Vio algunas figuras malsanas más -pechos erguidos y barba incipiente- al otro lado de un cruce. Travestis. Fue en su dirección sin pensar. En ese instante lo detuvo un espectáculo inesperado.
El mar.
Al doblar la esquina, la inmensidad centelleante, apacible, estaba allí. Aquella visión lo paralizó. Nada más abrumador, más ajeno a su vicio que esa grandeza infinita, libre, indiferente. Entonces otra presencia aniquiló definitivamente sus turbias veleidades.
En la calle clara, todavía sembrada de papeles sucios y botellas vacías, unas chicas salían de los burdeles en lenta procesión. No tenían nada que ver con las busconas desenfrenadas de la noche anterior. Cabellos húmedos, sin maquillaje, un simple sarong por todo vestido. Todas llevaban un cuenco de arroz y lo dejaban en la calzada. Marc no comprendía lo que hacían, pero en ese momento los vio llegar.
Siluetas vestidas de naranja, con el cráneo brillante, ligeras en el viento matinal como delicados farolillos de papel. Los monjes. Unos llevaban una sombrilla, otros avanzaban por parejas, cogidos del brazo. Parecían irreales en ese campo de batalla todavía humeante. Tomaron las ofrendas inclinando varias veces la cabeza, mientras que las chicas estaban arrodilladas, con las manos juntas sobre la frente. La hora de la oración y del perdón.
Marc permaneció al sol, estupefacto.
Completamente despejado.
No obstante, la serpiente continuaba retorciéndose en el fondo de su vientre.
De vuelta en la habitación, la quemadura volvió a devorarle la entrepierna. Sin dudarlo, entró en el cuarto de baño, bajó la tapa de plástico y se masturbó. Imágenes caóticas estallaron en su mente. Ropas arrancadas, pechos al aire, pubis desnudos, ofrecidos, cautivadores… Auténticos trozos de carne, colgados dentro de su cabeza como fotos recién reveladas, sujetas con ganchos de carnicero. Forzaba a chicas. Las penetraba saboreando sus lágrimas, su humillación. Era abyecto, pero muy lejos, entre los bastidores de su teatro, se decía con alivio: ninguna escena de asesinato, ninguna imagen de heridas.
Al menos ya no estaba excitado por la sangre.
Finalmente llegó la liberación, en largos espasmos febriles. Había en ese chorro algo enfermizo. La purga de una herida purulenta. Se sintió apaciguado. Más que apaciguado, diferente. Ya no tenía nada que ver con el chiflado que era unos segundos antes.
Como todos los hombres, conocía desde hacía mucho esa sensación. Esa ruptura total, frontera radical entre la inflamación del deseo y el brusco retorno a la razón. Pero esa mañana la fractura presentaba una violencia inédita. Era literalmente otro. Miraba, alelado, sus dedos manchados de esperma y no comprendía lo que había sucedido.
Sacó una conclusión acerca del asesino. En el caso de Reverdi debía de ocurrir lo mismo: antes de saciar su sed de destrucción, eso era lo único que debía de contar. El universo entero debía de estar sometido a su fantasma. Después, tras su danza de muerte, debía de sumirse en un estado de estupor, de incredulidad. En Papan, los pescadores lo habían encontrado atontado. Parecía que él hubiese descubierto al mismo tiempo que ellos el cadáver de Pernille Mosensen. Marc recordaba también al hombre gris, atado con correas al sillón en la sala de Ipoh, repitiendo: «No soy yo…». En ese instante, Jacques no había salido de su estado de choque. Debía de sentir un pánico confuso al pensar en el crimen cometido. Y rechazar la idea de que él era su autor.
Al final, quizá las cosas fueran más sencillas de lo que Marc imaginaba. Jacques estaba solo, tanto en sentido propio como figurado. No tenía ningún cómplice. No padecía esquizofrenia. Simplemente tenía unas pulsiones mórbidas que, cuando estallaban, exigían ser satisfechas sin discusión.
