Llegaron los platos. Demasiado tarde. Vincent continuó con su voz ronca:
– Cuando Marc llegó, se encontró con el espectáculo. Las vísceras por el suelo. La boca negra, hinchada en un rictus abominable. Las zapatillas, sus propias zapatillas, en el charco de sangre.
Jadiya se había quedado muda. En ese instante se movía por un espacio de no ser. Volaba, ligera, sobre los abismos de la nada. Por fin, al cabo de un siglo, se oyó preguntar:
– ¿Cómo reaccionó?
– No reaccionó. Estuvo en coma tres semanas. Cuando se despertó, no se acordaba de nada. Hablaba de Sophie en presente. Tardó meses en aceptar la realidad. Estuvo en tratamiento en una clínica especializada de París. Lo intentaron todo, pero no recuperó la memoria. Todo lo que sabe sobre lo que sucedió es lo que le contaron.
– ¿Le dieron detalles?
– Él se encargó de buscarlos. Volvió a Sicilia. Acosó a la policía italiana. Llevó a cabo su propia investigación. Sin ningún resultado. En Catania, la tierra de la omertà, no tenía ninguna posibilidad. A partir de entonces, la pulsión criminal se convirtió en una obsesión para él. Al principio trató de liberarse de esa obsesión trabajando, como yo, en la prensa rosa; más tarde se metió en los sucesos. Era su única vía posible.
– ¿Por qué?
– Para comprender cómo un hombre había podido hacerle aquello a su mujer.
Jadiya no conseguía formar un solo pensamiento. Era horrible: estaba celosa de una muerta. Vincent se forzó a reír; el vino le espesaba la voz.
– No pongas esa cara. A su manera, Marc ha encontrado el equilibrio. -Rió de nuevo-. Un equilibrio precario, es verdad, pero lo cierto es que se las arregla solo, sin psiquiatra ni pastillas. No está nada mal, aunque, en mi opinión, su terapia es arriesgada.
A Jadiya la asaltó de pronto una duda.
– ¿Dónde está ahora? -preguntó-. Me habló de un viaje.
– Yo creo que trama algo relacionado con Jacques Reverdi.
– ¿Reverdi?
– ¿No lees los periódicos? El tipo que se cargó a una turista en Malaisia. Un antiguo campeón de inmersión en apnea. Está en espera de juicio. Estoy casi seguro de que a Marc se le ha metido en la cabeza conseguir su confesión. Es su sueño: penetrar, aunque sea por un instante, en el cerebro de un asesino.
Jadiya no tenía más preguntas. Estaba destrozada. Por hacer algo, cogió la servilleta y vio debajo un sobre que solo Vincent podía haber puesto allí.
– ¿Qué es?
– Una sorpresa. Tu primer contrato. Lástima que nos hayamos cargado el buen rollo.
Jadiya le echó un rápido vistazo y sonrió.
– Si es una broma, no tiene gracia. Pone «tarifa cuarenta».
Vincent levantó de nuevo su copa:
– Es eso lo que se suponía que íbamos a celebrar esta noche. Para ti, la vida va a convertirse en una inmensa broma.
45
– Ven. Es urgente.
Éric lo asió por el hombro. El gesto mismo implicaba una situación grave: jamás se habría atrevido a tocar a Reverdi, de no ser en circunstancias excepcionales. Jacques soltó las halteras y siguió al francés. Era la una de la tarde. El calor aplastaba la prisión.
Cruzaron el patio a paso rápido; el cemento ardía bajo sus pies descalzos. A su alrededor, las sombras eran tan densas, tan breves, que parecían clavadas en el suelo. Recobraron el aliento al socaire del comedor, agachados junto a la pared.
– ¿Adónde me llevas?
Éric no respondió. Con las dos manos apoyadas en las rodillas, señaló con la cabeza el edificio C. Cincuenta metros más que había que recorrer bajo el sol.
El hombrecillo reanudó la marcha. Reverdi lo imitó de mala gana. Avanzaban levantando mucho los pies, tratando de rozar apenas el suelo. Unos segundos más tarde, estaban de nuevo a la sombra. Éric miraba más lejos todavía: el campo de fútbol y, más allá, los pantanos. La broma había durado bastante.
