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En el servicio de urgencias hay abierto un despacho para atender a las prostitutas y los toxicómanos. Ese servicio ofrece atención gratuita y material de prevención, como preservativos y jeringuillas hipodérmicas.

Ve allí y pide una jeringuilla. Después de hacerlo, abre el segundo documento adjunto.

Un flujo helado le corrió por las venas. La mención de una jeringuilla implicaba una inyección… o una muestra. ¿De qué? ¿A quién? Las respuestas no eran muchas: Jacques Reverdi lo orientaba ahora hacia una de sus víctimas. La muestra habría que tomarla de un cadáver.

En el fondo, no estaba sorprendido por ese desenlace. Siempre lo había presentido. Su Iniciación debía terminar en uno de los santuarios del asesino. Reverdi había matado muchas veces. ¿Dónde estaban esos cuerpos? ¿Cómo los escondía? La respuesta estaba al final de los documentos adjuntos, guardados en la memoria de su ordenador. Se sintió tentado de abrirlos inmediatamente -había siete-, pero cambió de parecer. Debía respetar las reglas. La estrategia del maestro.

Salió para el hospital a las dos. Con el estómago vacío y la mente sobreexcitada. Conseguir la jeringuilla no supuso ningún problema. Ninguna pregunta, ningún formulario que rellenar. En el servicio estaban acostumbrados a tener una clientela averiada. Y el aspecto de Marc encajaba en ese perfil. Un médico intentó auscultarlo. Él se negó, pero pidió «something for headache». Tenía una migraña espantosa.

Marc se tomó una aspirina y se llevó la caja para tener reservas. En el aparcamiento del hospital, leyó el segundo documento.

Toma de nuevo la carretera del continente, en dirección a Takua Pa. Esta vez, continúa. En dirección a Ranong, junto a la frontera birmana. Hay que recorrer unos cuatrocientos kilómetros. O sea, diez horas de viaje.

No dudes en parar para dormir, porque tienes que llegar a los alrededores de Ranong de día para ver la señal al borde de la carretera. Busca el círculo, mi vida. Los ojos en la tierra. Cuando lo encuentres, abre el documento siguiente.

Ten paciencia, estás acercándote cada vez más a mí.

Fue hacia el norte.

Alucinado, temblando, con la jeringuilla rodando, dentro de su bolsa de plástico, sobre el asiento del acompañante.

Al caer la noche, ni siquiera había llegado a Takua Pa. Paró en un centro turístico constituido de bungalows arracimados en una colina, frente al mar. Se durmió a las ocho sin siquiera haber encendido el ordenador.

Al día siguiente, a las cinco, estaba de nuevo al volante.

En plena noche, la carretera atravesaba la jungla negra. Poco a poco, la vegetación se volvió gris; luego, a medida que el horizonte se iluminaba, las murallas pasaron al azul. Las lianas, los árboles, las hojas adoptaron el aspecto de un bosque de alfileres. Lentos vapores se elevaron de la espesura: la canopea estaba despertando. Por fin, el azul se apartó de la oscuridad para transformarse en frescor, fertilidad, exuberancia. El verde. Una pirotecnia de hojas y de copas.

Marc no apartaba los ojos del asfalto, sin dejar de mirar al mismo tiempo el reloj del salpicadero. A las diez dejó atrás Takua Pa. A mediodía, Khuraburi. Los carteles que anunciaban Ranong empezaron a multiplicarse. Si no levantaba el pie del acelerador, podía llegar a la frontera birmana antes de las cuatro de la tarde.

A cincuenta kilómetros de Ranong, los coches se espaciaron. Ni rastro de autobuses ni de turistas. La región estaba recuperando su majestad primitiva. En ese momento, el bosque incandescente parecía a punto de arder. Los jugos, las savias, las resinas se evaporaban en perfumes, esencias, gases inflamables… Sin embargo, dentro del coche, con el aire acondicionado al máximo, Marc tiritaba. Cuando se enjugaba el sudor de los párpados, tenía la impresión de que tocaba hielo. «Busca el círculo -se repetía-. Los ojos en la tierra.» Observaba los valles que se extendían más abajo de la carretera. ¿Qué tenía que encontrar? ¿Un cartel? ¿Una construcción? ¿Una carretera?

