Rouvères comentó con su voz ronca:
– Es una foto que apareció entre sus cosas, en el hotel de Siem Reap.
De pronto, Marc comprendió que su expresión radiante estaba dirigida hacia el objetivo. Hacia el que había hecho la foto. Con un estremecimiento, se dijo que quizá la imagen había sido captada por el propio Reverdi entre las ruinas de Angkor.
– Espero su segunda pregunta-dijo Rouvères.
Marc tenía que escoger esta vez una pregunta útil. Pensó en orientarla hacia su propio enigma: los Jalones de Eternidad. Pero cambió de opinión: aunque no lograba descifrarlos, esos términos constituían su ventaja, una baza personal; no debía hablar de ellos con un desconocido.
Recordó la última orden de Reverdi: «Busca el fresco». Quizá esa palabra no hiciera referencia a un verdadero ornamento, pintado o esculpido, sino más bien al dibujo de las heridas. El asesino le indicaba que observase las heridas de Linda Kreutz para que comprendiera de una vez el significado de los «jalones»… Antes incluso de considerar mejor esa hipótesis, dijo:
– Hábleme de las heridas.
– Sea más preciso en su pregunta.
– ¿Las heridas de Linda Kreutz eran simétricas? ¿Se podía identificar una especie de… dibujo en el cuerpo?
Rouvères pareció reflexionar, medio enterrado todavía entre los ordenadores desvencijados y las sillas rotas.
– El cuerpo había estado varios días en el río -dijo por fin-. Se hallaba en muy mal estado.
– Pero el agua no pudo borrar las heridas.
– El agua no, pero las anguilas sí.
– ¿Las anguilas?
– El cuerpo de Linda estaba lleno de anguilas de agua dulce. Se habían metido en el vientre a través de la boca, del sexo y también de las heridas. El cuerpo…, puesto que le interesan los detalles…, estaba destripado desde el interior. ¿Cuál es la última pregunta?
Otro callejón sin salida. Solo le quedaba una posibilidad de sonsacarle una revelación al borracho. Rouvères pareció notar la indecisión de Marc. Rebuscó entre los legajos y extrajo varios números de Cambodge Soir.
– Tome -dijo, tendiéndole los periódicos-. Es la serie de artículos que dediqué al caso. El descubrimiento del cuerpo. La detención de Reverdi. Los hechos convergentes de la investigación. Todo está aquí. Antes de desaprovechar su última oportunidad, lea todo esto. Puede volver mañana.
Marc no tenía tiempo. Cogió los ejemplares y los miró intensamente, como si una simple mirada pudiera permitirle asimilar su contenido. Se le ocurrió una idea.
– Deme una respuesta -dijo.
– ¿Qué quiere decir?
– Una respuesta escogida por usted. La que de verdad pueda serme útil.
Rouvères desplegó una amplia sonrisa. Las bolsas de sus ojos se arrugaron.
– Eso es hacer trampa, amigo.
– Imagine que yo le he hecho la pregunta.
El redactor se echó ligeramente hacia atrás, como para considerar mejor la propuesta. Tras un largo silencio, murmuró:
– En este asunto, el verdadero misterio es: ¿por qué dejaron en libertad a Reverdi? Los resultados de la investigación demostraban su culpabilidad. Entonces, ¿por qué se dictó sobreseimiento?
Marc no se esperaba esa orientación jurídica. Recordaba las explicaciones del abogado alemán. La incompetencia de los jueces. La instrucción chapucera. La situación política.
– Por el contexto del país, ¿no?
– Sí, pero solo en parte. Reverdi fue exculpado gracias a un testimonio.
– ¿Quiere decir una coartada?
– No, un aval moral. Una personalidad importante declaró en su favor.
Marc no había oído hablar nunca de eso.
– ¿Quién?
– Una princesa. Un miembro de la familia real.
– ¿La princesa Vanasi?
El nombre había salido automáticamente de sus labios. De todas las figuras principescas que había conocido, esa era la que más le había marcado. Una leyenda viva. Rouvères le dirigió una sonrisa de admiración.
– Hice un reportaje sobre la familia real hace unos años -explicó Marc.
Rouvères asintió con la cabeza.
