Se acercó a la ventanilla de la Cathay Pacific, una de las compañías aéreas asiáticas más prestigiosas, y compró un billete de primera clase. Un violento martillazo en su hucha: casi cinco mil euros por un simple billete de vuelta. Pero ¿y qué? Era una buena manera de empezar a gastar el adelanto sobre los derechos de autor que iba a sacarles a los editores. Seguía apretando maquinalmente su bolsa de viaje. Su ordenador. Su libro. Su futuro.
El billete que había comprado permitía acceder al salón VIP del aeropuerto. Un gran espacio cálido, de líneas y simetrías sobrias.
Marc vio en ese lugar austero un símbolo. Había llegado el tiempo del orden, de la estructura. Decidió escribir la trama definitiva de la novela mientras esperaba su vuelo. Ahora que sabía cuál era el punto de llegada, le resultaba fácil trazar la línea decisiva.
Se dirigió al bar y se preparó un plato de tapas. Se sirvió una copa de champán y fue directamente al business-center, una gran jaula de cristal donde había ordenadores, teléfonos y faxes alineados.
Se sentó y conectó su ordenador a la corriente. Antes de empezar con el trabajo propiamente dicho, tenía que hacer limpieza. Se conectó con su servidor, Voilà, y abrió la página de inicio. En unos pasos, canceló su cuenta de correo. El programa le preguntó si estaba seguro de su decisión y le informó de que tenía un mensaje sin leer: sin duda la última cita de Reverdi, en el locutorio de la prisión de Kanara. Marc confirmó la cancelación. Borró para siempre el último mensaje y su dirección de correo electrónico.
A partir de ese momento era imposible ponerse en contacto con Élisabeth.
Élisabeth Bremen estaba muerta.
Muerta y enterrada.
Unas semanas más tarde le tocaría el turno a Reverdi.
Juzgado y ejecutado.
Ya no quedaría nada de esa pasión epistolar, de ese gran amor ficticio. Nada, excepto una novela que, si Marc se aplicaba un poco, podía convertirse en un éxito.
Pero Élisabeth merecía un funeral más serio. Cerró el ordenador, lo metió en la cartera y se fue a los lavabos con el aparato bajo el brazo, después de haber cogido una caja de cerillas de la barra del bar. Se encerró en una cabina y registró el bolsillo posterior de la cartera. Allí era donde llevaba, a modo de amuleto, el retrato de Jadiya.
Se aseguró de que no había detectores de calor encima de él y, con precaución, mantuvo la fotografía sobre la taza del váter y le prendió fuego. Contempló la llama mordiendo el papel brillante, devorando la cara de la chica.
– Adiós, Élisabeth -susurró, dirigiéndole una sonrisa.
Cuando los últimos restos negruzcos aterrizaron en el fondo del agua, tiró de la cadena y recordó una escena idéntica vivida años antes. Cuando había destruido en los lavabos de una famosa revista el certificado de defunción de lady Diana. En aquella época, esa pequeña hoguera había marcado su adiós a la princesa y a su oficio de paparazzo.
Ahora su destino daba de nuevo un giro.
Dejaba a Élisabeth y se hacía escritor.
De vuelta en el centro de negocios, empezó a elaborar el esquema de la novela. Su propia calma lo sorprendía. En realidad, era una paz superficial, precaria. Seguía sintiendo náuseas y su angustia amenazaba con explotar en un largo grito de un momento a otro. Era cómplice de un asesino. Era el único ser del mundo que poseía su secreto.
Durante un breve instante, se sintió tentado de cambiar totalmente de rumbo: vuelta a Malaisia, entrevista con el juez, declaración bajo juramento y cartas a modo de pruebas… Aquello no duró. Vació la copa de champán y se puso a escribir. ¿De qué serviría aclarar esos crímenes en el marco de un proceso cuyo resultado se sabía por anticipado, cuando podía convertirlos en un espléndido thriller?
