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Conectó el ordenador: ningún e-mail. Decidió salir a cenar. Cerca del surtidor de gasolina encontró una terraza con varias mesas y comió el fried rice habitual. Cuando volvió a su habitación, no eran más que las siete. Ningún mensaje. Se tumbó y estudió el mapa de la costa tailandesa. La frontera birmana estaba aún a doscientos kilómetros. ¿Adónde lo llevaba Reverdi?

Marc abrió de nuevo el ordenador y se puso a trabajar en sus borradores. Perfiló la sinopsis. La única diferencia con su propia aventura era que, en la novela, el asesino todavía no estaba entre rejas. El investigador, más ingenioso que el propio Marc, obtenía sus resultados sin la ayuda ni los consejos del asesino, cuyas «hazañas» transcurrían de forma paralela.

A las ocho bajó la pantalla sobre el teclado, después de haber comprobado de nuevo su cuenta de correo, y luego apagó la luz. Su última visión fue una columna de hormigas subiendo por la pared.

La sensación siguiente fue que una mano lo agarraba por el hombro. Confusamente, Marc pensó en el chico del mostrador de recepción, pero no había pedido que lo despertaran. Volvió la cabeza y vio una vela en la mano del hombre. La cera que resbalaba por sus dedos apretados era miel. Se volvió del todo: Reverdi estaba inclinado sobre él. Semblante demacrado, cabeza rapada, torso desnudo. Le sonreía y murmuraba: «Escóndete, deprisa, viene papá».

Marc se cayó de la cama.

Una pesadilla.

Una simple pesadilla.

Miró el reloj. Las cinco menos cuarto.

Abrió el ordenador. El mensaje había llegado.

Asunto: KUALA – Recibido: 2 de junio, 4 h 10.

De: sng@wanadoo.com

A: lisbeth@voila.fr

Amor mío:

Ahora estás en Takua Pa. Aprovecho una guardia en la enfermería (he ascendido) para darte las nuevas directrices.

Cuando acabes de leer estas líneas, ponte de nuevo en camino. Continúa hacia el norte hasta Khuraburi. Allí, ve hasta la salida de la ciudad; a la derecha verás una agencia de viajes, Jinda Tours. Es la única que organiza el viaje en barco a una isla llamada Koh Surin.

Compra un billete de ida y vuelta el mismo día. No pases la noche allí. No hagas la visita submarina guiada. Un detalle: no des un nombre falso. No intentes ser discreta. Recuerda siempre esta regla: cuanto menos te escondes, menos te ven.

Una vez en la isla, apártate del grupo y ve por tu cuenta. La Cámara de Pureza no estará lejos. Tienes que descubrirla tú misma. Penetra en el interior y observa todos los detalles. Entonces comprenderás mejor lo que pasó realmente en ese espacio apartado del mundo.

Mi corazón está contigo.

Jacques

Marc cerró la cartera y la bolsa de viaje y bajó. Todavía era de noche. El vestíbulo del hotel estaba desierto. El vigilante dormitaba en la oscuridad. Salió sin hacer ruido y fue al coche.

Se marchaba como un ladrón.

Un ladrón de secretos.

55

Dos horas más tarde, Khuraburi apareció a la luz del amanecer. La ciudad ya tenía un pie en el manglar. Sus casas bajas parecían deslizarse hacia las aguas, bajo los mangles. Al final de la arteria principal, Marc encontró la agencia. Sólo eran las siete de la mañana, pero todo parecía ya quemado por el sol.

Marc se apuntó para la salida de las ocho. Inmediatamente lo instalaron en un autocar con otros occidentales que aparecían en pequeños grupos, medio dormidos, huraños.

Había suecos, alemanes, norteamericanos y tailandeses. Golpe de suerte: ningún francés a la vista. Marc temía tener que dar explicaciones sobre su periplo. Al mismo tiempo, tenía la siniestra sensación de que su secreto no era tal, de que era como una mancha de nacimiento en la cara.

