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– Quince por ciento. No tardaréis en sentir náuseas.

Marc notó un hueco en el pecho debido a la falta de aire. Al mismo tiempo, sintió una pesadez en el vientre, una arcada.

El asesino se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y colocó delante de él el frasco de la miel, el pincel y la lámpara de aceite. Suspiró con lasitud, como si tuviera que abordar cuestiones penosas:

– He leído tu libro, Marc. Aunque debería decir «mi» libro.

Cogió una cartera metida dentro de un alvéolo. Sangre negra se materializó entre sus manos. Hojeó la novela distraídamente, pasando el filo del cuchillo sobre las páginas.

– En el fondo, lo has hecho bastante bien. Aunque, todo hay que decirlo, poseías información de primera mano. Pero hay unas cuantas verdades que quisiera aclarar. Es demasiado tarde para efectuar correcciones en el texto, claro. -Le apuntó con el cuchillo-. Simplemente vamos a hacer esas modificaciones en vuestra cabeza. Antes de sufrir el sacrificio, debéis ser absolutamente puros. Estar limpios de toda mentira.

Marc lanzó una mirada hacia Jadiya: sus ojos, blancos y negros, estaban inyectados en sangre. Placas rojizas salpicaban sus cabellos. Debatiéndose, había tirado de sus cabellos hasta el punto de arrancarse trozos de cuero cabelludo.

Reverdi se echó hacia atrás apoyándose en las manos, sin apartar los ojos de sus víctimas.

– Todo empezó con mi madre -dijo en un tono de narrador-. Pero no de la forma que tú has imaginado. -Rió para sí mismo-. Cuando era una leyenda en el mundo de la apnea, un periodista escribió que el mar estaba en mí. Quería decir que estaba habitado, invadido por el mar. Algo de razón tenía, pero solo algo. -Echó la cabeza hacia atrás y se puso a observar las elipses de arriba-. Lo que siempre ha estado en mí no es el mar, sino la madre.

84

– Tú, Marc, conoces mi historia. Al menos, crees conocerla: huérfano de padre, que crece junto a su madre en una sucesión de viviendas baratas. A partir de ahí, has fantaseado mucho. Esa figura del padre ausente que obsesiona al niño, el futuro asesino, esa especie de fantasma amenazador que separa al hijo de su madre. Puedo citarte, ¿no?

Abrió la novela por una página que tenía una esquina doblada y leyó en voz alta:

Claude no podía oír llamar a la puerta sin imaginar que su padre regresaba. No podía dormirse sin que una sombra ancha y negra se inclinara sobre su cama. No podía escuchar a sus compañeros de colegio mencionar a sus padres sin que lo recorriera un estremecimiento. Una carencia, un llamamiento, una herida se abría entonces en él, y secretamente hacía responsable de ello a su madre. ¿Acaso no había dejado que se fuera?

Dejó el libro.

– No está mal, Marc, no está mal… Pero mi situación era más simple. Y mucho más banal. Llevábamos una vida normal y corriente. Incluso bastante equilibrada. En cualquier caso, desde ese punto de vista. No se hablaba nunca de mi padre. Éramos dos y ya está. Y, contrariamente al personaje de tu libro, mi madre no era una fanática religiosa, una chiflada de la caridad, dura consigo misma y con los demás…

Se incorporó, pero siguió sentado con las piernas cruzadas.

– No. Para resumir, yo diría que mi madre solo tenía un problema: le gustaba demasiado el sexo.

Acercó el mango del cuchillo a su entrepierna mirando a Jadiya, que bajó los ojos.

– Necesitaba esto entre las piernas, ¿comprendes? Un rabo bien duro que le restregara las carnes, que la penetrara hasta la garganta.

Cerró los ojos, sopesando esa idea.

– Sí, mi madre, la queridísima y santa asistenta social, era una ninfómana. Estaba totalmente enganchada al sexo. Y su oficio, esa supuesta vocación, no era sino un modo de echar el anzuelo a parados, tipos desocupados, un montón de sementales fáciles de atraer…

Marc ya no estaba seguro de sus percepciones, pero le parecía que otro ruido se mezclaba con el del escape de CO2. Un ruido más agudo… No cabía duda, a Reverdi le rechinaban los dientes. Al evocar a su madre, el odio tensaba sus mandíbulas.

– La llamada del pene -proseguía-, eso es lo que la animaba todos los días cuando recorría los barrios humildes.

Se volvió de nuevo hacia Jadiya, que le devolvía una mirada estupefacta. Las grapas clavadas en la carne le embadurnaban los labios de un rojo terrorífico.

