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Otra imagen surgió ante sus ojos. Jadiya se agitaba ahora en una silla -una picota embadurnada con miel- y se clavaba las ataduras en la carne. Sus heridas suturadas se hinchaban al tensar ella el cuerpo para respirar. De repente, su carne morena se abrió por todas partes, empezó a expulsar tinta negra y a presentar escarificaciones fatales…

Marc bajó los ojos y vio su reflejo deforme en el vaso vacío. Había atizado el deseo de un criminal gracias a la imagen de esa morena enloquecedora. Se la había ofrecido a un asesino loco. Y al mismo tiempo, durante semanas, había sido «ella», había pensado, actuado, escrito como ella.

El vaso se hizo añicos entre sus dedos, demasiado apretados.

Atónito, miró correr la sangre por la palma de su mano.

Había sido «ella».

Y ahora se daba cuenta de que la amaba.

Desde lo alto del estrado, y pese a los focos que la deslumbraban, distinguió al pelirrojo bajito en una esquina. Triste como un chiquillo abandonado.

Bajó al suelo de un salto. Estuvo a punto de caer y tomó conciencia de su embriaguez: tacones de aguja y champán, una ecuación que rozaba el desastre. Sin embargo, antes de atacar a su presa, se abrió camino hasta la barra y le quitó de las manos a un camarero otra copa. Sosteniéndola por encima del gentío, logró volver sobre sus pasos sin derramar ni una gota.

A unos metros de Marc, se puso detrás de una columna y luego surgió del escondrijo a su espalda.

– ¡Hola! -dijo, rompiendo a reír.

Marc se dio media vuelta sin decir una palabra. Parecía hostil.

– ¡Tan amable como siempre! -Jadiya rió y se apoyó en su hombro para no caerse-. Hace tiempo que quiero decirte una cosa -le gritó al oído-. Eres realmente desagradable.

La joven rió de nuevo y vació la copa de un trago. A través de su conciencia brumosa, todo aquello le parecía condenadamente divertido. Él la miró fuera de sí:

– ¿Has bebido o qué?

– En todo caso, lo intento. Solo he conseguido llegar a la barra dos veces en una hora.

Volvió a reír, pero Marc estaba siniestro. Él cogió la botella de whisky que estaba sobre una mesa y llenó la copa de Jadiya con una especie de rabia contenida. La visión de esa bebida densa en su ligera copa le pareció obscena. La joven tuvo un súbito destello de lucidez: todo aquello era lúgubre, mortífero.

Una sensación de deriva se apoderó de ella. Había soñado con otra cosa para su reencuentro. Las lágrimas afloraron a sus ojos mientras el suelo oscilaba bajo sus pies. Tenía la impresión de que el almacén se había separado de la tierra y flotaba sobre el Sena. Bebió un trago caliente y se irguió, buscando la columna a su espalda.

– ¿Sabes que Vincent y yo también tenemos una cosa que celebrar?

– ¿Qué?

– Otra campaña de Élégie, ahora más amplia.

Marc la agarró de la muñeca con tanta fuerza que casi le clavaba las pulseras en la carne.

– No será en el extranjero…

Jadiya se liberó y bajó los ojos: tenía el brazo manchado de sangre.

– ¿Qué es esto?

Marc la agarró de nuevo de la muñeca. Esta vez ella notó el contacto pegajoso de la hemoglobina: estaba herido.

– ¿En el extranjero? -repitió Marc.

«Este tipo está loco», pensó ella. En cuestión de un segundo, lo detestó.

– Gran campaña en Asia, guapo -le escupió a la cara-. Japón, China, Tailandia, Malaisia. Para quitar el hipo. Y eso sin hablar de la pasta… -Cambió de tono y dijo con voz llorosa-: ¡Marc! ¡Marc! ¿Adónde vas?

74

Al primer timbrazo, Marc abrió los ojos: estaba en su cama. Era un milagro. No tenía ni idea de cómo había vuelto a casa. Esbozó un gesto y vio su mano vendada. Segundo milagro. Ni el menor recuerdo de haber ido al hospital, ni siquiera de haber visto a un médico esa noche de pesadilla.

