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El horizonte parecía un hilo de plomo, tenso y negro. Todo el monzón parecía concentrarse ahí, en una franja dura, compacta. Las nubes, color de sangre coagulada, eran traspasadas por relámpagos. Cortinas de lluvia ensombrecían más el decorado en algunas zonas.

Marc abrazaba su material bajo el impermeable. Alrededor de la barca, el mar empezaba a recuperar un tono índigo. Dirigió una mirada al marinero. De pie en la popa, como un gondolero, este señaló con la barbilla hacia la derecha. En el aire nebuloso, acababan de aparecer las islas solitarias.

Cubiertas de jungla, parecían esmeraldas posadas a flor de agua. El hombre señaló con el dedo. Koh Rawa-Ta era la de en medio. Como para subrayar su gesto, un relámpago cruzó el cielo e iluminó precisamente esa bóveda de vegetación.

Navegaron cerca de veinte minutos. Marc distinguía ahora detalles: las paredes de acantilado gris, los árboles soportando el peso de las lianas, el ribete de espuma blanca que marcaba la frontera entre el mar y la tierra. El marinero paró el motor a doscientos metros de la orilla. Imposible acercarse; no había suficiente fondo. Reverdi le había avisado. Pero tenía que haber un paso, un medio de acostar… Había llegado el momento de abrir el cuarto mensaje. Protegiendo el ordenador con el impermeable, abrió el documento.

Amor mío:

Has llegado ante la isla. Ahora será preciso orientarte hacia el interior de la joya. Recuerda: en Koh Surin descubriste la respiración que rodea toda Cámara de Pureza. Busca aquí el mismo soplo y encontrarás el lugar…

Los bambúes. Debía localizar un bosque de bambúes en Koh Rawa-Ta. Pero eso no le indicaba la manera de acostar. Continuó leyendo.

Cuando hayas descubierto la Cámara, tendrás que sumergirte en su sombra. Allí te espera algo. Una iglesia.

Debes encontrar esa iglesia, mi vida, y recorrerla. Cruzar la nave, el transepto, el ábside… Hasta encontrar los cruceros donde se respiran perfumes de incienso.

Entonces toma con la jeringuilla la pureza que planea en esas alturas. Ahí es donde se halla el Secreto.

El Color de la Verdad.

Que es también el de la Mentira.

Ahora, mi amor, cierro los ojos.

Y te imagino ante el Secreto.

Cuando te haya deslumbrado esa luz sombría, podremos unirnos. El Secreto sellará nuestras almas y nuestros cuerpos en una misma Gracia.

Te quiero.

Bajo el impermeable, Marc ahogó una maldición. No entendía absolutamente nada. Ni sombra de una indicación para abordar la isla. En cuanto a las consideraciones sobre la «iglesia» y los «cruceros», batían todos los récords del hermetismo.

Se habían acercado un poco, unos cinco metros. Marc frunció los ojos, pero no vio ninguna claridad particular entre la vegetación; no había bambúes en el horizonte. Le dijo por señas al pescador que quería dar la vuelta a la isla. El marinero respondió haciendo una mueca de desaprobación. No paraba de expresar, con la palma de la mano, la falta de profundidad. Marc sacó otros mil bahts. El piloto se los guardó. Refunfuñando, encendió el motor.

La barca efectuó una maniobra marcha atrás para rodear la isla por la derecha. El marinero siguió un itinerario preciso entre los corales que arañaban las olas. Marc seguía sin ver las pequeñas hojas. Solo había bosques espesos y oscuros, en los que de vez en cuando se abrían cavernas. Le recordaba La isla de los muertos, el famoso cuadro de Böcklin. Era la misma presencia mórbida, el mismo recogimiento secreto, agazapado en el fondo de la jungla.

La luz no cesaba de declinar. Marc calculó que no le quedaban más de quince minutos. En ese momento estaban bordeando un acantilado que descendía en vertical hacia el mar. Apareció una playa con palmeras tan inclinadas que parecían horizontales.

Seguía sin haber bambúes.