– ¿A ti también te gusta eso? -Se volvió hacia Marc-. ¿Se abre en dos cuando la ensartas? ¿Pensáis en mí cuando os revolcáis? ¿Pensáis en el pequeño Jacques, que no comprendió nunca a su mamá?

De pronto bajó la voz.

– No había que fiarse de su belleza melancólica y sus vestidos con cuello cerrado. Su agujero era un sumidero, una cloaca que se abría a todos, hasta las vísceras…

Se levantó, como para serenarse. Se puso a caminar; el oxígeno continuaba saliendo sin que pareciera afectarle. Se encogió de hombros.

– Pero, después de todo, ¿por qué no? Esos asuntos no son de la incumbencia de los niños. Además, cuando esos hombres iban a verla, la mayoría de las veces yo ya estaba durmiendo. Pero era una perversa. Necesitaba integrarme de una u otra forma en sus placeres. Cuando le pregunté quién iba a verla por la noche, me dijo en un tono confidenciaclass="underline" «Tu papá». Después se echó a reír. Yo debía de tener seis o siete años. Esa brusca aparición de mi padre, cuando nadie me había hablado nunca de él, me perturbó. Desde entonces solo tuve una idea: verlo.

»Por la noche permanecía al acecho en mi habitación, intentando captar detalles, oír su voz, percibir su olor. Pero no me atrevía a abrir la puerta. Lo único que llegaba hasta mí eran ruidos amortiguados, gemidos. Saqué mis propias conclusiones. Mi padre iba por la noche a hacer daño a mamá. Imaginaba a una especie de demonio con los miembros duros y las uñas afiladas que la hería, la arañaba, la desollaba. Empecé a detestarlo con todas mis fuerzas.

»Pero al mismo tiempo mi fascinación no disminuía. Solo pensaba en él. Me torturaba la mente imaginándolo. Por la noche, pegaba la cara a la ranura de la puerta para verlo. Por la mañana, buscaba sus huellas en el salón y en la habitación de mi madre, entre los olores viciados de sexo. Buscaba debajo de la cama, entre las sábanas, bajo la alfombra. Encontraba objetos que le pertenecían. Un encendedor. Cigarrillos. Un folleto de las quinielas… Guardaba todo eso en una caja. La caja de los tesoros.

»Un día, me armé de valor y le pregunté a mamá por qué papá le hacía daño. ¿Es que era malo? Al principio, no comprendió; después volvió a echarse a reír, con su voz grave, y adoptó aires de suficiencia. Todavía veo su rostro alargado, con aquellos labios demasiado gruesos. Sonriendo, me dijo que sí, que era muy malo. Por eso no debía verlo jamás… A partir de ese momento me hizo esperarlo despierto; y cuando llamaba a la puerta, me susurraba en un tono de pánico fingido: "¡Escóndete, deprisa, viene papá!". Yo me iba corriendo a mi habitación, aterrorizado. Me acurrucaba detrás de la puerta, acechando el menor ruido, la menor señal, imaginando las peores torturas. Y temiendo que me encontrara…

»Pero no podía más: tenía que verlo. Agujereé la puerta de mi cuarto. A través de una hendidura erizada de astillas, por fin lo vi. Un hombre alto y robusto, muy moreno, muy peludo. Enseguida me gustó. Parecía un oso.

»Pero esa noche vi por primera vez lo que no debía ver. Miembros entrelazados, frotamiento de carnes, colores violáceos. A mamá con algo en la boca. Unas nalgas oscuras. Un "pajarito" de chica que parecía una herida irritada. Todo acompañado de esos gritos de animal, esos ronquidos, esos ahogos… Aunque no podía definirlo, lo que estaba contemplando era una violación, la violación de la especie humana, de todo lo que yo creía saber sobre los "mayores".

»Estaba enfermo. No quería seguir soportando aquello. Sin embargo, todas las noches estaba apostado tras la puerta. Quería volver a ver a mi papá. Fue entonces cuando empecé a perder todo punto de referencia. Porque cada vez era distinto. Unas veces era bajo, escuchimizado, de piel muy blanca. Otras era gordo, calvo, de piel cobriza. Una noche fue un negro colosal, lustroso, de movimientos lentos. Me volvía loco. Me decía: "Si mi papá tiene varias caras, entonces yo también soy varios diferentes". Me volvía cambiante, líquido, inestable. Por la mañana, cuando me lavaba los dientes, tenía la impresión de que mi rostro se desmenuzaba bajo el cepillo. Perdía toda identidad. Me dividía…