Marc se dio cuenta de que había roto el vacío; la descomposición del cadáver no se alargaría ahora más de unos días. Conteniendo un gemido, se guardó la jeringuilla en el bolsillo. Llevó el cuerpo hasta su tumba y luego, volviendo la cabeza, echó rápidamente la arena encima. Mentalmente, pidió perdón a aquella desconocida cuyo rostro iban a devorar muy pronto los cangrejos.
63
– Tenemos un problema.
Jimmy Wong-Fat estaba en la puerta de la celda. Jacques se preguntaba cómo demonios había podido llegar hasta allí. Desde que habían encontrado el cuerpo de Raman, todos los edificios estaban cerrados. Ningún recluso estaba autorizado a salir. Las visitas se habían cancelado hasta nueva orden.
– Tenemos un problema.
Reverdi se incorporó sobre la estera e invitó al abogado a sentarse a su lado. El chino permaneció de pie.
– Ya le han practicado la autopsia a Raman. Ciertos detalles «técnicos» hacen que las sospechas recaigan sobre usted.
– ¿Qué detalles?
– El hilo utilizado para coserle los labios, los ojos y el abdomen es quirúrgico. Solo se encuentra ese hilo en la enfermería.
– No soy el único que trabaja allí. Ni el único que ha tenido problemas con esa basura. Incluso aquí hacen falta pruebas para acusar.
El abogado hizo caso omiso de la reflexión.
– Está también el misterio de las entrañas.
– ¿Las entrañas?
– Las vísceras encontradas en el vientre de Raman no eran las suyas.
– Ah, ¿no?
– Eran vísceras de cerdo.
Jacques levantó las cejas. Jimmy lo observaba con sus ojos rasgados.
– ¡De cerdo! ¿Se da cuenta de lo que eso significa para un musulmán? El asesino sacó sus órganos y metió dentro del abdomen las tripas de un lechón. Después cosió la carne.
Jacques pensaba en la cara del forense al practicar la autopsia. Seguro que ese musulmán nunca había contemplado despojos de cerdo tan de cerca.
– ¿De dónde procedía ese… material? -preguntó en un tono de indiferencia.
Wong-Fat se plantó delante de él con las piernas abiertas. Seguía llevando la cartera roja, como si fuera un animal doméstico.
– De las cocinas. Todo lleva a creer que se trata de las tripas del lechón que la comunidad china había hecho entrar en la prisión para celebrar no sé qué. Ese bicho ya había provocado un escándalo.
Reverdi había pensado que el descubrimiento de su castigo le divertiría más. Pero, en realidad, no experimentaba nada: solo pensaba en Élisabeth. Estaba impaciente por reanudar el contacto con ella.
– ¿Y han encontrado…, bueno, el «interior» de Raman? -preguntó para guardar las formas.
– No. Y nadie se dio cuenta de que las tripas del cerdo habían desaparecido. Sabe por qué, ¿verdad?
– Me lo imagino, sí.
– El asesino metió las entrañas de Raman en el cuerpo del animal. Lo que los chinos se comieron anteanoche eran las tripas de Raman. ¡Despojos humanos!
Jacques dejó caer la cabeza hacia atrás y la apoyó en la pared. No sentía nada, pero apreciaba la sincronización perfecta de la operación. Los chinos, responsables del asesinato de Hajjah, se habían comido a su jefe.
– Menuda sorpresa -murmuró.
Jimmy le apuntó con el dedo índice. La cólera hacía que se le hincharan las venas bajo la piel.
– Hace mal en reírse. Todo el mundo sabe que ha sido usted, Jacques. Solo usted podía atreverse a cometer un crimen semejante.
Jacques permaneció en silencio.
– ¡Con lo que he preparado el caso! -prosiguió el abogado-. Todo está perdido. ¿Qué le ha pasado? -Se inclinó hacia él, brillante de sudor y de incredulidad-. ¿Es que le da igual morir?
Reverdi se levantó de un salto y cogió una de las velas que ardían en el otro extremo de la celda, entre varitas de incienso colocadas sobre una caja boca abajo. El conjunto evocaba un altar.