Tras recorrer unos kilómetros, llegaron al embarcadero. Un gran speedboat, blanco y liso, los esperaba. Embarcaron bajo un cielo de tormenta. Marc pensó en las advertencias del empleado de la casa de alquiler de coches. Sin embargo, a medida que el barco se deslizaba entre los meandros de los pantanos, el sol iba reapareciendo. Se adentraron en el mar bajo un resplandor duro e implacable. El monzón quedaba para otra ocasión.

Instalado en la popa de la embarcación, Marc reflexionaba en el final del mensaje de Reverdi. Una especie de consejo suplementario:

Lise, amor mío, cuando busques la Cámara de Pureza, cuando camines por el bosque, no olvides nunca observar, captar todos los detalles que te rodean. Cerca de la Cámara te espera otra señal. Algo sin lo cual nada sería posible…

Acuérdate de los Jalones que Vuelan y Pululan. En la selva habrá otro movimiento que debes advertir. Una respiración, un estremecimiento que anunciará la inminencia de la Cámara…

El rito está vivo, amor mío. Jamás es letra muerta. Busca el movimiento en el seno de la vegetación y descubrirás la Cámara…

A Marc no le gustaba la alusión a los Jalones, que habían estado a punto de hacerle fracasar. No estaba preparado para estrellarse de nuevo contra un enigma vegetal o animal. ¿Qué señalaba Reverdi? ¿Una nube de insectos? ¿Un vuelo de pájaros? ¿Un río?

Presentía que el asesino integraba su rito en el bosque y lo consideraba un elemento entre otros de la naturaleza. Un acto vivo, orgánico, que formaba parte del biorritmo de la selva. Tal vez incluso lo convertía en una condición sine qua non para el equilibrio de la flora y la fauna. Marc recordaba a un asesino en serie de Estados Unidos, Herbert Mullin, que creía impedir terremotos mediante sus asesinatos y leía el grado de contaminación del aire en las vísceras de sus presas.

Al cabo de dos horas de travesía, llegaron a Koh Surin. Una isla esmeralda posada sobre un azul brutal. Todo parecía de una virginidad original. Ajeno al hombre.

Sin embargo, al poner pie a tierra Marc descubrió la catástrofe. Cientos de turistas estaban acampados en la playa, en tiendas alineadas a la sombra de los árboles. Pululaban como cucarachas, saqueando la belleza que decían admirar.

Marc se había informado: Koh Surin era un parque nacional. Estaba prohibido construir, pero los empresarios tailandeses habían burlado la ley instalando un gigantesco camping. Unas barracas de madera ofrecían los servicios mínimos. En una de ellas se leían las palabras, pintadas a mano: diving, scubba, snurckling. Sin duda Reverdi había trabajado allí como monitor de submarinismo.

Cogió de un mostrador un mapa de la isla y dejó a sus compañeros, que ya estaban probándose gafas y aletas con vistas a un diving tour.

Koh Surin era un fragmento de tierra en forma de cacahuete que no sobrepasaba los dos kilómetros de longitud. Tenía tiempo de sobra para recorrerla antes de última hora de la tarde, y reunirse con su grupo para la vuelta. Se dirigió hacia el este por la playa pasando entre enormes raíces de mangle; luego se adentró bajo las palmeras. Inmediatamente descubrió un sendero que permitía seguir la orilla desde cierta altura, bajo la vegetación.

Eran las once. El bosque estaba vibrante de sombras y de luz. Las hojas y las lianas susurraban confidencias de agua y savia a través de las manchas del sol. De vez en cuando, Marc veía el mar abajo. El color de las aguas era diferente en cada cala. Ligeras infusiones de turquesa o de jade. Profundidades mentoladas o bloques de lavanda con un espesor de acuarela.

A veces Marc veía a un grupo de tailandeses bañándose de un modo originaclass="underline" totalmente vestidos, con chalecos salvavidas, gafas y tubo de bucear, cuando el agua solo les llegaba hasta las rodillas.

Toda la isla estaba invadida de turistas y, sin embargo, Marc tenía una sensación de soledad total. En ese instante supo que coincidía con Jacques Reverdi. Con su modo de vida contradictorio. Solitario y secreto en lugares demasiado frecuentados, siempre amenazados por la civilización.