para disimular su turbación: aquellas palabras la herían.

– ¿Qué pasó?

– La asesinaron.

Jadiya levantó los ojos. Vincent sonreía tristemente mientras llenaba de nuevo su copa. Bebió un trago e hizo chascar la lengua.

– Estaban en Catania, una de las grandes ciudades de Sicilia. Un día, a última hora de la tarde, cuando Marc volvió de visitar la cárcel de menores de Bicocca, encontró su cuerpo en la pensión donde estaban alojados.

Jadiya comprendía ahora la razón de la extraña personalidad de Marc. Un trauma original. Aquello habría podido crear un vínculo con ella, pero no; esa historia aislaba totalmente a Marc. Un viudo hermético, encerrado en su pesar.

– ¿Fue cosa de la mafia?

– Nunca llegó a saberse, pero no era su estilo. Más bien la obra de un chiflado, del tipo «asesino en serie».

– ¿Qué le hizo?

– Creo que vamos a meternos en un terreno poco apropiado para una cena a la luz de las velas.

– Cuéntamelo.

– ¿Estás segura de que quieres saber los detalles?

– Estoy acostumbrada, no te preocupes.

Vincent se encorvó sobre la mesa y escrutó la botella de vino, cuyos reflejos negros evocaban ahora una lámpara mágica.

– Marc nunca quiso darme detalles -prosiguió con una voz profunda-, pero me pasaba lo mismo que a ti: quería saber más. Así que telefoneé a unos colegas italianos, unos paparazzi que tenían contactos en la policía de Sicilia. Al cabo de una semana tenía toda la información. Hasta conseguí el expediente completo de la instrucción. Ya sabes que en Italia los paparazzi son…

– ¿Qué descubriste?

– Un horror. La pobre chica cayó en manos de un psicópata.

Se interrumpió, todavía dudoso. Cogió la botella y llenó otra vez su copa. Después de tomar un sorbo, continuó:

– Primero le dio una paliza terrible. Después la amordazó y la ató sobre la cama de la habitación con los cordones de las cortinas. Fue a la cocina a buscar unos guantes de goma. Registró el armario y se puso las zapatillas de deporte de Marc, con la suela también de goma. Luego cogió un alargador eléctrico, peló el cable por uno de los extremos y lo enchufó por el otro. Torturó a la víctima penetrándola con el cable de 220 voltios. También la sodomizó con el alargador. Le quitó la mordaza y la obligó a chupar los cables conectados a la corriente. Según el informe de la autopsia, tenía las encías completamente quemadas. Y los órganos genitales también.

Vincent bebió otro trago. Muy a su pesar, sus confidencias lo arrastraban.

– Eso no es todo. El cabrón siguió adelante con su carnicería. A esas alturas, la chica debía de estar muerta. Eso espero, por lo menos. Después de los electrochoques, el asesino encontró en la cocina un cuchillo de pescador con la hoja curva, de los que se utilizan para cortar las redes enmarañadas. Le abrió el vientre, desde el pubis hasta la laringe. Sacó las entrañas y las esparció por la habitación.