Marc miró las fechas de franqueo. Durante más de tres meses, el asesino enamorado había escrito una carta cada tres días. Estaban ordenadas cronológicamente. No se resistió a la tentación de abrir algunas allí mismo, en la calle.
Empezó por la primera, fechada el 12 de junio:
Amor mío:
No he recibido ningún e-mail tuyo desde hace diez días. Al principio estaba preocupado. Temía que hubieras sufrido un accidente en la última isla. Pero no; habría oído hablar de ello. Seguramente se trata de un fallo técnico. Por una u otra razón, tus mensajes no llegan a mi cuenta de correo. No sé si tú recibes los míos. Para mayor seguridad, vuelvo a escribirte a tu dirección de París…
Marc metió la hoja en el sobre. Abrió la carta siguiente. 15 de junio. Leyó unas líneas escogidas al azar:
… Cada vez comprendo menos tu silencio… ¿Qué pasó en Phuket? ¿Por qué esta ausencia de noticias?…
Tercera carta. 19 de junio. Cambio de tono radicaclass="underline"
… Lo que había tomado por una avería resulta que es una cancelación voluntaria de tu cuenta de correo electrónico…
Marc se saltó varios párrafos y leyó:
… ¿Se trata acaso de un juego? Si lo es, no puedo admitir tu inconsciencia. Ahora sabes quién soy. Sabes que soy yo quien establece las reglas…
Al final del texto, el asesino se ablandaba:
Resulta doloroso no leer ya tus cartas, pero todavía es un placer escribirte, a mano, como al principio…
Marc arrugó la carta. Cogió un sobre de principios de julio. La letra era menos regular:
Élisabeth:
Tu silencio posee ahora un significado que mantengo a distancia. Dos sílabas que me niego a pronunciar. Porque podrían tener consecuencias definitivas, y tú lo sabes. Eres mi elegida. Eres la mujer a la que he escogido. Te concedo un plazo…
Marc fue de nuevo hasta el final de la carta:
… Todavía puedes escribirme a mi dirección electrónica. Hazlo rápido, antes de que sea demasiado tarde. Ni tú ni yo queremos esto.
Renunció a leer otras cartas más recientes. Temblaba de la cabeza a los pies. Miró a su alrededor: transeúntes, coches, tiendas… Lo veía todo en una versión turbia, como en el fondo de un acuario. Él ya no pertenecía a ese mundo normal. Ahora llevaba una marca roja que lo excluía, que lo condenaba.
Se apoyó en una pared y trató de entrar en razón.
¿Qué estaba sucediendo que no había previsto? ¿Acaso no había imaginado mil veces ese enfado? ¿Qué temía exactamente? Una vez más, prestaba poderes sobrenaturales a Jacques Reverdi. Entre rejas no podía hacer nada. Y ni siquiera sabía que Marc Dupeyrat existía.
Unas semanas más tarde, el enemigo sería juzgado y ejecutado.
Caso cerrado.
Ese razonamiento no lo tranquilizó en absoluto. Estrechaba el correo contra su pecho. Tenía que deshacerse de él. Quemar esas cartas. Conjurar la maldición.
72
Cuando el taxi llegó al final del túnel de La Défense, Marc no reconoció nada. Se había equivocado de camino. Allí no iba a encontrar los descampados que habían marcado su infancia. Nanterre había cambiado. Había tantas construcciones, y destacaban tanto, que habían borrado hasta el recuerdo de los terrenos abandonados que él buscaba.
– ¿Adónde vamos exactamente?
– Continúe recto -contestó-. Hasta la plaza de La Boule.
Lo había dicho al azar. Intentaba acordarse de esos barrios. La gran zona de las torres, al norte, que tenían nombres poéticos, como Fuentecillas o Campos de Mirlos, o las torres Aillaud, conocidas como las torres-nubes. El Nanterre antiguo, al oeste, con casas de ladrillo apretadas unas contra otras. Y más allá aún, pasada la prefectura y la universidad, la auténtica tierra de nadie, un gueto plagado de descampados, de urbanizaciones en ruinas, de desguaces y de fábricas abandonadas. A ese barrio era al que él quería ir, cuya zona más famosa se llamaba precisamente La Fohe, la locura.