A veinte kilómetros de Ranong vio un conducto abierto que emergía de una colina. Redujo la velocidad. El cilindro de hormigón parecía un órgano reventado saliendo de un vientre abierto. Marc advirtió que se había equivocado de escala. El objeto estaba mucho más lejos de lo que había creído: en el fondo del precipicio.

La primera esfera, enorme, quedaba sobre unos codos, unos tramos de metal hundidos en el fango. De repente, en la sombra de las paredes aparecieron unos hombres más pequeños que hormigas. Mineros. Marc comprendió que había llegado. Los ojos en la tierra: una mina. Aparcó al borde de la carretera y abrió el tercer documento.

Después del círculo, toma la primera carretera a la izquierda. A unos cinco kilómetros encontrarás un embarcadero. No busques ningún cartel; ni siquiera es un puerto. Simplemente un pontón de donde parten los pescadores de ámbar que se arriesgan a cruzar la frontera birmana.

Allí, busca a un marinero y pídele que te lleve a Koh Rawa-Ta. Incluso con tu acento, comprenderá: es una de las islas que están frente al litoral. Sé generosa; acercarse a Koh Rawa-Ta es difícil a causa de los corales de la orilla.

Cuando avistes la isla, abre, en la barca, el documento siguiente. Allí encontrarás las últimas instrucciones.

Amor mío, tiemblo al escribir estas páginas porque te imagino leyéndolas, y eso significa que estás a unos kilómetros de la Verdad.

Lise, te tiendo la mano. Por encima de los hombres. Por encima de las apariencias y de las mentiras.

Por encima de la mediocridad y de la razón, te he encontrado.

Ahora te toca a ti encontrarme.

Marc cerró despacio el ordenador. Observó que, llevado por el impulso de la pasión, Reverdi ya no utilizaba la tercera persona. Las máscaras estaban cayendo. El tiempo de mantener las distancias, de tomar precauciones, había pasado.

Hizo girar la llave de contacto y se puso en camino hacia la isla.

62

Cuando llegó al embarcadero, se acercaba una tormenta. A su pesar, Marc sonrió. Todo encajaba perfectamente. El encuentro con el monzón que no se había producido el día antes, en Koh Surin, iba a tener lugar entonces, en el momento de la etapa crucial.

Mientras aparcaba el coche, empezó a llover. No el diluvio esperado, sino solo un avance. Lo que los asiáticos llaman los pockets rain. «Bolsillos de lluvia» o «lluvias de bolsillo», Marc nunca había acabado de entenderlo.

El muelle era miserable. Parecía un cementerio marino a lo largo de un brazo de mar. Barcas vacías, botes herrumbrosos, medio hundidos en un fango oscuro, corroídos por la sal y las algas. Al otro lado, unas barracas sin ventanas, construidas sobre pilares altos como chimeneas de fábrica, sobresalían en el manglar. Todo estaba desierto.

No obstante, encontró, sentado en su barca, a un pescador que estaba reparando unas redes. Tenía la piel como la de una pantera, absolutamente negra. Marc pronunció varias veces el nombre de Koh Rawa-Ta. El hombre pidió tres mil bahts. Marc regateó para guardar las formas. Le preocupaba sobre todo la hora. Le enseñó su reloj: las cinco y media. El pescador indicó en la esfera que llegarían a la isla a las seis. O sea, prácticamente de noche. Solo dispondría de media hora para encontrar el último indicio.

Pero no podía esperar más. No estaba dispuesto a dejar pasar otra noche. Corrió hasta el coche para coger el impermeable, la linterna, el ordenador y la jeringuilla. El hombre lo ayudó a subir a bordo y se embolsó dos mil bahts. Marc se instaló en la proa. Era una barca típica de la región, muy estrecha, que no llevaba más que un motor sujeto a un largo astil en cuyo extremo giraba la hélice.

El pescador maniobró. Siguieron el dédalo de las marismas y llegaron al estuario. El agua estaba negra, como contaminada por la tormenta. Los remolinos tenían el espesor del fuel oil. Al salir de las marismas se levantaron las olas. Las aguas adquirieron un color entre marrón y amarillo, ferruginoso. Marc tenía la sensación de estar atravesando eras inmemoriales. La edad del bronce, la edad del hierro…