– ¡Marc! ¿Qué tal va todo?
Él dirigió una mirada a las órbitas vacías de Vincent, a la inscripción sangrienta, a las fotos de Jadiya manchadas.
– Va -dijo.
– ¿Qué querías?
Marc se volvió de espaldas a la carnicería e imprimió firmeza a su voz.
– Busco a Jadiya.
– Vaya, vaya… -dijo la maquilladora.
– ¿Sabes dónde está?
– Conmigo. Estamos en plena sesión.
El alivio le arrancó algo, muy lejos, en el fondo del pecho.
– ¿Dónde estáis?
– En el estudio Daguerre.
– ¿Cuál es la dirección?
– Calle Daguerre, número 56, pero…
– Voy para allá.
– Aún tenemos para rato y…
– Voy para allá.
Marc iba a colgar, pero antes preguntó:
– ¿La ha llamado alguien esta tarde al móvil?
– Ni idea. ¿Por qué?
– Escúchame bien: hasta que yo llegue, que no conteste al teléfono ni escuche los mensajes. Que no se acerque nadie a ella salvo los cámaras, ¿entendido?
– Estás volviéndote muy posesivo -dijo Marine en tono burlón-. Le va a encantar.
79
El plató del estudio estaba totalmente rodeado de pantallas reflectantes. Altas planchas de aluminio que devolvían destellos quebrados, reflejos de nave espacial en toda la habitación.
Ese decorado deslumbrante parecía plantear enormes problemas técnicos. Cinco ayudantes corrían en todas direcciones y no había ni un solo foco dirigido hacia el plató, sino que todos estaban orientados hacia otros puntos con objeto de obtener una iluminación indirecta.
En el estudio reinaba un silencio sepulcral. Una sesión fotográfica de profesionales. Una reunión de expertos. Marc avanzó unos pasos, lo más discretamente posible, hasta el límite de la claridad cegadora.
Jadiya estaba allí, sola, bajo la luz blanca.
Vestida con un mono de malla plateado, parecía una criatura extraterrestre recién llegada del planeta Perfección. Un planeta cuyos habitantes tenían medidas ideales, en el que toda actitud semejaba un río de gracia translúcido.
– Okey. Volvemos a la posición de antes. ¿Está bien la luz así?
Marc acusó el golpe. La simple voz del fotógrafo dando órdenes en la penumbra le recordó a su amigo. Había ido tantas veces a su estudio… Vincent dirigiendo sus fotos difuminadas a golpe de comentarios filosóficos de tres al cuarto. Vincent riendo mientras abría una lata de cerveza. Vincent sacando fotos impúdicas del bolsillo de sus pantalones arrugados. Marc contuvo la respiración para no llorar y se concentró en Jadiya.
Estaba con las manos en las caderas y las piernas separadas, a la manera de una chica James Bond de los años setenta. Parecía plantarle cara al halo blanco que la rodeaba y consumía los bordes de su silueta.
– Ahora avanza un paso. Colócate de tres cuartos. Eso es. Sonríe. Con una pizca de arrogancia…
La expresión solicitada apareció en sus labios claros. Esa sonrisa tenía una incidencia directa, poderosa, en una parte profunda de sí misma, una membrana ancestral, olvidada. Como esas sondas que se pierden en las tinieblas de la Tierra y descubren bolsas llenas de líquidos fósiles todavía palpitantes.
– Perfecto. De cara otra vez. El cuerpo ligeramente arqueado.
Jadiya obedeció. La curva de la espalda se hizo más pronunciada. El movimiento habría podido ser vulgar, incitador, pero en este caso era una indolencia natural que parecía descender desde la sonrisa hasta las ramificaciones más ínfimas de los miembros. Marc apenas podía reprimirse; tenía ganas de meterse en el plató, cogerla de la mano y huir con ella. Había que esconder ese tesoro antes de que fuese demasiado tarde.
El chasquido grave de la cámara sonaba, inmediatamente seguido del silbido del flash y luego del motor de arrastre. Chasquido. Silbido. Arrastre… Una cadencia ternaria. Pero también un tañido fúnebre. La imagen de Vincent apareció de nuevo para lacerarle la memoria. Se volvió en la penumbra; esta vez iba a explotar. A llorar o a vomitar. O las dos cosas a la vez.