Se concentró en la sinopsis. Tardó menos de una hora en redactar el texto. Sin volver atrás ni una sola vez. Luego leyó las veinte páginas con satisfacción. No, eso era quedarse corto. Saboreó cada palabra con una exaltación cercana al éxtasis. Le temblaban las manos. El corazón le latía desacompasadamente. Estaba seguro de que tenía una intriga «explosiva». Una pequeña revolución. Y lo que le hacía estar más convencido era que él no tenía nada que ver.
Contemplaba, en la superficie reluciente del ordenador, un diamante puro. La locura, mostrada con absoluta transparencia, de Jacques Reverdi. La había encontrado, aislado, limpiado… y ahora la contemplaba desde todos los ángulos.
Llevado por su entusiasmo, Marc se dijo que ya podía buscar un editor. Solo conocía a uno, un especialista en sucesos para el que había escrito varios textos.
Buscó en su cuenta de correo -la verdadera, la de Marc Dupeyrat- la dirección electrónica de su contacto.
Transformó la sinopsis en mensaje electrónico y redactó unas líneas de introducción, explicando que en el transcurso de un viaje al Sudeste Asiático se le había ocurrido esa intriga. Acababa el mensaje con la pregunta: «¿Le interesa?».
Conocía la respuesta. Se disponía a enviar el mensaje cuando se percató de que la novela no tenía título. Sin vacilar, escribió al principio del texto, en letras mayúsculas:
SANGRE NEGRA
El regreso
67
Cuando abrió los ojos, el avión estaba atravesando las nubes de París.
Marc pensó en viejos harapos pringosos. La suciedad y el olor de la ciudad habían permanecido en el fondo de sus ojos, de su nariz…, e incluso en el interior del avión, en la clase business, le parecía notarlos. Miró por el ojo de buey: las luces de la Île-de-France, minúsculas, parpadeaban en la turbulencia del amanecer. La mañana de ese jueves, 5 de junio, Marc era incapaz de pensar absolutamente nada.
Solo había dormido unas horas, revolviéndose en el asiento. Había hecho el viaje en tensión. Miembros rígidos, manos ardientes. Nada más despegar, su exaltación del salón VIP se había transformado en angustia y nada había podido eliminarla: ni los pinchitos con salsa satay, ni las encantadoras azafatas, ni la elección de películas en su pantalla. Marc había revivido toda su experiencia. El vuelo se había convertido en una enfermedad de catorce horas.
– Abróchese el cinturón, por favor.
Marc obedeció. A medida que se despertaba, sus ideas iban ordenándose. Vio la bandeja con el desayuno a su lado. Mientras devoraba huevos revueltos y cruasanes, pensó en su aventura, en sus descubrimientos, en su libro. Lo había conseguido. Se había apoderado de la mente de un asesino. Permanecía en el seno de su locura como el arqueólogo que penetra en la cámara funeraria de una reina. Y ahora estaba lejos. A doce mil kilómetros del asesino. A salvo en su ciudad. Dueño y señor de su botín. Podría continuar su viaje con la imaginación. Llevado por la ficción, profundizaría en su estudio, explotaría la menor señal, la menor coherencia del universo del criminal.
Cuando el avión tomó tierra, su presentimiento se convirtió en certeza. Había llegado al límite de la angustia: la luz lo esperaba, la verdad iba a coincidir con la fama, la riqueza y, por fin, la paz.
A las seis de la mañana, el aeropuerto de Roissy se asemeja a los cuadros metafísicos de Giorgio De Chirico. Inmensa rotonda desierta, donde la existencia parece perder todo punto de referencia, toda legitimidad. Un gran vacío en forma de concha, donde la vacuidad del ser resuena interminablemente.
Su bolsa fue una de las primeras en aparecer en la cinta transportadora: privilegio de las primeras y de las business. La cogió y salió a la incierta luz del día. A bordo del taxi, el efecto de harapos se reforzó. La luz lúgubre parecía impregnar los cristales. A lo largo de la autopista se extendían llanuras, descampados olvidados, campos de batalla sin cadáveres. Había experimentado muchas veces esa sensación de fin del mundo después de un largo viaje, al amanecer. El presentimiento de que había sucedido algo durante su ausencia. Una guerra atómica, un terremoto. Tan solo quedaban en pie las vallas publicitarias, últimas convulsiones de un mundo acabado.