Otro timbrazo.

Intentó moverse y tomó conciencia de su metamorfosis. Su cráneo -no solo la pared ósea, sino también la membrana y el cerebro- se había transformado en piedra. Su cabeza, de una pesadez y una dureza increíbles, estaba aplastada contra la almohada, hundida por su propia masa. Su nuca jamás tendría la fuerza suficiente para levantar semejante peso.

Otro timbrazo.

Cercano, estridente, insoportable. La imagen de Jadiya se formó en su mente. Bailaba en el escenario, su cuerpo ondeaba de una forma misteriosa. A guisa de comentario, oía su voz dirigiéndose a éclass="underline" «Eres realmente desagradable».

Cuarto timbrazo.

Ahora podía pestañear. Estaba volviendo a la vida. Solo necesitó unos segundos para recordar la catástrofe anunciada por Jadiya. Iban a hacer una campaña de Élégie en Asia. La pesadilla no tenía fin. El rostro de Élisabeth iba a llegar hasta la celda de Jacques Reverdi. Imposible que no lo viera.

Podía sentir por anticipado toda su cólera. La veía elevarse, igual que se presiente en el desierto la llegada del harmatán. Una humareda lenta, oscura, envenenada, a ras del horizonte. Una rabia que muy pronto se abatiría sobre él y lo aplastaría como si fuese un insecto.

Marc consiguió moverse imperceptiblemente. Al cabo de un rato -interminable-, dejó caer el peso del cuerpo hacia un lado y se dobló en dos, como un soldado herido en el vientre. Le pareció que ese movimiento trasegaba un charco de whisky en el fondo de sus tripas. No solo tenía resaca, sino además el hígado hecho polvo.

Los timbrazos no paraban.

Se apoyó en un codo y alargó el otro brazo. El sol llenaba de rayos oblicuos el estudio. ¿Qué hora era? Descolgó el teléfono.

– ¿Sí?

– Verghens.

La voz atravesó varias capas de bruma antes de llegar a la zona apropiada del cerebro. Marc recordó que el periodista estaba en la fiesta.

– ¿Qué pasa? -dijo.

– Espero no haberte despertado. -El tono estaba cargado de ironía-. Encantadora, tu fiestecita. Pero vas a tener que espabilar. Tengo trabajo para ti.

Marc recobró una pizca de lucidez.

– Ya no escribo artículos -dijo con voz de papel de lija.

– Ya sé que eres un intelectual, colega, pero se trata de un caso de fuerza mayor. Una necro.

– ¿Quién?

Verghens suspiró y dejó pasar unos segundos. Era lo que hacía siempre en las reuniones de redacción: retener la información, crear suspense.

– Reverdi murió ayer -soltó por fin-. A las cuatro de la tarde, hora malaya. La noticia llegó anoche.

Marc se deslizó hasta el suelo y notó la superficie dura del parquet. Reverdi no podía haber sido ejecutado; ni siquiera lo habían juzgado.

– ¿Cómo?

– Un accidente de tráfico. El coche que lo llevaba al sur para la reconstrucción se salió de la carretera en un puente. Rompió la barandilla y cayó al río.

Una cortina de hielo cayó sobre su conciencia. Ahora estaba absolutamente lúcido. La presencia del agua solo significaba una cosa: Jacques Reverdi estaba vivo.

– ¿Han encontrado el cuerpo? -preguntó.

– Todavía no. Solo los de los guardias. Están dragando el río. Pero parece ser que hay una corriente muy fuerte y… ¿Qué pasa? ¿No estás bien?

Marc tardó en darse cuenta de que estaba riendo. Su risa se elevaba, se amplificaba, explotaba en su garganta. Todo aquello le parecía tan cómico… Su historia, su impostura, sus mentiras…, y ahora su éxito, ahí, inminente, que iba a serle arrebatado por la maldición que pesaba sobre él.

Porque ya no le cabía la menor duda.

Jacques Reverdi, con la complicidad del río, se había escapado.

Y se dirigía hacia él.