El vestíbulo confirmaba la impresión de bienestar rústico, sin fiorituras. Paredes de piedra vista, gruesas alfombras sobre entarimado encerado, armaduras de hierro con el torso abombado. Marc solo temía una cosa: que el recepcionista o algún empleado lo reconociera y le facilitara una información indiscreta que habría interesado en otros tiempos al Rapiñador. Pero no; el personal había cambiado y los trataron como a una pareja estándar que quería disfrutar de un fin de semana a la luz de las velas.
Marc pidió dos habitaciones contiguas, comunicadas por una puerta interior, sin que Jadiya pudiera oírlo para no parecer un pobre seductor que está tejiendo su telaraña. En un rincón de su mente, allí donde el miedo aún no lo había devastado todo, sufría por esa situación…, por su aspecto de ligón de poca monta que le tendía una trampa a su secretaria.
La visita a las habitaciones agravó todavía más la caricatura. Cama con baldaquino, colcha de terciopelo y minibar repleto de botellas de champán: las armas de la emboscada. Marc no se atrevía a mirar a Jadiya. Estaba muerto de vergüenza.
En cuanto el camarero se hubo ido y ella se hubo instalado en su habitación, Marc registró la suya de arriba abajo. Era absurdo; Reverdi no podía estar escondido en un armario. Echó un vistazo por la ventana a la derecha, hacia donde estaba el aparcamiento. Nada de particular. Ningún coche nuevo, ningún visitante, ninguna sombra furtiva.
Marc miró el reloj: las ocho y media. No tardarían en ir a cenar. Entonces hablaría con Jadiya. ¿Cómo reaccionaría? ¿Exigiría acudir a la policía? Seguro. No había otra solución; él mismo estaba convencido de ello.
Pero primero tenía que contárselo todo.
Esa noche.
Jadiya leía la carta en silencio.
En realidad, observaba a Marc por el rabillo del ojo. En otras circunstancias, se habría echado a reír. La decoración de la mesa era por sí sola de antología: los cubiertos estaban multiplicados por cinco, las velas parecían reguladas por un potenciómetro y unas cortinas aislaban las mesas formando recintos íntimos.
Sí, en otras circunstancias se habría desternillado de risa. Pero esa noche no, porque esa cena ridícula, esa emboscada deplorable le estaban siendo servidas por Marc en persona. Y todo en él, desde que se habían visto en París, sonaba a falso. Su invitación, su cambio de actitud respecto a ella, su tono alegre. Pese a sus esfuerzos, parecía ajeno a todo cuanto sucedía allí.
¿Qué buscaba?
¿Por qué la había llevado a ese lugar?
Una semana antes, esa escapada la habría vuelto loca de felicidad -o de angustia-, pero ya no. En el intervalo había habido aquella noche lamentable, aquel cóctel caótico en el que su atleta de bolsillo, con su mano ensangrentada y sus maneras violentas, había tocado fondo. Desde entonces lo miraba con pena. Había en él una dureza, un misterio que nada ni nadie parecían poder penetrar. Un hombre con un caparazón inviolable. Solitario, desesperado, incomprensible. Y esta velada siniestra reforzaba ese sentimiento.
La joven decidió ir directa al grano.
– Tienes algo que decirme, ¿no?
Ya se lo había preguntado en el coche, pero no había obtenido respuesta. Él se escabulló de nuevo.
– No -dijo sonriendo-. Bueno, sí, pero no ahora. ¿Qué vas a pedir?
Marc había utilizado una voz aterciopelada, con doble intención. ¿Por quién la tomaba, maldita sea? Jadiya volvió a mirar la carta.
– No entiendo nada.
Marc propuso en tono divertido:
– ¿No te apetece probar la «farándula de vieiras con jugo de venado perlado con esencia de cítricos»?
Ella sonrió.
– Eso o la «suprema de capón acompañada de crujiente de patas azules».
– ¿Y qué me dices de las «endivias confitadas con agraz»?