– Muy bien. Lo dejamos.
Marc estaba apoyado en la pared, todavía doblado por la cintura, cuando percibió un perfume muy denso, mezcla de pigmentos áridos y aceites dulces. Se volvió: Jadiya estaba frente a él. A la vez irreal y demasiado presente, con su mono de malla brillante.
– De todos los posibles visitantes, tú eras el último de la lista.
No parecía sorprendida; Marine le había avisado.
– ¿Un mensaje urgente? -preguntó.
– Quería invitarte a pasar el fin de semana fuera.
– Directo al grano, ¿eh?
Marc intentó sonreír, pero el esfuerzo le arrancó una mueca de dolor.
– Quería simplemente enseñarte un sitio que me gusta mucho. No está lejos de París.
– ¿Cuándo?
– Ahora.
– Esto se pone cada vez mejor: el gran autor se dedica a secuestrar chicas.
La ironía burlona se tornaba sarcástica. Marc escogió otra carta, la del orgullo herido.
– Oye, he actuado siguiendo un impulso -dijo-. Esto ya es bastante difícil para mí, así que, si no te apetece, no vamos. No pasa nada.
Ella meneó la cabeza sin apartar los ojos de él. Sus negros cabellos brillaban alrededor de su cara.
– Espera. Voy a buscar mis cosas.
80
Marc se acordaba perfectamente del lugar.
Un hotel situado en las afueras de Orleans, que constaba de una mansión y sus anexos en un parque de varias decenas de hectáreas. Cuando era paparazzo había montado guardia muchas veces en las inmediaciones de ese hotel. Un refugio secreto, elitista, adonde los personajes célebres iban a consumar sus relaciones ilegítimas a salvo de miradas indiscretas. En aquella época, sobornando a algunos empleados era informado con regularidad de las llegadas de parejas famosas.
Por suerte, Jadiya tenía coche, porque él la había invitado al campo, pero no disponía de vehículo para llevarla. La joven conducía el Twingo con un placer manifiesto. Llevaba una gran A en la parte trasera del vehículo porque acababa de sacarse el carnet, explicó, y era su primer gran trayecto.
Durante el viaje, Marc traté de alimentar la conversación, pero el miedo, la confusión y el sufrimiento se mezclaban en su interior hasta tal punto que apenas conseguía acabar las frases. Había colocado el retrovisor exterior de manera que pudiese observar él la carretera que dejaban atrás. Por si acaso los seguían. Jadiya estaba, tan concentrada en la conducción que no se había percatado de ese detalle.
Después de salir de la autopista, tomaron una carretera departamental. Marc no tuvo ninguna dificultad en encontrar el camino pese a que estaba oscureciendo. Por fin, después de una curva, distinguió el muro de cerca cubierto de musgo, camuflado entre los árboles, y luego las dos torres de la mansión que se alzaban entre la espesura.
El Twingo cruzó la vega y entró en el patio de grava. Cuando Jadiya vio la fachada enterrada bajo la hiedra, emitió un silbido de admiración. Pese a su estado, Marc percibía el encanto de aquella mujer: de cada palabra que pronunciaba, de cada gesto que hacía, emanaba una espontaneidad y una frescura desconcertantes, que no tenían nada que ver con su porte de diosa del Magreb. Cuanto más la conocía, más se alejaba la imagen de icono intocable que tenía de ella. Era ante todo una joven alegre, culta, que no se andaba con rodeos y que llevaba su belleza como un abrigo ligero que hubiera olvidado quitarse.
Cuando hubo aparcado, con gran acompañamiento de tacos, rascadas y caladas del motor, bajaron del coche y contemplaron el edificio iluminado en la noche. La construcción principal era una granja gris, en forma de U, cuyos antiguos establos, a la izquierda, acogían ahora salas de reuniones y un restaurante. Las ventanas de las habitaciones se extendían en serie, en el primer piso, a lo largo del cuerpo del edificio. Frente a la mansión, en el parque, se veían los anexos, acondicionados para albergar suites que eran como islotes de discreción. Marc se relajó un poco; rodeado por los muros de cerca y los robles centenarios, se sentía seguro por primera vez en el día.