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Jacques conocía las manías de Raman. Se desnudaba, pero se dejaba puestos los zapatos con suela de goma y no soltaba la porra eléctrica. Antes de encular a los chavales, les propinaba violentas descargas a fin de hacerles contraer las nalgas al máximo y experimentar, en el momento de la penetración, una sensación de desvirgamiento. Les desgarraba el ano, y saboreaba la sangre que resbalaba entre sus piernas y lubrificaba la penetración, acariciaba su piel todavía cargada de electricidad…

Reverdi cerró las manos en torno al cepillo-cuchilla. Había llevado unos guantes de crin porque Raman hacía el amor al estilo indio, con el cuerpo untado con aceite de sésamo. Bajo la lengua notaba la aguja de dar puntos de sutura y el hilo quirúrgico que había cogido de la enfermería. Echó un vistazo hacia abajo y vio, en el cuadrado de la ducha, el cubo que contenía los despojos. Como haciendo eco a su estrategia, oía a los chinos, a lo lejos, trajinar en la entrada de las cocinas: el principal jefe de los gánsteres han celebraba ese día su cumpleaños. Desde hacía una semana, él y los suyos estaban preparando un banquete destinado a toda la comunidad china.

Reverdi sonrió de nuevo al pensar en el festín.

Él iba a hacer su pequeña aportación al menú.

De pronto, ruido.

La luz blanca empezó a vivir, a palpitar, a lo largo de las duchas. Jacques tensó los músculos. Maquinalmente, acercó la mano a su calva de la misma forma que habría tocado un fetiche; luego se puso los guantes. Oyó unas risas, las del chaval. Inmediatamente después, un grito de dolor. Raman acababa de calmar a su compañero golpeándolo con la porra.

La puerta de la cabina se abrió con violencia.

Kodé se estampó de cara contra el cemento, completamente desnudo. Reverdi podía ver brillar sus cabellos untados de aceite de coco, moverse sus músculos bajo la piel como pequeñas perlas. Raman entró tras él y cerró la puerta. Desnudo también, con la porra y los zapatos con suela de goma. Jacques estaba a cincuenta centímetros de su cabeza.

El indonesio se había acurrucado contra los baldosines con el culo levantado. Raman le propinó una serie de golpes en los riñones, las nalgas y los muslos. Cada vez que recibía una descarga chocaba contra la pared y levantaba más el culo, tenso, vibrante, excitante. El chaval gritaba.

Reverdi no intervino enseguida. Después de todo, esa «víctima» le había rebanado el cuello a su madre de una oreja a la otra.

Un golpe.

Convulsión eléctrica.

Contemplaba, fascinado, la espalda negra de Raman. Sus vértebras se movían bajo su piel reluciente, a la manera de falanges dentro de un guante de seda negra. Su cuerpo era fibra muscular. Un armazón de pura violencia, que exhalaba al mismo tiempo un suave olor a sésamo.

Otro golpe.

El degollador suplicaba. Muslos apretados, trémulos. Hasta Reverdi estaba impresionado por ese espectáculo de humillación sexual.

Cuando notó que estaba teniendo una erección, supo que debía actuar.

Alargó un brazo hacia la izquierda hasta tocar la pared de enfrente. Apoyado en ambas, estiró el cuerpo sobre la cabina y lo envolvió de pronto en una sombra gigante. Raman, con la porra en alto, se volvió para averiguar qué pasaba.

Reverdi se dejó caer. Empujó al guardia contra la pared, le puso la cuchilla de afeitar sobre la base del pubis y le tapó la boca con la mano. El hombre echó el cuerpo hacia atrás, con los ojos desorbitados. Jacques ordenó al chavaclass="underline"

– Get out.

Kodé, sacudido por espasmos, no se movía.

– I said: GET OUT!

El chico se esfumó. La puerta rebotó contra los baldosines. Reverdi la cerró con el talón sin soltar a su presa. Él también se había dejado puestos los zapatos; la porra eléctrica despedía chispazos sobre el suelo mojado. Se felicitó asimismo por haber pensado en coger los guantes: el pervertido chorreaba aceite.

