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Transcurrieron así largos minutos, durante los cuales el frío se extendió poco a poco por su organismo. Finalmente consiguió levantarse. Se mojó la cara y volvió a la habitación. El calor le pareció insoportable. Encendió el aire acondicionado y el ventilador mecánico, y en ese momento vio, a través de las cortinas, que era de noche.

Su delirio había durado toda la tarde.

Decidió darse una ducha.

Para recuperarse del todo.

Media hora más tarde, Marc estaba tendido en la cama, lavado, peinado… y con la mente despejada. O casi. Las ocho de la tarde. Si hubiera sido razonable, habría salido a comer algo, un buen plato de arroz, por ejemplo. Pero precisamente la idea de ingerir algo despertó su dolor de estómago. No, tenía una cosa mejor que hacer. Ahora debía escribir.

Al monstruo.

Al verdugo.

Encendió el ordenador, conectó el módem y se instaló en la cama. Había que desarrollar las conclusiones de Élisabeth con todo detalle. Lo había logrado, había comprendido lo ocurrido. A cambio, su «amado» debía darle más indicios.

Marc no debía dejar escapar al asesino.

Por eso decidió ir hasta el fondo.

Asunto: ANGKOR Enviado: jueves 29 de mayo, 20 horas.

De: lisbeth@voila.fr

A: sng@wanadoo.com

Amor mío:

Estuve a punto de perderte y creí volverme loca. Volviste a mí y se diría que una luz me llena de nuevo, me inunda de felicidad.

Pero tu ausencia tuvo una virtud. Creó en mí un desgarramiento que barrió las últimas escorias de mi mente y me permitió ver en el fondo de mi alma. Cuando creí que me habías abandonado, estaba desnuda, perdida, como ajena a mí misma. Entonces supe que el sentido de mi vida era seguirte… hasta el final.

Ahora sé que esta búsqueda es el viaje inesperado que dará sentido a mi vida. Una búsqueda que me enriquece, me exalta, me purifica y teje entre nosotros un vínculo único.

Amor mío, me has dado otra oportunidad y yo la he aprovechado. He cumplido tu orden. He seguido tu indicación.

He encontrado el fresco de Angkor. He hablado con el Señor de Oro, el apicultor que controla la cría de las abejas y la fabricación de la miel que utilizas.

Finalmente, he encontrado el camino. He descifrado el significado de los Jalones de Eternidad…

Marc estuvo más de una hora escribiendo en ese mismo tono apasionado. Dio todos los detalles de su búsqueda, mencionando incluso su visita al Cambodge Soir y su encuentro con la princesa Vanasi. No quería ocultar nada. Sabía que Reverdi imaginaría a la bella Élisabeth -con el aspecto de Jadiya-, recorriendo las calles de Phnom Penh, la explanada del Palacio Real, las ruinas de Angkor Thom…

Después contó lo que imaginaba: los cortes siguiendo las venas, cicatrizados con ayuda de la miel, abiertos con la llama.

Cuando hubo terminado su largo mensaje, lo mandó sin releerlo. No quería retocar nada, quería conservar su espontaneidad. Le asombraba más que nunca su capacidad para meterse en la piel de Élisabeth. Ese tono apasionado, esa admiración amorosa le salían de modo natural. Y prefería no ahondar demasiado en sí mismo para averiguar de dónde sacaba esas palabras tumultuosas.

Pero había algo peor: la crisis alucinatoria que había sufrido por la tarde. Durante unas horas había sido Reverdi.

Su perfil se volvía cada vez más confuso. Cincuenta por ciento Élisabeth. Cincuenta por ciento Reverdi. ¿Dónde estaba el verdadero Marc?

Las tres de la madrugada.

Aún no se había dormido. En la oscuridad, con las manos cruzadas detrás de la nuca, observaba el ventilador, que giraba incansablemente. Recordaba las palabras del apicultor: «Las palas giran tan deprisa que no es posible distinguirlas. El cerebro humano, igual. Nuestros pensamientos van demasiado deprisa. Imposible desenredarlos».

Para distraerse, intentó aislar mentalmente una parte de la hélice. Si lo conseguía, quizá se le ocurriera una idea nueva. El viejo había dicho: «Transformar el pensamiento en objeto fijo».

De pronto se incorporó: acababa de pensar algo evidente. Debía hacer partícipe al mundo de los resultados de su investigación. No podía guardarse una cosa así para él.