– No sé… Tampoco hay que desechar el «budín de pato salvaje hojaldrado».
Rompieron a reír. De repente se creó una complicidad entre ellos. Una especie de tregua. Como un trago de alcohol en el fondo de una trinchera. Pero ella percibió enseguida que aquello no iba a durar.
En efecto, el semblante de Marc se petrificó de golpe. Su piel adquirió el color de un empaste dental.
– Perdona -dijo.
Y se levantó de la mesa.
Estaba seguro.
Lo había visto en el hueco de la ventana. Cabeza rapada. Rostro alargado y gris. Gran estatura. No cabía duda. Reverdi. Marc atravesó el restaurante. No sabía lo que iba a hacer; ni siquiera iba armado. Pero tenía que obtener una certeza.
En la escalinata, se detuvo, como si estuviera al borde del vacío. Observó el cuadrado de luz del patio. Escrutó los guijarros grises, respiró el olor vivo de humedad, escuchó el murmullo de las hojas. Nada. Intentó ver más lejos, a través de las tinieblas. Nadie. Una noche en el campo, ni más ni menos amenazante que cualquier otra.
Una mano se posó en su hombro.
Se volvió profiriendo un grito, resbaló y bajó la escalera dando traspiés hacia atrás. Evitó por un pelo la caída y se colocó en posición de defensa a la luz del farol. Se acercó un hombre con una amplia sonrisa en los labios.
– Lo siento, le he asustado. Soy el director del hotel.
Marc trató de decir algo, pero no lo consiguió.
– No tema, el aparcamiento está vigilado día y noche.
Marc apenas comprendía lo que decía el hombre. Estaba temblando. El sudor le pinchaba el rostro como si fuese una máscara de agujas. Intentó de nuevo hablar: no hubo manera. El director se reunió con él en el patio sin dejar de hablar en un lenguaje incomprensible. Marc masculló finalmente un «muy bien, muy bien»; luego entró con la cabeza gacha y empujó a un camarero al pasar junto a él.
Se sentó de nuevo a la mesa. Temblaba de tal modo que no sentía ni las manos ni los pies. Tenía la impresión de que sus extremidades se habían desprendido, pero al mismo tiempo le dolían. Pensaba en esos soldados que continúan sintiendo picor en los miembros después de que se los hayan amputado.
– ¿Qué pasa? -preguntó Jadiya-. Parece que hayas visto a un fantasma.
– Una llamada urgente. Todo está en orden.
Para disimular, cogió de nuevo la carta, pero la dejó de inmediato. Sus manos vibraban como las alas de un insecto. Las puso bajo los muslos y se concentró en los nombres que danzaban ante sus ojos.
Dios mío, tenía que decírselo.
– ¿Te molesta si dejo la puerta abierta?
La pregunta era ridícula, como todo lo demás. Jadiya no recordaba una cena tan absurda como aquella. Las conversaciones morían apenas iniciadas y los silencios caían como lápidas de cementerio. No entendía lo que pasaba. Había soñado tantas veces con estar a solas los dos…
Entró en el cuarto de baño y se observó en el espejo. Todavía le quedaban restos del maquillaje de la sesión de fotos. Se quedó pensativa. ¿Se suponía que iban a hacer el amor esa noche? Sería un absurdo más. ¿Aceptaría? No. Rotundamente no. Pero a lo largo de una noche la temperatura podía variar tanto… Le asaltó una duda. Abrió el bolso. No llevaba sus medicamentos, ni ninguna crema. Si pasaba algo, ¿cómo se las arreglaría?
Abrió el grifo de la bañera y volvió a la habitación. Más valía tomarse aquella decoración con humor. La cama colosal, cubierta con una colcha de terciopelo. El tapiz en la pared representando una escena de amor cortés. Incluso habían puesto dos rosas rojas, con los tallos cruzados, sobre la almohada.
La bañera seguía llenándose. Jadiya ya no oía ningún ruido en la otra habitación. Guardó el abrigo en el armario y se decidió a abrir la cama.