No hubo respuesta.
Pegó el oído a la puerta. Ningún ruido. Volvió a llamar. ¿Lo habría pillado en pleno «cambio de aceite»? Una vaharada ácida le quemó la garganta. Llamó más fuerte, con el puño. Luego observó la cerradura: un modelo de seguridad sencillo con sistema de cilindro.
Apoyó la palma de la mano en la parte superior de la puerta y empujó. Se abrió una rendija: no estaba cerrada con llave. Marc se sacó del bolsillo una simple tarjeta de visita y la introdujo bajo el pestillo. Al mismo tiempo, empujó con el hombro y levantó la puerta de sus goznes. El mecanismo se abrió.
Inmediatamente, un olor singular penetró en sus fosas nasales.
Una mezcla de comida y metal.
Sangre.
Pensó en la hemodiálisis. Sabía en qué consistía la operación: filtrar la propia sangre haciéndola circular a través de varías membranas. Si Alain la había realizado ese día, no era de extrañar que en la casa flotara ese hedor. Sin embargo, el miedo no lo abandonaba. Avanzó por el vestíbulo. Los latidos de su corazón llevaban una cadencia discreta que aumentaba en un crescendo, a la manera del Bolero de Ravel.
Vio una pequeña estancia con aspecto de casa de muñecas. Papel pintado a rayas; sofá de flores, mesa baja, objetos decorativos en una vitrina; libros de idéntica encuadernación, seguramente comprados por correo. Siguió el pasillo. A la izquierda, la cocina. A la derecha, el dormitorio. Vacíos. Al fondo, una puerta entreabierta que dejaba ver unos azulejos blancos: el cuarto de baño.
El olor tenía ahora la intensidad de la pintura recién aplicada.
Todas sus alarmas estaban encendidas.
Con dos dedos, empujó la puerta y tuvo que apoyarse en el marco.
Era el día de la diálisis, efectivamente.
Pero alguien había prestado una considerable ayuda a Alain.
Estaba desnudo, atado a un sillón con cuerda de tender y cable de antena. A su lado, un equipo compuesto por un largo tubo, contadores de cuarzo y dos bombas: el aparato de filtrar la sangre.
Habían cortado el conducto que partía de la sangradura del brazo del vietnamita y lo habían desviado, como si fuese una manguera, hacia unos recipientes colocados a sus pies. Tarros de especias. Frascos de salsa agridulce. Botellas rotas de agua mineral. Todos habían sido vaciados de su contenido y vueltos a llenar hasta los topes, rebosantes, pegajosos.
Marc retrocedió hacia una esquina.
Iba a tener que revisar a fondo sus cuentas.
Porque Jacques Reverdi ya estaba en París.
Marc visualizaba la escena. Mientras interrogaba a su víctima, el predador mantenía el pulgar en el extremo del tubo cortado a fin de taponarlo. Si Alain no respondía, liberaba el flujo y llenaba un recipiente. Otra pregunta, otro frasco. Y así sucesivamente.
Pero Reverdi había ido más allá.
Después de haber obtenido las respuestas a sus preguntas, le había metido a Alain el tubo en la garganta, obligándole a beber su propia sangre. El vietnamita había muerto ahogado por el brebaje. La sangre todavía fresca le salía por la boca, la nariz y las orejas. Tenía la cara abotargada, las mejillas hinchadas, las sienes abombadas.
Al acercarse, Marc constató que la máquina estaba todavía en marcha: los últimos centilitros, empujados por la presión, continuaban penetrando en el cerebro de Alain. Ese rostro no iba a tardar en estallar.
Marc estaba asombrado de conservar la lucidez. Solo la urgencia lo mantenía en pie. ¿Qué había podido decir el empleado de correos? No gran cosa, salvo que era un hombre quien iba a buscar el correo de Élisabeth. Por lo demás, Alain solo sabía el nombre de pila de Marc. Solo le había pedido una vez el pasaporte, cuando había hecho el «contrato de reenvío», ocho meses antes. Era imposible que se acordara de nada.
Marc contaba, pues, con algo de tiempo. Retrocedió con precaución, tratando de recordar si había tocado algo. No. Un antiguo reflejo de fisgón que no deja nunca huellas.
