– Si es cuestión de dinero…
– El dinero no tiene nada que ver con esto.
Renata echó el busto hacia atrás en el asiento, adoptando una posición regia. Sus labios carnosos y oscuros le daban un aire enfurruñado.
– Entonces, ¿qué?
– El proyecto ya no me interesa, eso es todo.
– Es una lástima. Una verdadera lástima.
Maquinalmente, hojeó la sinopsis que Marc le había enviado desde el aeropuerto de Bangkok. ¿Por qué se había precipitado ese día?
– Es un éxito seguro. Sin contar con su personalidad…
– ¿Qué pasa con mi personalidad?
– Ya sabe…
– No. No sé.
– Tiene usted un pasado… movido. Antiguo paparazzo. Cazador de escándalos. Y ahora especialista en sucesos. Todo eso daría una credibilidad suplementaria al libro.
– No es un documento.
Ella sonrió; el labio superior sobresalía respecto al inferior.
– Por supuesto. Pero está claro en qué se ha inspirado.
A Marc se le heló la sangre.
– ¿Qué quiere decir?
– Ese asesino buceador que detuvieron en Malaisia. Se ha inspirado en él, ¿no?
Esa simple evocación hizo que se le revolvieran las tripas. ¿Cómo había podido imaginar que no establecerían la relación?
– Si lo que le da miedo es él -continuó Renata-, muy pronto Reverdi no será más que un recuerdo. -La corpulenta mujer empujó un periódico hacia él-: Le Monde de hoy. Reverdi no tiene ninguna posibilidad de escapar a la pena capital. Su abogado se ha suicidado.
Marc estuvo a punto de caerse de la silla. El titular ocupaba la columna de la izquierda del periódico, en la primera página. Solo leyó las líneas que introducían el artículo. Jimmy Wong-Fat se había ahorcado en el cobertizo de su padre, en las Cameron Highlands, durante el fin de semana.
No sabía cómo interpretar la noticia. Solo surgían destellos de recuerdos. Las mariposas. Las colmenas. El rostro de Wong-Fat padre, acribillado de insectos, gritando: «¡Quiero que muera!».
Un penetrante perfume de almizcle lo envolvió. Renata se había inclinado hacia él.
– Con un poco de suerte -dijo con su voz grave-, podríamos publicar la novela en el momento de la ejecución.
Marc retrocedió para salir de su parálisis. El instinto le decía por qué el abogado había puesto fin a su vida. Reverdi se había ensañado con él y seguramente había renunciado a sus servicios. El hijo de papá pervertido, que esperaba una «iniciación», solo se había hecho merecedor de su cólera. Y esa cólera tenía una sola motivación: la ausencia de noticias de Élisabeth.
Su traición.
Estaba seguro: Reverdi era responsable de ese suicidio. Era capaz de matar a distancia. A través de los muros de la prisión. ¿Llegaría su poder a alcanzarlo a él?
Marc empujó el periódico hacia su interlocutora.
– Lo siento, Renata. No escribiré ese libro.
69
Una semana más tarde había cambiado de opinión.
Renata lo había llamado cerca de diez veces. Había subido su oferta económica hasta cincuenta mil euros. Una cifra extraordinaria: por los otros libros, Marc nunca había cobrado más de diez mil euros. Semejante suma daba una idea de las expectativas de la editora.
Pero el dinero no tenía nada que ver con su decisión.
Durante esos días, se había sumergido de nuevo en las noticias sobre Reverdi, que había reaparecido tras el suicidio de Wong-Fat. Había leído todos los artículos. Se había puesto en contacto con los corresponsales y los periodistas que conocía en Kuala Lumpur sin decir una sola palabra de su paso por Malaisia.
Incluso había elaborado una subcarpeta dedicada a Jimmy y obtenido los detalles de su acto decisivo. El abogado había vuelto a casa de su padre, en las montañas de las Cameron Highlands, el domingo 8 de junio. Se había ahorcado en el almacén. Marc podía imaginar el local lleno de mariposas, escarabajos y escorpiones. Un lugar de pesadilla para una muerte sórdida. No había dejado nada escrito y nadie había podido encontrar el expediente que había preparado para la defensa de Jacques Reverdi.
Marc también se había enterado de que el jefe de seguridad de Kanara, un tal Raman, había sido asesinado unos días antes. Según los periodistas malayos, recaían fuertes sospechas sobre Reverdi, pero no se había podido aportar ninguna prueba. ¿Otro gesto de cólera? No: en ese momento, Jacques no tenía ningún motivo para sospechar la traición de Élisabeth. En cambio, Marc recordaba que el 3 de junio había informado a Élisabeth de que iba a haber «follón» en la cárcel. Así pues, sabía que se cometería el asesinato de Raman. ¿Lo sabía porque él era el autor?
Pero la información decisiva no era esa. Jacques Reverdi no caminaba hacia la muerte, corría hacia ella. Se había negado a que lo asistiera otro abogado y, según los periodistas del News Straits Times y del Star, se había sumido en un mutismo total que nadie se explicaba. Solo se relacionaba con las personalidades religiosas de la prisión: imames y predicadores musulmanes. Al mismo tiempo, la instrucción preliminar estaba tocando a su fin. Y apuntaba claramente a su culpabilidad.
Así pues, Marc no tenía nada que temer del monstruo. Tampoco había ningún riesgo de que descubriera, de una u otra forma, el engaño de la cara. Encerrado en su silencio y rodeado de rigoristas del islam, Reverdi se hallaba apartado para siempre del mundo exterior.
De modo que decidió llevar su proyecto hasta el final.
Y se puso a trabajar, todo el verano.
Primero en su estudio.
Después en una casa del sur de Francia que le prestó Renata.
Sus notas, precisas, apasionadas, le permitieron avanzar con gran rapidez. Más de veinte páginas al día. Marc escribía en un permanente estado de trance. De vez en cuando paraba y releía: se asustaba a sí mismo. A lo largo de los capítulos, se identificaba con el asesino. Se recreaba en los detalles violentos y sádicos de los crímenes. El tono utilizado alcanzaba la sinceridad de un diario íntimo. En esos momentos se acordaba de Patang, de su crisis, de su búsqueda de prostitutas a través de las calles…
Sin embargo, pese a esa identificación, Marc se sentía decepcionado. No había captado lo esenciaclass="underline" la esencia misma de la pulsión criminal. El goce. Había cruzado, en cierto modo, la línea negra. Pero, a pesar de ese éxito, seguía siendo ajeno a ese deseo de destrucción, a esa sed de sufrimiento. Simplemente se había acercado al horror, sin comprenderlo ni experimentarlo. Seguía sin sentir el placer del mal, la ebullición de la sangre.
¿No debería haberse alegrado de ello?
Le producía, por el contrario, una extraña amargura. No había terminado su misión. No había ido tan lejos como habría debido, en nombre de Sophie.
A finales de julio tenía entre las manos una primera versión.
Durante dos meses había permanecido totalmente indiferente a la realidad. Ni el calor que abrasaba a Europa ni la muerte de Marie Trintignant de resultas de los malos tratos de su amante habían atraído lo más mínimo su atención.
Marc se movía ahora en otro mundo.
Estaba escribiendo Sangre negra, la historia de un asesino apneísta.
Había conservado a grandes rasgos la intriga de la sinopsis.
La aventura de un periodista solitario que seguía la pista de un asesino en serie a través de Asia. Se había apartado de la historia oficial de Jacques Reverdi, pero había conservado dos elementos clave que tendían un puente directo con el asesino reaclass="underline" la acción transcurría en el Sudeste Asiático y su asesino era un profesor de submarinismo, antiguo apneísta.