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A finales del mes de julio, con motivo de una sesión de fotos, había interrogado discretamente a Vincent: Marc se había encerrado en alguna parte, en el sur, para terminar un libro. ¿Qué libro? Vincent no lo sabía. Lo principal era otra cosa: Marc tenía una excusa. Un caso de fuerza mayor. No había que molestar al «artista».

Ahora era oficiaclass="underline" Marc Dupeyrat había escrito una obra de ficción, Sangre negra, que estaba en boca de todos. Jadiya se estremecía ante la idea de felicitarlo. Había decidido hacer borrón y cuenta nueva. Olvidar su actitud desagradable, su silencio, su grosería, y retener un solo gesto: el robo de la polaroid la primavera pasada. Había repasado tantas veces esa escena que aquellos segundos estaban más gastados en su mente que las cintas de vídeo de películas egipcias.

Jadiya se abría paso a codazos entre el gentío. Estaba impaciente por ver al hombre metamorfoseado en escritor. ¿No había cambiado ella también? Todas las semanas aparecía en las páginas de papel satinado de las revistas, caminaba por las pasarelas. Hasta le habían ofrecido varios contratos en exclusiva con grandes marcas de perfumes y de productos cosméticos.

Se había mudado a un piso de cuatro habitaciones, que había escogido expresamente en el inmueble donde había pasado tres años de su vida prisionera en un cuarto de criada. También se había sacado el carnet de conducir y había decidido posponer hasta el año siguiente la presentación de la tesis. El dinero estaba ahí; había que cogerlo. Freud y Lévi-Strauss podían esperar.

Sí: Marc y ella habían recorrido un buen trecho.

Había llegado el momento de encontrarse… en la cima.

Pero ¿dónde se había metido?

Marc, un poco apartado, marcaba el ritmo con la cabeza y contemplaba el decorado. Por encima de la multitud se alzaba un estrado donde se recortaban, como sombras chinescas, unos bailarines. Un verdadero teatro balinés. Un detalle completaba el encantamiento: enormes ventiladores movían las siluetas como si fuesen figuritas de papel. A la derecha, dominando el escenario, un DJ parecía sacar brillo a sus aparatos con los codos; esa noche apostaba por los años ochenta y ametrallaba la sala con grandes éxitos llenos de viejos sintetizadores gorgoteantes y de voces agudas.

El champán empezaba a hacer efecto. Marc contempló los rostros. No reconocía a nadie. Normaclass="underline" Renata se había ocupado de todo. Había invitado a las grandes figuras del mundo editorial y a las celebridades de la jet-set. Y él era completamente ajeno a los círculos literarios y hacía mucho tiempo que había dejado de seguir las evoluciones de los famosos.

Sin embargo, de pronto reconoció una cara. Y luego otra. Y otra más. Aquello no encajaba: esos tipos eran colegas. Cronistas judiciales, periodistas de sucesos, fotógrafos de la actualidad. ¿Qué puñetas hacían allí? Vio incluso a Verghens, al que él no había invitado.

Buscó a Renata Santi y la encontró charlando con un grupo de gente junto al bufé. La agarró de un brazo y la llevó aparte.

– ¿Qué significa esto? -gritó-. Me había dicho que sería un cóctel literario y están todos los carroñeros de París, los especialistas en sucesos. Habíamos quedado en no establecer ninguna relación con Reverdi.

Renata puso cara de disgusto y se desasió.

– Yo no he tenido nada que ver con eso, se lo aseguro. Debe de haberse colado algún nombre…

– ¿Me toma por idiota? Mi libro es una novela. ¡Maldita sea, es ficción! ¡No tiene nada que ver con la realidad!

Renata cambió de expresión.

– Es usted un aguafiestas -dijo, sonriendo y asiéndolo del brazo ahora ella a él-. Están todos muertos de envidia. Usted ha conseguido lo que ninguno de ellos ha sido capaz de hacer. Ha transformado su experiencia en creación artística. Ha tenido la suficiente imaginación para escribir una novela. Una novela de verdad.