En la puerta del cuarto de baño, se dijo que debería parar la máquina para evitar el último ultraje. Volvió sobre sus pasos, pero cuando llegó ante los botones se quedó parado. No tenía ni idea de cómo funcionaba el sistema y, ante la idea de cometer un error -aumentar la presión, por ejemplo, y provocar la explosión del cráneo-, prefirió renunciar.
Abrió la puerta de entrada cubriéndose la mano con la manga y echó un vistazo al rellano: nadie. Antes de huir, buscó en su memoria una oración -unas simples palabras- para pedir perdón a Alain.
No encontró nada.
Abandonó al vietnamita sometido a la presión.
77
Por prudencia, tomó la escalera y bajó un piso a pie. En el undécimo, llamó al ascensor. Una vez dentro de la cabina, se derrumbó. Se dejó caer al suelo, con la espalda apoyada en la pared de hierro, y se puso a llorar. Estaba perdido y, lo sabía, virtualmente muerto. Ni siquiera trataba de imaginar los sufrimientos que le esperaban.
Las puertas se abrieron en la quinta planta. Marc apenas tuvo tiempo de ponerse de pie. Entraron dos adolescentes chinos riendo. Marc se apoyó en la pared del fondo, conteniendo la respiración y el llanto. Los chavales salieron en la planta baja sin dirigirle una mirada. Él dejó que las puertas se cerraran. La cabina continuó bajando. Se dio cuenta de que el edificio era tan enorme que tenía otra planta baja.
Cuando las puertas se abrieron de nuevo, vio una galería comercial que daba a unos jardines a cielo abierto. Avanzó unos pasos y abrió los ojos con asombro. En un piso, había sido propulsado a Hong Kong o a Pekín. Todos los rostros eran chinos. Todas las voces eran chinas. Las luces de neón dibujaban caligrafías en rojo, azul y amarillo. Olores a comida, cargados de ajo y de soja, flotaban en el aire.
Marc vacilaba. Un hombre lo empujó. Se encontró pegado al escaparate de una tienda de CD y DVD. Unas pantallas acústicas difundían una melodía romántica. Estaba paralizado, con los brazos en cruz.
Haciendo un esfuerzo, echó de nuevo a andar, perseguido por la voz estridente de la canción. Sus ojos le evitaban los obstáculos, pero no analizaban ni las caras ni los objetos que veían. Avanzaba como un sonámbulo, sin que ningún detalle le suscitara el menor pensamiento o reacción.
Tomó conciencia de que había dejado de andar. Delante de él, cuatro ejemplares del mismo libro ocupaban el lugar de honor en un escaparate. En la cubierta se leía, sobre fondo negro, el título en letras rojas: SANGRE NEGRA. En otro espacio-tiempo, Marc se habría sentido satisfecho… o emocionado por ese espectáculo.
Pero en ese momento no estaba ni satisfecho ni emocionado.
Simplemente, aterrorizado.
¿Había pasado Jacques Reverdi por esa galería comercial al salir del apartamento de Alain? ¿Había visto el libro? ¿ Cuánto tiempo había necesitado para comprenderlo todo? Marc no ponía en duda que el empleado de correos hubiera dicho su nombre de pila. Gracias a la novela, Reverdi tenía también su apellido.
Marc echó a andar deprisa bajo las bóvedas. No había dado dos pasos cuando recibió otro choque. Un puñetazo en el hígado. En el escaparate de una perfumería, el rostro de Jadiya lo miraba.
Se acercó tambaleándose. Era un cartel de cartón sobre un soporte. Marc no ponía nunca los pies en una perfumería, de modo que no sabía que la campaña de publicidad de Élégie se había ampliado a los puntos de venta.
¿Había visto ya Reverdi a Élisabeth en un escaparate?
Intentó reanudar la marcha, acorralado entre la cubierta de su libro y los carteles de Jadiya. Se veía como un trampero prisionero de su propia trampa, con unos dientes de acero clavados en la pierna.
Se Volvió bruscamente; le parecía haber visto, reflejada en el escaparate, la figura de un hombre con la cabeza rapada. Un hombre que podría ser Reverdi. No, no había nadie. En cualquier caso, ningún occidental.
En ese momento tuvo un destello de lucidez.