Cogió las rosas antes de apartar la colcha.
El grito sorprendió a Marc mientras observaba el patio.
Atravesó su habitación de un salto y encontró a Jadiya petrificada, con los ojos clavados en la colcha. Miró también hacia allí y notó que se le revolvían las tripas.
Unos ojos.
Unos ojos descansaban sobre la colcha.
Marc conocía su origen. El rostro enucleado de Vincent, ver no es saber. Vio también dos rosas rojas. Unos hilos de sangre unían los pétalos a los órganos. Estos habían sido escondidos en el interior de las flores.
Jacques Reverdi les daba la bienvenida.
A su manera.
Marc se precipitó hacia la puerta de entrada y la cerró con llave; después fue corriendo a la suya para hacer lo mismo. Regresó junto a Jadiya y la abrazó. La chica temblaba tanto que se había quedado sin peso, sin masa.
Instintivamente, Marc miró de nuevo la cama. En el ribete de las sábanas vio unas manchas de sangre. Eso no eran salpicaduras de los pétalos. Recordó los telones del estudio y la advertencia de Reverdi. Aquí también estaba incompleto el mensaje.
Sin vacilar, cogió la colcha y la sábana de arriba. Las apartó las dos a la vez, arrastrando con ellas las rosas rojas y los globos oculares.
Sobre la sábana ajustable, unas letras sangrientas tendían sus garras:
ESCÓNDETE, DEPRISA,
VIENE PAPÁ
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– Pero ¿qué está pasando?
Él la asió de la mano sin contestar y la levantó del suelo. Jadiya solo tuvo tiempo de coger su bolso, que estaba en el cuarto de baño, mientras él abría la puerta. Bajaron corriendo la escalera y cruzaron el vestíbulo ante la mirada atónita del recepcionista.
Al llegar a la puerta, Marc se paró en seco. Escrutó el patio iluminado. Los coches aparcados. Los árboles susurrantes. Más allá, la oscuridad parecía haberse hecho más profunda. Marc detuvo la mirada en el coche de Jadiya. Durante un breve instante, se sintió tentado de montar en él y regresar a París. Pero quizá Reverdi había colocado una bomba. O bien estaba dentro. Observó el roble macizo. Su seguridad se tambaleó: estaba allí, detrás de la corteza plateada. Después encontró las puertas de los establos, sumidas en la sombra. Reverdi estaba en todas partes. Su simple amenaza saturaba el espacio vital de ellos.
¿Quedarse en el hotel? ¿Llamar a la policía? Subir y encerrarse en sus habitaciones hasta que se hiciera de día? Marc tuvo un flash: los ojos rodando debajo de la cama, la escritura temblorosa y oscura: escóndete, deprisa, viene papá. Huir. Había que huir. Sobre todo, no quedarse en aquella mansión.
Apretó la mano de Jadiya y echó a correr. Una tormenta rugía a lo lejos. Cada segundo que pasaba, las tinieblas parecían más densas, más bajas. Pasaron junto al aparcamiento. Marc observaba todos los coches, todas las parcelas de oscuridad. Al llegar al final, vio un sendero que se adentraba en la oscuridad.
– Quítate los zapatos -ordenó.
Corrieron entre los árboles, las sombras, los crujidos. La noche en el campo. Ese mundo exterior que miramos por la ventana de una casa caldeada estremeciéndonos. Esa quintaesencia del negro, que nos felicitamos de no tener que afrontar. Ellos ya no la contemplaban a través de los cristales; estaban metidos de lleno en ella. La atravesaban, la pisoteaban, la violaban. Como un tabú sagrado que nadie más hubiera osado transgredir.
Las ramas crujían bajo sus pies. Las zarzas les arañaban las piernas. Tropezaban con las raíces. Avanzaban sin rumbo, sin puntos de referencia. Sobre su cabeza, el viento agitaba las copas de los árboles, doblaba las hojas, azotaba la bóveda oscura del cielo.
– ¡Mierda!
Delante de ellos se abría un bosque de sauces, sacudido por largos estremecimientos. Pensó en los bambúes. Imaginó esas hojas sobre la piel del asesino. Su rostro atormentado por el odio, súbitamente acariciado por las ramas. Marc lo veía detenerse para saborear la suavidad del contacto, sintiendo cómo la locura criminal maduraba poco a poco en él, atraída por esas caricias vegetales…
«Por aquí no -susurró.
