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– O esto o Reverdi, ¿qué prefieres?

Marc miró su reloj: llevaban esperando casi una hora. La sala estaba abarrotada. Polis, denunciantes, delincuentes. Todo el espacio bullía como consecuencia de las detenciones del día anterior: una noche de viernes normal y corriente en el barrio de Montparnasse.

De los calabozos salían con regularidad sospechosos esposados que atravesaban el vestíbulo con la cabeza gacha o, por el contrario, gritando, hasta desaparecer en uno de los despachos adyacentes. Había también «personas honradas» que reclamaban justicia en el mostrador de la entrada como si pidieran una caña. Y polis, de uniforme o de paisano, que intentaban calmar la agitación matinal.

Un teniente había prometido recibirlos lo antes posible. Marc no había perdido los nervios; no había representado su papel de «testigo capital» en un «caso excepcional». Se sentía demasiado abatido para eso. Por lo demás, no estaba ni irritado ni impaciente; simplemente destrozado. La realidad que percibía estaba amortiguada y era a la vez estridente, le enviaba sonidos extraños, desconocidos, como si estuviera en el fondo del agua. Los ruidos y los olores de la comisaría le llegaban a través de gruesas murallas líquidas.

Sin embargo, tras la urgencia de la noche, emergían lentamente verdades. Veía, por ejemplo, hasta qué punto estaba destruida su existencia. El suplicio de Alain; la tortura de Vincent: deudas imposibles de saldar. La noche anterior había jugado a ser un guerrero heroico, un samurái preparado para el combate. Pero ahora no asumía nada porque estaba seguro de que iba a morir.

Esa mañana aún estaba vivo.

E iba a tener que pagar.

Ni con sangre ni con sufrimiento, sino por la puerta pequeña. La del despacho de un juez. Y luego en la celda de una prisión. La única pregunta con sentido era: ¿por qué no había acudido antes a la policía? ¿Habría podido evitar la muerte de Alain y de Vincent?

Había otro misterio mucho más amenazador: ¿por qué Reverdi no había acabado con ellos la noche anterior? No podía creer que lo hubieran despistado. El predador les pisaba los talones. Los había vigilado toda la noche. ¿Por qué? ¿A qué esperaba para sacrificarlos?

Jadiya se levantó.

– ¿Adónde vas?

– A hacer pipí. ¿Puedo?

– No.

– ¿Estás de broma o qué?

La joven señaló a los hombres uniformados, a los oficiales que pasaban con declaraciones en la mano.

– Yo creo que aquí podemos respirar, ¿no?

Marc la dejó desaparecer por el pasillo. Observó las esposas, las culatas de revólver, las placas plateadas, y se calmó. Se puso rígido al tocar la pared con la espalda. El sueño lo vencía. El cansancio acumulado invadía su cuerpo como una ola templada. No debía adormilarse. De ninguna manera debía…

Se sobresaltó.

Se había dormido. Profundamente. Miró el reloj: más de las diez. Echó un vistazo a derecha e izquierda: cada vez había más gente en la comisaría, pero Jadiya no estaba allí. ¿Había comenzado la entrevista sin él? Imposible.

Se puso en pie y preguntó a los agentes que montaban guardia. Nadie había visto a Jadiya. Preguntó dónde estaban los servicios y se adentró en un pasillo menos frecuentado. En la primera esquina, el corredor se vació por completo. Tubos de neón blancos. Tuberías mugrientas. Ventanas con rejas. Marc siguió avanzando. En aquella comisaría había servicios para los dos sexos. Los hombres a un lado, las mujeres al otro. Todo estaba desierto.

– ¿Jadiya? -dijo desde la puerta.

El ruido de una cisterna le respondió. A la izquierda, los retretes. A la derecha, los lavabos, con un espejo sobre cada uno.

– ¿Jadiya?

Una de las puertas se abrió; salió una mujer de uniforme que le lanzó una mirada hostil y se dirigió hacia los lavabos. Maquinalmente, él apartó la mirada y se volvió hacia la entrada de los servicios para hombres. Oyó correr el agua del grifo. El chasquido de la máquina de toallas de papel. Montaba guardia en el pasillo, esperando que saliera la agente.

