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Dando tumbos en el taxi, Marc leía las instrucciones del sexto documento.

Dirígete hacia el hospital de Siriraj. Desde el aeropuerto, sigue la orilla del río en taxi hasta encontrar una estación de barcos-autobuses. Allí compra un billete para la estación Pran Nok, también llamada Wang Lang. Cuando hayas llegado a esa estación, abre el documento siguiente.

Marc pagó al taxista y montó en un barco. Contemplaba los contrastes de la ciudad con indiferencia. Las barracas de madera construidas en islas llenas de vegetación y rodeadas de torres modernas. Las stupas y las pagodas plantadas entre ciudadelas de acero y de asfalto. Las barcas en forma de hoja cruzándose con fuerabordas rugientes… Todo ese universo le parecía febril, enfermo. Hasta los pasajeros que había a su alrededor le parecían turbios, terrosos, contaminados.

Pran Nok daba acceso a un mercado. Había tal multitud que costaba bajar del barco. Marc encontró un banco apartado en el recinto de la estación y abrió el séptimo documento. Pensó en el Séptimo Sello del Apocalipsis.

Lo que leyó lo dejó estupefacto, pero ya no tenía elección.

Se sumergió en la agitación. Los comercios invadían aceras y calzada. Las tiendas ofrecían estufas de carbón, cocinas de gas y placas eléctricas a cientos, lo que hacía el aire todavía más sofocante. Entre el desorden, Marc pasó ante dulces aromatizados, vapores ardientes, pastas translúcidas de colores chillones, pinchitos chisporroteantes, pescados de piel gruesa y blanca carne…

Llegó al hospital Siriraj, pero pasó de largo. No era su destino final. Reverdi le indicaba un laboratorio de análisis médicos situado en la misma calle, unos números más lejos. Allí debía buscar a un químico llamado Kantamala, un militante ecologista que realizaba de tapadillo análisis de muestras comprometidas para las grandes compañías industriales.

¿Dónde lo había conocido Reverdi? Eso carecía de importancia y Marc tenía otras cosas en las que pensar. Ahora debía interpretar muy bien un papel ante el experto. Poseía los nombres y los términos que había que pronunciar para formular su petición, e incluso las réplicas.

Empujó la puerta de cristal ahumado del laboratorio y descubrió en el interior un mostrador blanco como un trozo de hielo. Marc preguntó por Kantamala. Al cabo de unos segundos vio llegar a un tailandés alto con una bata inmaculada. Tez oscura, cabellos largos recogidos en una cola de caballo, expresión hostil. El hombre sonrió cuando Marc pronunció el nombre de un ecologista inglés que le había dado Reverdi.

Salieron a la calle. Kantamala encendió un cigarrillo. Un Kron Tip, la marca local.

– ¿Qué tenemos hoy? -preguntó en inglés, en un tono de conspirador.

– Un muerto. Envenenamiento.

Kantamala frunció el entrecejo.

– ¿Un muerto? ¿Dónde?

– No puedo decir nada.

El tailandés daba caladas al cigarrillo con avidez. En la calle saturada de contaminación, aquello parecía un doble suicidio.

– Necesito detalles. Un muerto es un asunto grave. No estoy acostumbrado a…

– Yo tampoco sé nada. Creo que se trata de una mina, cerca de Ranong…

Marc estaba improvisando, pero el nombre pareció agradar a Kantamala.

– No me extraña. Allí utilizan mercurio y…

– En cualquier caso, es urgente. Esperan los resultados para iniciar un procedimiento.

El otro asintió con la cabeza. Fumaba con nerviosismo y no paraba de lanzar miradas recelosas por encima del hombro.

– Pero ese muerto… -insistió-. ¿Qué ha pasado?

– No lo sé. Ha respirado un gas, creo. No está muy claro.

– ¿Qué tipo de muestra traes?

Marc le dio la jeringuilla al químico.

– Le han practicado una punción en los pulmones.

– Mierda.

Marc adoptó una actitud firme y decidida:

– Si es demasiado difícil para ti…

Kantamala tiró la colilla.

– Vuelve dentro de dos horas.