Raman, inmóvil, respiraba por las fosas nasales. Reverdi estaba impresionado por la belleza de su cara a cara: cuerpo de bronce, cuerpo de cobre. Dos atletas unidos por la lucha… o por el amor. De momento se mantenía la ambigüedad.

Jacques clavó ligeramente el cepillo-cuchilla. Lo justo para que brotara una pizca de sangre. Notaba contra su mano apretada los músculos abdominales del guardia, más duros que el acero. Durante un segundo, temió que la cuchilla no pudiera penetrar en semejante caparazón, pero la sensación de tibieza lo tranquilizó: ya manaba sangre.

Las aletas de la nariz de Raman palpitaron. Sus ojos encendidos decían: «No te atreverás». Pero las arrugas que se multiplicaban en su frente delataban lo contrario. La duda. La incertidumbre. El pánico. Acababa de ver los despojos en el cubo.

Jacques sonrió a unos centímetros de su cara.

Notaba la aguja y el hilo debajo de su lengua.

– ¿Te acuerdas de lo que te dije una vez? -preguntó en malayo.

Raman temblaba.

– Vale más que lo cosan a uno muerto que vivo -añadió Reverdi.

En un solo gesto, clavó la cuchilla en el pubis del malayo y la subió hasta los pulmones.

61

Marc se despertó a las dos de la tarde.

La habitación estaba inundada de luz. Las sábanas estaban empapadas. No guardaba ningún recuerdo de sus sueños y se alegraba. Seguía teniendo la foto arrugada de Jadiya en la mano. La soltó como si fuera un objeto sagrado y vio encima de la silla, frente a la cama, su ordenador.

Su boya, su mojón, su único punto de referencia.

Alargó un brazo y cogió el aparato.

Asunto: RANONG – Recibido: 3 de junio, 8 h 10.

De: sng@wanadoo.com

A: lisbeth@voila.fr

Amor mío:

Has penetrado en la Cámara de Pureza y, sin saberlo, has penetrado «Su» corazón. El corazón palpitante del Artífice Supremo. Una vez más, has comprendido el indicio. Una vez más, has llegado a la inteligencia de Su Obra.

Lise, me gustan tus palabras, tus deducciones, tus conclusiones. Tu manera de captar y de describir lo Inexpresable. De introducirte como agua clara en Su Estela.

Solo queda ya un secreto por descubrir. Los demás indicios, las demás etapas no eran sino peldaños para acceder a este fin.

El Color de la Verdad.

Ese es el designio de la Obra: ver, durante unas fracciones de segundo, el Color de la Verdad, que es también el Color de la Mentira.

Si sigues con precisión mis instrucciones, tú misma podrás, si no contemplarlo, al menos imaginarlo.

De ahora en adelante debe cambiar la manera de comunicarnos. Por razones que te explicaré más adelante, va a haber follón aquí, en Kanara. Es muy posible que no pueda escribirte ni leer tus mensajes durante varios días.

Adjunto a este mensaje varios documentos que debes consultar por orden cronológico. Cuidado: no puedes leer un mensaje hasta que hayas ejecutado las instrucciones del anterior. Es una condición esencial. Por lo demás, solo comprenderás su significado respetando esta regla.

La Búsqueda toca a su fin, amor mío. Cuando poseas el Ultimo Conocimiento, estaré, en cierto sentido, liberado. Estaré desnudo ante ti. Y tú estarás revestida de luz.

Entonces podremos unirnos.

Te quiero.

Jacques

Marc prefería no entretenerse pensando en esas declaraciones de amor. ¿Qué quería decir cuando prometía unirse a Élisabeth? Tampoco quería reflexionar en los nuevos términos del juego de las pistas: el Color de la Verdad y el Color de la Mentira. La salsa esotérica habitual.

Debía simplemente cumplir las órdenes. Abrió el primer documento adjunto, que estaba escrito utilizando el procesador de textos Word.

Estés en el lugar de Phuket que estés, ve al centro de la isla y toma la 402. Ve en dirección al aeropuerto. En esa carretera encontrarás el Bangkok Phuket Hospital.