Apretó más la mano de Jadiya y se dirigió hacia la izquierda, a campo traviesa. Ella lo seguía sin rechistar. Oscuramente, Marc estaba orgulloso de ella, de su silencio, de su valentía.
Ahora corrían a cuerpo descubierto, chapoteando, hundiéndose en los surcos de un campo. Atravesaron tierras desnudas, se adentraron en otros sotobosques. Marc maldecía ese campo hostil, despertado por el viento, vivificado por la lluvia. Pero no se atrevía ni a parar ni a volver atrás. Era, en sentido literal, una huida hacia delante.
Cuando vio el granero, supo que era allí. Un refugio o un callejón sin salida. O bien Reverdi los había perdido y podían esperar a que amaneciera entre aquellas cuatro paredes, o bien estaba pisándoles los talones y todo acabaría en el fondo de ese almacén. Siguió tirando de Jadiya. La oía respirar, jadear, pero sin proferir ninguna queja.
Derribó la puerta golpeándola con un hombro. Pese al hedor, pese al frío glacial, se sintió reconfortado. Desplomarse bajo ese techo, esperar el fin de la noche: su mente no fue más lejos. La oscuridad era casi total. Se adentraron entre los olores solidificados, pisando la tierra batida, sembrada de boñigas secas.
Marc cerró la puerta… y la noche. Se preguntó si por casualidad aún llevaría en algún bolsillo el encendedor que había utilizado en el descampado de Nanterre. Pero en ese momento una llama surgió en la oscuridad. Los cabellos de Jadiya brillaron; ella sí llevaba un encendedor. Al segundo siguiente, el resplandor se transformó en un verdadero hogar. Marc iba a gritar, pero Jadiya se le adelantó:
– No se te ocurra decirme que van a descubrirnos.
Marc se quedó boquiabierto. Jadiya tenía razón. ¿Qué sabía él de las leyes de la caza, de las reglas de la guerra? Fuera llovía a raudales. Las nubes estaban tan bajas que absorberían el humo cuando saliera por la ventana que Jadiya estaba desbrozando. La joven se sentó junto al fuego; alimentaba la hoguera con las boñigas más secas. Marc también se acercó.
Pese al calor incipiente, ella seguía tiritando. Él se quitó la chaqueta y se la puso sobre los hombros; era lo mínimo que podía hacer. Acto seguido, se levantó. Los pensamientos daban vueltas en su cabeza. Prepararse para el asedio. Organizar la resistencia. ¿Cómo? No tenían nada. Ni armas, ni protección, ni víveres…
– Siéntate. Me pone mala que no pares de dar vueltas.
Marc se quedó inmóvil. El tono autoritario le sorprendió, pero todavía le sorprendió más la calma de su voz. Increíble: no tenía miedo. Se dejó caer frente a ella. Entre ambos, los excrementos crepitaban, ardían formando llamas breves, nerviosas, con un curioso brillo verdoso.
– Te escucho -dijo Jadiya-. Quiero toda la historia.
Él se la contó. La usurpación de identidad. Las primeras cartas. El robo de la foto. El pacto con Reverdi. Su periplo por la «línea negra», entre el trópico de Cáncer y la línea del Ecuador.
Luego, el secreto de la sangre negra.
Se tomó la molestia de describir todos los detalles, todavía fascinado por el ritual del asesino. Las incisiones. La miel. La cámara hermética. Y el acto final.
Jadiya, con los brazos alrededor de las piernas y la barbilla apoyada en las rodillas, permanecía en silencio. Miraba las llamas fugaces. Algo en ella le hacía no ceder al pánico. Parecía ser capaz de afrontar todo aquello. Marc pensó en las «mujeres con cajones» de los cuadros de Dalí, que esconden su secreto en los repliegues del cuerpo. ¿Dónde había escondido Jadiya la fuente de su fuerza?
Pasó al presente. La evasión de Reverdi. El asesinato de Alain van Hêm, único vínculo con Élisabeth y su dirección en la lista de correos. Luego la furia del criminal al ver el rostro de Jadiya en las perfumerías y la novela Sangre negra en las librerías. Marc intentó explicar que había querido evitar otras catástrofes, salvar a Vincent, protegerla a ella… Dudó unos segundos, pero acabó confesando lo peor: la muerte del fotógrafo.