En cambio, cuando escogía a su víctima, cuando compraba la miel, cuando preparaba la Cámara de Pureza e introducía las cuerdas de rota en todos sus intersticios, mantenía la cabeza fría. Preparaba todos los detalles de la ceremonia sabiendo que la crisis se produciría, que no tardaría en oír la llamada irresistible. De un modo similar a como las etnias primitivas preparan el altar del sacrificio, en espera de que un tigre-dios o un King Kong acuda a reclamar su tributo de carne fresca.
Eso es lo que era Reverdi: un simple fiel.
Consagrado a sus propios demonios.
Marc se levantó de la taza y se metió otra vez en la ducha. Con los ojos cerrados, permaneció largos minutos bajo el chorro de agua templada confiando en eliminar, de cuerpo y mente, los últimos miasmas de su trance. No olvidaba que su primera erección, antes de su ridícula expedición, había nacido de una escena de asesinato. No había intentado matar, claro, solo hacer el amor. Pero había sido la misma locura, la misma pérdida de control. ¿A qué distancia estaba aún de la línea negra? ¿Cuántos pasos le faltaba dar para cruzarla?
Salió de la ducha y tomó una decisión. Debía marcharse de Asia lo antes posible si no quería perder la razón. Había que romper con Reverdi. Descubrir su último secreto y abandonar el asunto antes de que fuera demasiado tarde. Volver a París. Terminar el libro. Olvidar la pesadilla y abrazar el éxito.
Siguiendo un impulso, cogió el teléfono móvil y marcó el número de Vincent. Quería oír una voz amiga. Una voz real, «normal». No hubo respuesta. Eran las dos de la madrugada en París. El gigante estaba durmiendo o todavía no había vuelto a casa.
Entonces, movido por otra idea inexplicable, Marc sacó de la bolsa la fotografía de Jadiya que había llevado para buscar inspiración en caso de que le fallara. Con lágrimas en los ojos, admiró aquel magnífico rostro, aquella extraña mirada que siempre le había evocado una disonancia musical, y se durmió de golpe, estrechando la foto contra su pecho.
60
Diez de la mañana, a pleno sol.
Tumbado sobre una de las paredes de separación de las duchas, con los brazos recogidos contra el pecho, Jacques Reverdi esperaba. Raman no se resistiría. Pese a la hora, pese a los riesgos…
El chaval que gozaba actualmente de sus favores era un indonesio llamado Kodé, de dieciséis o diecisiete años, que había sido condenado a cadena perpetua por haber degollado a su madre con un trozo de tubo de escape. Todos los días, alrededor de las seis de la tarde, el jefe de seguridad se reunía allí con él mientras los demás reclusos regresaban a sus celdas.
Reverdi sonrió.
Ese día las cosas irían de un modo diferente.
Un gran líquido blanco, cegador, se esparcía entre las duchas a cielo abierto, restallando sobre la cerámica en reflejos agudos. Todas las paredes, todas las esquinas vibraban como esos paneles reflectantes que utilizan los fotógrafos. Jacques evitaba bajar los ojos para no ser deslumbrado y perder el equilibrio.
Permanecía inmóvil, en el eje de la pared, vientre y cara pegados al borde, respirando el olor a la masilla entre los baldosines. Iba en calzoncillos y ya no notaba la quemazón del sol. A esas alturas ya era él mismo una brasa. Una materia incandescente cuya menor parcela estaba chamuscada, cuyo menor movimiento despedía efluvios de fuego.
Cuando las agujetas resultaban insoportables, recordaba su plan y todo su organismo entraba en esa lógica. Sus miembros anquilosados se ajustaban, se introducían en el proyecto como cartuchos en la culata de un fusil.
Raman no se resistiría.
Reverdi había ido a ver a Kodé. Le había ordenado que incitara al guardia después del desayuno y lo atrajera hacia las duchas, a esa cabina en concreto. El guardia desconfiaría, pero Reverdi podía contar con el encanto del mariquita. En unas semanas había eclipsado a todos los travestis del edificio D.