Un libro.

Debía escribir un libro.

Un documento en el que contaría su aventura. Un testimonio único sobre su descenso a los infiernos. Tenía que difundir su experiencia, revelar a los demás el secreto que estaba descubriendo. Estaba aislando, cual un investigador científico, un virus maligno. Era un hito en la historia del conocimiento humano.

En ese instante se le heló la sangre. En realidad, no podría publicar nada. Ni siquiera después de la ejecución de Reverdi. Por una razón elementaclass="underline" sería acusado inmediatamente de «ocultación de pruebas» y «obstrucción a la justicia». Verían que había indagado por su cuenta, con toda discreción, que había conseguido obtener informaciones esenciales, pero que había seguido el proceso sin mover un dedo, sin ofrecer la menor colaboración.

Condenarían sus métodos abyectos: su impostura, sus mentiras. Y su indiferencia hacia las familias de las víctimas. No le había pasado ni una sola vez por la mente proporcionar a los padres información sobre la desaparición de sus hijas.

Un periodista despreciable, un cabrón cínico que merecía un castigo: esas eran las distinciones que recibiría.

Sin contar con que ya había sido condenado en dos ocasiones, en 1996 y en 1997, por «acoso», «violación de la intimidad» y «robo con fractura». Se había librado por los pelos de ir a la trena. Esta vez le caería una pena de prisión.

Intentó relajarse, aceptar esa decepción. Se concentró de nuevo en el ventilador y trató otra vez de detener el movimiento y de visualizar una de las palas. A medida que su atención se centraba, notaba que otra idea iba aflorando en su mente. Un pensamiento todavía confuso, pero que podía sacarlo del túnel.

De pronto, supo de qué se trataba.

Una novela.

Debía escribir una obra de ficción donde contaría la verdad sin que nadie lo supiera. Le bastaría apartarse de los hechos oficiales, revelados por los medios de comunicación, y todo el mundo creería en una historia imaginaria. Sí. Iba a escribir una novela que sonaría rabiosamente a «auténtico» porque todo, o casi todo, sería verdad.

Una ola se formó dentro de él. Algo oculto, enterrado en su corazón desde hacía años. Sus sueños frustrados de novelista. Sus esperanzas reprimidas de escritor. ¿Cuántos años hacía que había renunciado a escribir una obra literaria? ¿Cuánto tiempo llevaba ese proyecto arrumbado en el fárrago de sus desilusiones?

Pero ahora estaba decidido.

Su historia iba a convertirse en un thriller implacable.

Un thriller escrito desde el interior.

Al dictado de un asesino.

53

Jacques Reverdi contemplaba el cuerpo de Hajjah Elahe Tengku Noumah, miembro de la familia real del sultanato de Perak.

El chico acababa de ser encontrado muerto en su celda.

A las tres de la madrugada, durante una ronda.

Habían llevado a dos «voluntarios» para transportar el cadáver. Reverdi formaba parte del equipo. Lo habían instalado en el consultorio de la enfermería, en espera de que fuera trasladado al depósito de cadáveres del Hospital Central. El doctor Gupta, medio dormido, había pedido a Jacques que velara el cuerpo y después había ido a acostarse.

Las primeras constataciones hacían pensar en un suicidio. El joven aristócrata se había colgado en su celda, con el cable del televisor. Colgado: Reverdi estaba de acuerdo en eso. Pero desde luego no por voluntad propia. Habían encontrado al chico arrodillado en el suelo, con las vértebras cervicales rotas y el cable atado a las tuberías del lavabo.

¿Quién se colgaba de rodillas, contando únicamente con la fuerza de su voluntad?

Un hombre como Jacques tal vez, pero no un chaval como Hajjah, hijo de una familia rica, cuyo más mínimo esfuerzo había sido ahogado en la gelatina del dinero. Nada más quedarse a solas con el cuerpo, Reverdi había palpado sus miembros inferiores. Las articulaciones de las piernas estaban flojas…, rotas. Resultaba fácil imaginar la escena. Los filipinos, pagados por los chinos y con la complacencia de Raman, habían sorprendido a Hajjah en su celda. Lo habían amordazado y le habían atado al cuello el cable del televisor, sujeto a las tuberías. Después, manteniéndolo en posición horizontal, habían tirado con todas sus fuerzas de sus piernas hasta partirle las vértebras.