– Conoció a Reverdi en Angkor durante una campaña de rehabilitación. Vino a testificar. Describió a un hombre entregado, culto, generoso. Ese retrato invirtió la postura del tribunal. Aquello equivalía a una amnistía real. Vaya a verla. Su punto de vista es… inesperado.
48
Las dos de la tarde.
Cuando abrieron las puertas del Palacio Real, Marc pagó la entrada para visitarlo. La mejor tapadera: la piel del turista anónimo. Incluso había comprado una bolsa de lona de esas que se llevan colgadas del hombro para acentuar su apariencia inofensiva.
No tenía elección. Le había ocultado un detalle a Rouvères: estaba desacreditado ante la familia real. Como siempre, al publicar el reportaje no había cumplido sus promesas de discreción. Era muy posible que su nombre figurase en la lista negra del servicio de protocolo. Así pues, había ideado un plan audaz para ver a la princesa, que vivía en la zona privada del palacio.
Marc siguió al tropel por una estrecha alameda hasta la gran entrada del recinto reaclass="underline" una explanada inmensa, cubierta de césped, salpicada de templos y de pabellones dorados cuyos tejados el sol parecía espolvorear de un polen de luz.
Adelantó a los otros turistas, que se detenían delante de todas las pagodas, y llegó a una galería calada.
A cubierto del sol, se acercó a las torres del pabellón Chanchaya, donde tenía la esperanza de encontrar a la princesa. Una muralla cerraba esa parte. Siguiendo la galería, buscó un paso, una puerta.
Vio una doble puerta de madera entreabierta, con una cadena para cerrar el paso y ante la que montaban guardia dos soldados. Marc se puso a la sombra de una columna y se armó de paciencia. Antes o después, habría un momento en que se relajaría la vigilancia.
Se sentó apoyado contra el pilar y fingió leer la guía. Dejó vagar su pensamiento. No quería seguir dándole vueltas a la investigación: demasiadas preguntas e insuficientes respuestas. Ni siquiera sabía por qué estaba intentando ver a la princesa Vanasi. Quizá por simple placer.
Cerró los ojos y rememoró al personaje.
Su primer encuentro había sido un momento inolvidable.
Vanasi había sido criada por su tía abuela, la reina Sisowath Kossomak, responsable del grupo de «danza celeste». Al crecer junto al pabellón Chanchaya, donde se entrenaban las bailarinas, la niña había desarrollado una verdadera pasión por esa disciplina, para la que demostró poseer unas dotes únicas. A los dieciséis años se había convertido en la primera bailarina del ballet. Era mucho más que una artista: una figura divina que desempeñaba el papel de intercesora entre la familia real y los dioses. En esa época la llamaban Apsara, nombre de la principal divinidad de la cosmogonía jemer.
Después, en 1970, se produjo el primer golpe de Estado y se vio obligada a exiliarse. Primero en China y después en Corea del Norte, mientras los jemeres rojos tomaban el poder y mataban a la mitad de la población de su país. Años más tarde había regresado a la frontera de Tailandia, a los campos de refugiados, para enseñar danza a su pueblo. En los años noventa, su familia había podido volver a Phnom Penh. Era entonces cuando había conocido a Reverdi.
El nombre del asesino interrumpió el hilo de sus recuerdos. Maquinalmente, dirigió la mirada hacia el portón. Había pasado una hora. Los dos guardias ya no estaban. Cogió la bolsa mientras se levantaba y entró en los jardines prohibidos.
El nuevo pórtico estaba lleno de plantas floridas. El tenue silbido de los aspersores sustituía el murmullo de los turistas. El pabellón Chanchaya estaba a cincuenta metros escasos.
Se dirigió hacia el gigantesco saledizo de piedra, sobre el que se alzaban agujas y cuernos de oro. Al subir la escalera, se sintió tan impresionado como la primera vez. El espacio, expuesto al viento y al sol, estaba absolutamente vacío: una simple superficie de mármol, estriada por la sombra oblicua de las finas columnas y protegida por un techo pintado en el que aparecían representados los dioses y los demonios de la danza jemer. Se oía, más allá de la terraza, el rumor de los vehículos que circulaban abajo, por el bulevar Charles-de-Gaulle.