Cuando apareció, la abordó de inmediato:

– Perdone…, ¿no habrá visto a una chica morena, muy alta, guapa? Vino al servicio hace un rato y…

La mujer puso mala cara al oír las palabras «alta» y «guapa». Ella medía un metro cincuenta y tenía un culo enorme. Sin responder, se subió la bragueta y se alejó con paso bamboleante.

Marc se quedó solo. Se decidió a asomar la cabeza. Silencio total. ¿Dónde estaba? No había podido escapar. ¿Se habría quedado dormida dentro de uno de los compartimientos? A él le había pasado en el banco…

– ¿Jadiya?

Empujó la puerta del primer retrete: nadie.

– ¿Jadiya?

Hizo girar la puerta siguiente: nadie.

Dio otro paso.

Un ruido detrás de él.

Jacques Reverdi está ahí.

Pelo cortado al cepillo. Impermeable gris. Un auténtico policía.

– Yo…

Una punzada sorda en la nuca.

La oscuridad.

83

Alvéolos.

Alvéolos gigantes. Cavidades ovales de varios metros de altura, excavadas en una pared de acero… o de aluminio. Un material plateado que la luz hacía brillar suavemente.

Marc salió de la inconsciencia. Continuó observando la pared que tenía enfrente y obtuvo nuevos detalles. Al parecer, las elipses se multiplicaban hasta el infinito. Había también en el suelo y en el techo, más pequeñas pero reproduciendo la misma regularidad hipnótica. Daba la impresión, a causa de una ilusión óptica, de que se movían, como en un cuadro de Vasarely.

Parpadeó de nuevo y consiguió más información. La pared no solo era circular, sino redondeada por arriba y por abajo. «Estoy en una esfera», concluyó. Luego rectificó: la habitación no era totalmente esférica. Más bien curva y plana a la vez. Una especie de balón de rugby de metal cromado, tapizado de cráteres y de pernos. Jamás había visto un lugar como aquel.

Un olor extraño, dulzón, flotaba en el aire.

– Una cámara de reacción.

La voz había sonado detrás de él. Intentó volver la cabeza. Imposible. Estaba atado a una silla. No solo el cuerpo, sino también la cabeza. Atado no, pegado. La espalda, el trasero, los antebrazos, la nuca. Todos esos puntos estaban adheridos a una superficie fría, metálica. Se dio cuenta de que estaba desnudo, completamente clavado a un sillón de acero que parecía soldado al suelo.

– Una cámara de reacción -repitió la voz-. Una cuba de química pesada, totalmente estanca.

Los recuerdos acudieron a su mente: la desaparición de Jadiya, los servicios de la comisaría, Reverdi con un impermeable, la jeringuilla… ¿Dónde estaba Jadiya?

Se desmayó de nuevo y volvió a despertarse.

El olor dulzón, penetrante, excitó otra vez sus fosas nasales.

– Aquí se mezclan gases muy peligrosos gracias a presiones vertiginosas.

La voz se acercaba. Era la de la cinta de Ipoh. Grave, reconfortante. Intentó de nuevo volver la cabeza; solo sintió quemaduras y tirones. Sus cabellos estaban soldados al metal. Otras sensaciones emergían: agujetas, calambres.

Reverdi debía de haberlo molido a palos.

– Pero hoy -continuaba- simplemente vamos a esparcir gas carbónico a fin de acelerar la ceremonia.

Marc distinguía ahora un silbido muy claro: la difusión del CO2. Jacques Reverdi había puesto en marcha el sistema. El oxígeno iba a ser rápidamente repelido por el dióxido de carbono.

La superficie de su piel se cubrió de sudor. Aquella sala estaba transformándose en Cámara de Pureza. Unos minutos más tarde, la atmósfera sería mortal. Iba a sufrir el sacrificio de la sangre negra.

Haciendo un esfuerzo logró bajar los ojos: su cuerpo presentaba múltiples huellas de incisiones. No había recibido una paliza. Había sido perforado, cortado, sajado. Las heridas habían sido cerradas, pero para ser abiertas de nuevo más tarde.