– ¿Tú crees en la reencarnación? -le preguntó a Jimmy.
– No.
Jacques cogió otra vela, apagada, y se acercó al abogado.
– Hay una metáfora clásica para explicar la transmigración del alma. -Encendió la segunda vela con la primera-. Los cuerpos se consumen, pero la llama pasa simplemente de uno a otro. Es eterna.
– ¿Qué significa eso?
Reverdi sonrió y le puso en la mano una de las velas.
– Significa que no moriré. Me reencarnaré.
Wong-Fat miró la llamita entre sus dedos; no sabía qué hacer con la vela. La dejó en su sitio, sobre el altar. En ese momento se fijó en la fotografía clavada en la pared, por encima de las varitas de incienso.
– ¿Quién es la de la foto?
– Mi mujer.
El chino volvió la cabeza.
– ¿Qué?
– Todavía no estamos casados, pero quiero celebrar esa unión antes de ser ejecutado.
Jimmy observó el retrato y preguntó, con una voz extraña:
– ¿Es la chica de las cartas? ¿La chica de París?
– La ley malaya me permite hacerlo.
La expresión de Jimmy había cambiado: tenía los rasgos hundidos y los labios le temblaban. Parecía consternada.
– Pero… ¿lo dice en serio? ¿De verdad quiere casarse con…?
No pudo acabar la frase. Jacques lo observó: el obeso estaba al borde de las lágrimas. Era para morirse de risa. Así que había creído que entre ellos había una relación profunda… Complicidad, amistad, incluso algo más…, ¡tantas afinidades! Reverdi susurró en un tono cálido, como para consolarlo:
– No va a ser una cosa inmediata. Todavía no está preparada.
– ¿Todavía no está preparada? -El abogado adoptó de nuevo su tono profesional-: Pero ¿de qué demonios habla?
Reverdi se arrodilló ante la fotografía y acarició con los dedos el rostro de Élisabeth:
– Su iniciación aún no ha terminado.
– ¿Siguen teniendo contacto? Yo no he vuelto a recibir ninguna carta, yo…
Reverdi cerró los ojos.
– La siento venir. Se acerca a mí… -Se puso en pie y miró a Wong-Fat-. Es cuestión de días.
64
El quinto mensaje se reducía a tres palabras: «Ve a Bangkok». Marc no se había hecho de rogar. Desde la frontera birmana, había dado media vuelta de inmediato y conducido toda la noche, parando solo para repostar gasolina. Después de nueve horas de viaje, había llegado al aeropuerto de Phuket a las cinco de la mañana. Allí, había dormido dos horas acurrucado en el Suzuki sin soltar la jeringuilla, su botín, su talismán. Se había despertado, medio helado y medio ardiendo, justo a tiempo para tomar el primer vuelo con destino a Bangkok.
Desde la expedición a la isla de los muertos estaba obsesionado con el contenido de la jeringuilla. A simple vista, solo contenía un gas volátil, ligeramente teñido de linfa y de partículas rosáceas. ¿De verdad era ese el Color de la Verdad? ¿Qué había extraído del fondo de los pulmones de la víctima? ¿De qué forma iba a revelarle esa muestra la clave del rito?
La llegada a la capital le aportó una calma relativa. Se sentía feliz de estar rodeado de nuevo de vida, del ruido de los coches, de la indiferencia familiar de los rascacielos. Desde la autopista, la metrópolis incluso le pareció de un azul relajante. Seguramente era la influencia del cielo puro, que penetraba en las torres de cristal.
Una vez en el centro, tuvo que revisar su juicio. Bangkok se hundía bajo su propia presión. Ahogada por sus construcciones, su tráfico, su aire asfixiante. Inmensos puentes de hormigón penetraban en las calles a la fuerza, apartando los inmuebles, imponiendo un mundo nuevo, ciego y triunfal. Había asfalto por doquier, recubriendo barrios enteros, paralizando las callejuelas. Parecían impacientes por enterrar el pasado, como si se tratara de un cadáver vergonzoso.