– ¿Adónde vamos? -rugió Reverdi-. ¡Mierda!
Éric echó a andar de nuevo sin responder. Jacques le siguió los pasos reprimiendo su cólera. Cruzaron una puerta rodeada de alambre de espinos y llegaron al estadio. En doscientos metros no había ni un solo refugio, solo las porterías abandonadas, que en aquella soledad parecían horcas.
Eran incapaces de seguir corriendo; el calor los machacaba, transformando sus miembros en polvo fino. Pero seguían andando deprisa, levantando los talones, lo que recordaba el paso mecánico de los atletas de maratón. Un enano y un gigante que llevaban la misma camiseta blanca y los mismos pantalones de lona informes. «Una auténtica pareja de cómicos», se dijo Jacques, apretando los dientes.
Después de todo, esa carrera absurda estaba sirviéndole de distracción. Llevaba dos días dándole vueltas al fracaso de Elisabeth. No se le pasaba el enfado. En un arrebato de furia, incluso había estado a punto de romper su foto. ¿Cómo había podido fallar? ¿Cómo había podido ir a las Cameron Highlands y no encontrar el indicio? Se había equivocado: esa chica no valía más que las otras.
Llegaron al final del campo de fútbol y bajaron una pendiente de cemento que estaba ardiendo.
– Ya estamos -dijo Éric.
– ¿Dónde?
El otro señaló con un dedo. Reverdi distinguió grandes canalizaciones al final del terreno. Sobre el asfalto había unas lonas enredadas. Más allá, las alambradas inextricables. Luego, más lejos todavía, los pantanos…
– El barrio de los sidosos.
Reverdi notó un escalofrío en la espalda. Ya le habían hablado de ese lugar. Una vez, unos guardias, provistos de guantes y mascarillas, habían llevado a la enfermería un cadáver de esa zona. En Kanara, el sida todavía se consideraba como la lepra. Los guardias ni siquiera se atrevían a pegar a los seropositivos. El director había agrupado a todos los «enfermos» en un bloque, pero durante el día estaban allí. En la frontera. Marginados entre los marginados.
Se acercaron. A su pesar, Reverdi sentía una mezcla de curiosidad y de aprensión. Los enfermos en fase terminal no pasaban por la enfermería. Eran trasladados directamente al Hospital Central. ¿En qué estado se encontraban esos? Imaginaba cuerpos raquíticos, privados de defensas inmunitarias, afectados por toda clase de enfermedades…
Se equivocaba. Los habitantes del lugar presentaban el mismo aspecto que los presos normales: calcinados, hirsutos, vestidos con harapos. Y en plena forma. Unos jugaban a las cartas, otros se apiñaban ante unas estufas de carbón, al pie de los tubos. Reinaba una animación desbordante, despreocupada.
Algo apartado, un grupo de una decena de reclusos con una camiseta en la cabeza a modo de turbante trajinaban alrededor de una gran hoguera que despedía un humo negro.
– Fabrican meth.
Reverdi conocía esa droga. Una porquería muy fácil de producir con disolventes, productos adelgazantes, líquidos desatascadores de retretes… Un auténtico néctar. Esa producción solo presentaba un problema: el riesgo de explosión. Nadie quería manipular una mezcla tan inestable. Pero allí la droga había encontrado sus artesanos, tipos ya condenados que no temían volar en mil pedazos sobre el cemento.
Éric se dirigió hacia la entrada de las canalizaciones. Reverdi lo siguió. El choque de la sombra, después del sol, le causó el efecto de un martillazo. Tuvo que pararse: no veía nada. Poco a poco sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Era una verdadera avenida, cilíndrica, tan concurrida como un pasillo de metro en las horas punta. Había grupos sentados y tiendas andrajosas plantadas. Éric avanzó apartando los harapos. Fluctuaban llamas entre un fuerte olor a petróleo. Unos hombres estaban agachados, en una postura animal. Otros estaban tendidos, tiritando bajo trapos. Reverdi no sabía si esos tipos tenían el sida, pero lo que sí tenían todos era mono.