Estaba cayendo la noche. La lluvia arreciaba. El pescador hizo un gesto explícito: debían regresar. Marc le contestó con otro ademán: ¡continúe! El tailandés negó con la cabeza e inició la maniobra sin esperar respuesta.

En ese instante, un murmullo característico llegó a los oídos de Marc. Un roce ligero, creciente, lánguido. El viento traía el sonido y se lo llevaba enseguida, cual un espejismo sonoro. Pero estaba seguro: los bambúes estaban allí, en algún lugar del arrecife.

En el momento en que la barca giró, deslizándose entre dos grandes olas, Marc vio justo encima de la playa, a la derecha, la cinta verde claro. Las hojas parecían formar, entre las duras palmeras, una nube inmaterial. Gritó, señalando con el índice. El piloto negó de nuevo y siguió dando media vuelta.

Sin dudarlo, Marc se guardó en un bolsillo la jeringuilla, se quitó el impermeable y se zambulló en el mar. El frescor del agua aceleró su respiración. Tuvo la impresión de penetrar en la carne misma de la tormenta. Inmediatamente fue arrastrado por la corriente. Aspirado a través de un pasillo abierto por los corales. Mientras daba brazadas, chocaba contra las concreciones, se arañaba el vientre, se desollaba los codos. Pero se estaba produciendo un pequeño milagro: la corriente lo llevaba hacia la orilla. Se obligó a no moverse; dejó de oponer resistencia y empezó a notar las crestas de los corales rozándole el vientre.

Por fin llegó a la orilla y salió del agua. Bajo la luna, la playa tenía la blancura de la tiza. A medida que se alejaba del mar, oía mejor el canto de las hojas. Su crujido se volvía ensordecedor. Risas de brujas. Marc se volvió: el marinero seguía allí. Parecía furioso. Sin embargo, Marc estaba seguro de que lo esperaría.

Se dirigió hacia el bosque de bambúes, que quedaba sobre la playa. Después de dar unos pasos, distinguió más claramente la forma que le había parecido ver desde la barca.

Una cabaña construida sobre pilares y pegada al acantilado.

Un simple bungalow cerrado, con una terraza. Alrededor de cuatro metros de ancho. Cinco de hondo. El antro de un Robinson Crusoe. O simplemente un cobertizo para material de submarinismo. De pronto lo invadió una angustia inexplicable. ¿Y si alguien lo esperaba allí? ¿Y si Reverdi lo había citado con otro? En un segundo, sus hipótesis más descabelladas se desbocaron: el padre, el abogado… Entró en razón, pero decidió rodear primero la choza.

Encendió la linterna y se metió entre el tabique y el acantilado. Nadie, por supuesto. Inspeccionó la superficie de las paredes. Un simple vistazo le confirmó lo que ya sabía: la cabaña había sido «tratada». Cada intersticio había sido obturado con hilos de rota y silicona.

Al salir por el otro lado de la cabaña, se dio cuenta de que la noche se había hecho más clara. Alzó los ojos. Las nubes se alejaban. La luna llena brillaba como un sol frío. La arena, espejeante, agujereada por la lluvia, evocaba ahora una superficie de nácar. Apagó la linterna y la luz nocturna le hizo sentirse mejor.

Subió a la terraza. Allí vio también el calafateado. El marco de la puerta. Las ranuras de la ventana. El hueco entre la pared y el techo. Todo estaba taponado. Durante un breve instante, pensó que el cadáver estaba en el interior, pero era imposible. Reverdi no había puesto los pies en Tailandia desde hacía por lo menos seis meses; jamás habría dejado que un cuerpo se pudriese, ni siquiera en un espacio protegido.

Marc se colocó frente a la puerta y empezó a darle patadas. La ropa mojada entorpecía sus movimientos. La puerta cedió. La arrancó completamente de los goznes a fin de que la luz de la luna penetrara en el interior. La cabaña estaba vacía, o casi. Una botella de aire comprimido. Un descompresor blanquecino por efecto de la sal. Lastres. Una linterna frontal. Ninguna señal de lucha o de violencia. Ningún rastro de sangre o de cera de vela. Ningún objeto sospechoso. La madriguera inofensiva de un hombre asocial.