Marc sintió un desagradable escalofrío. Se liberó de las manos de Renata y se perdió entre la multitud. Los hombros, los codos, las telas lo rozaban. Se acordó de la jungla de Tailandia. Las hojas de bambú. La miel dorada fundiéndose bajo la llama antes de que el cuchillo…

Se puso de puntillas para ver la barra.

Una copa. Urgentemente.

Jadiya continuaba avanzando con dificultad.

Conocía a mucha gente, al menos de vista. Identificaba a las estrellas, las personalidades de moda, las caras que veía en Gala y en Voici. Hacía frente a esa cadencia regular de sonrisas, que le llegaban como chispas electrostáticas y que ella devolvía inmediatamente por la misma vía volátil.

Había también personalidades intelectuales. Filósofos, sociólogos, escritores a los que jamás hubiera pensado que podría conocer. Estos le sonreían y alzaban su copa hacia ella. Una lección de la vida: es más fácil acceder a esos hombres brillantes siendo una modelo famosa que una doctora en filosofía. Ese detalle la animaba a mantener su línea de ataque. Debía utilizar su cuerpo como si fuera un arma.

Una sombra gigante le cerró el paso. Un repentino eclipse oscureció su visión.

– ¿Dónde estabas? -gritó Vincent-. Llevo diez minutos buscándote.

Llevaba una copa burbujeante en cada mano. Jadiya le gritó al oído:

– Estaba admirando todo esto. Es una maravilla, ¿no?

– Genial. -Le tendió una copa-. ¿Champán?

Ella no bebía nunca. No por el islam, pues no lo practicaba, sino por sus padres, demasiado familiarizados con el alcohol. Dijo que no con la cabeza, pero luego pensó en Marc.

Ante la idea de verlo, cogió la copa y la vació de un trago.

– ¿Bailamos?

Tercer whisky.

Con el vaso en la mano y apoyado en una columna, Marc seguía respondiendo a las sonrisas y a las felicitaciones con un ademán de cabeza, pero su entusiasmo se había esfumado. Afortunadamente, la música impedía entablar conversación. Estaba asombrado por la velocidad a la que la angustia se había apoderado de nuevo de él. Una simple alusión a la realidad -el juicio, Reverdi-, y se había echado a temblar como un epiléptico. Esa sensación de seguridad que había experimentado las últimas semanas era una fina capa de barniz. Jacques Reverdi no había desaparecido de su vida, no desaparecería nunca.

Un hombre se inclinó hacia éclass="underline"

– No me gustan los chivatos.

– ¿Qué?

– Decía que hay un ambiente de miedo.

Marc asintió, con la respiración entrecortada. Bebió un trago de whisky. El ritmo de la música se hacía trepidante, lo llenaba, lo invadía a medida que la quemazón del alcohol pasaba a sus venas.

Otro invitado lo agarró de un hombro:

No me gustaría estar en tu lugar.

– ¿Eh?

– Me han hablado de un buen montaje.

Marc retrocedió. Veía los semblantes pálidos: carnaval de máscaras crispadas bajo la luz, jirones de piel marchita pegados a los huesos. Los focos estroboscópicos congelaban las expresiones, exageraban los rasgos, troceaban las figuras. Miró su vaso; destellos dorados corrían entre sus dedos. Consideró el objeto como un talismán, fuente de sus alucinaciones; luego bebió otro trago. Ya no oía nada y empezaba a hundirse en el terror puro.

En ese instante la vio.

Su silueta ondeaba a través del soplo de los ventiladores. Su cuerpo se bamboleaba, mientras que sus cabellos morenos y las pulseras en sus muñecas se balanceaban a contratiempo. Ese movimiento parecía aislar, cristalizar la oscilación de sus caderas, lanzando reflejos metálicos. Marc pensó en un tamiz de arena que solo retenía unas pepitas de oro en suspensión.

Se acordó de esos pintores del siglo xix que añadían una vértebra a la espalda de sus figuras para afinar su fluidez, su gracia. ¿Cuántas vértebras le habían añadido a Jadiya? Estaba hipnotizado. Seguía mirándola mover las caderas, apoyarse ligeramente en el talón izquierdo y luego en el derecho creando un anillo de Venus alrededor de su cintura, mientras que en el extremo de sus finos brazos los aros de plata iban y venían como los platos de una balanza muy antigua.