– ¿Y ahora?
Habían llegado a la plaza de La Boule. La rotonda, sobre la que antes había un puente-tobogán, era ahora tan plana y ordenada como un jardín público. Alrededor, Marc solo veía edificios de cristal azulado, zonas verdes, casas rehabilitadas.
– Vaya hasta la estación de Nanterre-ville. Después ya veremos.
– Después vienen los suburbios.
No esperaba tanto. Observaba ahora las calles donde había crecido, donde sus padres tenían la farmacia. ¿Cuántos años hacía que no había puesto los pies en el cementerio de Mont-Valérien, donde estaban enterrados? Siempre se había sentido distanciado de su familia, de sus propios orígenes. Sin embargo, ahora que quería perderse en la Tierra, encontrar un repliegue secreto en el Universo, se había dirigido espontáneamente a Nanterre.
– Tome el bulevar del Sena.
– ¿Está seguro?
– Siga la dirección de las ciudades Komarov.
El nombre había acudido a sus labios. Las últimas concentraciones urbanas antes del río. El coche pasó bajo el puente del tren y salió a un paisaje inesperado: inmuebles grises, fábricas, vías férreas… Marc recobró la confianza.
– Necesito gasolina.
El taxista le lanzó una mirada recelosa.
– Me he quedado sin nada -explicó Marc-. Tengo el coche más lejos. Busque un surtidor.
El taxi se detuvo en una gasolinera. Marc compró una lata y la llenó. En ese momento estalló una tormenta. Una lenta marea negra invadía el horizonte. Las nubes se estrellaban unas contra otras, lo que producía chispas malsanas de tonalidades de hematoma. Marc pensó en la isla de los muertos, cuando el monzón lo había acompañado en su último periplo. «Otra señal», se dijo.
Cogió un encendedor del expositor que estaba junto a la caja y pagó la cuenta. Después volvió corriendo al taxi mientras empezaba a llover.
– Continúe recto y coja la primera a la derecha.
Sus recuerdos se precisaban. De pequeño iba allí con otros niños, otros hijos de burgueses, para pasar miedo y para molestar a los perros y a los pobres.
El bulevar del Sena acababa en una calle desierta, delimitada por un lado por inmensas cubas y por el otro por casitas con las ventanas condenadas. Todo estaba intacto. Una Corte de los Milagros sin milagro…
Cuando vio las cubas negruzcas de las ciudades Komarov, ordenó:
– Pare aquí.
El taxista se mostraba cada vez más escéptico.
– Se lo advierto, no le espero.
Mientras le pagaba, Marc le repitió que tenía el coche aparcado un poco más lejos. Cuando bajó, la lluvia arreciaba. Densa, sombría, aceitosa. Se mezclaba con un polvo rojizo que subía del suelo al caer las gotas.
Dejó atrás los edificios de puertas desvencijadas y entró en la callejuela. Anduvo casi diez minutos, con los sobres en una mano y la lata de gasolina en la otra. Bordeaba una pared ciega, cubierta de pintadas y de anuncios de contactos rosa. Al fondo, el limo gris del Sena lo esperaba.
Llegó a una barrera roja y blanca en la que habían escrito con rotulador, con letras apretadas: «Señor, te pido perdón por mis pecados». Muy apropiado.
Pasó por debajo del obstáculo y se acercó a la orilla. Un camino de sirga, una franja de tierra estrecha y desierta. Enfrente, los espesos bosques de la isla Saint-Martin. El aislamiento del lugar, en plena ciudad, era sorprendente: una mezcla de pleno campo y abandono industrial. Estaba en ninguna parte y había llegado.
Bajó siguiendo el curso del río y continuó andando después de pasar unas enormes plataformas de amarre. Al otro lado, una gabarra herrumbrosa albergaba a unos okupas, cuyos perros ladraban bajo la lluvia. Era la única presencia viva en un kilómetro a la redonda. Se alejó y descubrió una «central de incendio», un edificio sin ventanas cuyos pilotes se hundían en el agua. Se metió bajo la estructura y se refugió al pie de uno de los pilares.