Marc se sentó a una mesa de un restaurante instalado en la acera, desde donde podía vigilar las puertas de cristal ahumado del laboratorio. Ese puesto de observación lo tranquilizaba, como si Kantamala pudiera huir con «su» prueba.

Pidió un té. No tenía el estómago suficientemente asentado para tomar café. En ese momento tenía la mente en blanco. Estaba agotado por un exceso de reflexiones, de descubrimientos, de angustia. Dejó resonar en su conciencia unos versos del Cantar de los Cantares:

¿Quién es esa que se eleva del desierto

como humo que brota de la mirra,

el incienso y toda clase de polvos aromáticos?

Solo le faltaba eso. Identificar el perfume o el incienso que Jacques Reverdi había utilizado. Entonces, estaba seguro, se produciría un milagro. Esa última información cerraría el círculo, daría coherencia al conjunto.

Se decía eso una y otra vez, como si fuese una plegaria. Pero sin convicción. La contaminación, el calor y el cansancio lo transformaban en un sonámbulo.

Despertó de su letanía y miró el reloj. Habían pasado dos horas sin que se hubiera dado cuenta. Nada había cambiado en la calle. El mercado continuaba exhalando sus olores insoportables, los coches continuaban despidiendo su gas envenenado. Con las piernas flojas, Marc se dirigió hacia el laboratorio.

– ¿Estás tomándome el pelo?

El químico, con un cigarrillo entre los labios, parecía furioso.

– ¿Qué has encontrado?

– Nada.

– ¿Cómo que nada?

– Ni rastro de contaminación ni de sustancias extrañas.

– Es imposible… La muestra está sacada de un pulmón…

– Eso no lo pongo en duda. Pero ese tipo no ha muerto envenenado. Ha muerto por asfixia.

Marc levantó los ojos: el hombre flotaba ante él.

– La jeringuilla contenía mioglobina, una molécula muscular que fija los gases. La he analizado y está saturada en un ochenta por ciento de gas carbónico.

Marc no sabía qué contestar. Kantamala continuó, sin dejar de fumar:

– No ha habido intoxicación. Ese tipo no ha respirado nada. Nada en absoluto. En realidad, ha muerto por eso. Por asfixia. Pero no con una almohada tapándole la cabeza. No hay ninguna huella de traumatismo. Ni el más mínimo rastro de derrame pleural, ese líquido amarillento que aparece alrededor de los pulmones tras una muerte violenta. No, el tipo ha muerto lentamente por falta de oxígeno, respirando su propio gas carbónico.

Toda la calle se tambaleaba a sus pies. El químico subió el tono de voz:

– No sé a qué jugáis, pero no quiero seguir metido en vuestros tejemanejes. Esto no tiene nada que ver con la ecología. Es un asesinato, ¿entiendes?

Marc retrocedió hacia la calzada, entre los coches, los puestos, los transeúntes. Estaba como absorbido por la alucinante verdad.

El arma del crimen no era el cuchillo.

Sino la cabaña.

La Cámara de Pureza, que actuaba como un ahogadero.

Esa era la marca de Reverdi.

El maestro de la apnea mataba a sus víctimas privándolas de oxígeno.

65

Marc se incorporó a la multitud y recorrió la calle Pran Nok hasta la estación de los barcos-autobuses. Se sentó en el mismo banco de antes, a la sombra de la verja, y reunió los últimos elementos. Por fin conocía el modus operandi con todo detalle.

Primero, el asesino encerraba a su víctima en una choza totalmente calafateada. Esperaba pacientemente a que consumiera la reserva de oxígeno de la Cámara. ¿Cuánto tiempo duraba ese suplicio? Horas, seguro. Tal vez incluso días.

Marc imaginaba a la mujer amordazada, atada, respirando cada vez con más dificultad, notando que el veneno carbónico llenaba sus pulmones. Jacques Reverdi la observaba. Contemplaba la muerte en acción. Sentado en el suelo con las piernas cruzadas en el otro extremo de la cabaña, saboreando el espectáculo de esa chica que gritaba en silencio, amordazada, con la garganta en carne viva…