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Reverdi no paraba de caminar arriba y abajo por la sala de acero. Hablaba con la cabeza baja. Como encorvado bajo el peso de los recuerdos. Su larga silueta negra, atravesada por destellos azulados, daba una forma animal a su dolor. Una corriente oscura, poderosa, familiar de los abismos.

– Un día -prosiguió-, mi madre me sorprendió detrás de la puerta. Todavía oigo su exclamación sofocada. Aquel flagrante delito le dio otra idea. Si eso me interesaba tanto, me quedaría con ellos. En el dormitorio. Escondido en el armario. Una especie de baúl vertical de rota, como los que se llevaban en aquella época, situado enfrente de la cama.

»A partir de ese día, el ritual se repitió. Todas las noches sonaba el timbre y, antes de empujarme hacia el interior del armario, entre los vestidos colgados, me susurraba: "Escóndete, deprisa, viene papá". ¿Cuántas veces oí esa frase? Se quedó impresa en mí, en el fondo de mi cerebro reptiliano, donde residen los instintos primitivos. El hambre. El odio. El deseo.

La voz de Reverdi dejó de sonar. Él permaneció inmóvil, ausente, aspirado por su propia memoria.

Marc notaba la garganta cada vez más irritada. El dolor de cabeza aumentaba de intensidad, con la fuerza de una tenaza industrial.

De una manera absurda, pensó en la psiquiatra de Malaisia. La mujer con velo había acertado. La esquizofrenia de Reverdi; su pérdida de identidad; los múltiples rostros de su padre. Pero lo que ella imaginaba como fantasmas era una realidad.

El apneísta volvió a emplear un tono de conversación ligera.

– ¿Por qué hacía eso mi madre? Podríamos responder: porque estaba loca. Pero sería una explicación demasiado simplista. Había algo más. Algo que todos compartimos. Al hacerme adulto, yo también me sentí atraído por esos extremos, esos contrarios que rompen barreras y liberan el placer. Esas desviaciones que, no se sabe por qué arte de magia, incrementan el goce. Hoy sé que mi presencia en el armario aportaba una disonancia a su intimidad, una fisura que reforzaba su satisfacción. Mi proximidad agravaba su desnudez, su exposición, su vulnerabilidad: todo lo que constituía la base de su deleite de mujer crucificada por el hombre.

Su voz se quebró. Reverdi se cogió la cabeza con las dos manos, como si sufriera una neuralgia insoportable. Durante varios segundos, sus dientes siguieron rechinando. Luego se irguió, con el semblante relajado.

– Para mí, esos momentos pasados en el armario fueron…, ¿cómo lo diría?…, muy formativos. Miles de veces quise salir para salvar a mi madre, porque todavía Creía que sufría, pero el temor me paralizaba. Tenía miedo de él. Y sobre todo de ella, Conocía sus arrebatos, su sadismo latente, que era ejercido discretamente contra mí: la comida demasiado salada, los baños helados, los despertares bruscos… Mi madre siempre afirmó que me quería, pero todo cuanto decía era mentira. Ella era la encarnación de la mentira. Como todas las mujeres.

Reverdi se plantó frente a Marc y lo miró directamente a los ojos.

– Sé que te gustan los detalles. Podría hablarte durante horas de aquel armario trenzado que se convirtió en mi segunda piel. Mi caja de Pandora. Podría contarte cómo me estremecía en la oscuridad, presa de calambres, cómo intentaba, a mi pesar, mirar a través del entramado de rota. Cómo, cuando veía el nuevo rostro de mi padre, sus rasgos se filtraban bajo mi piel y presionaban mis huesos. A veces, el hombre se incorporaba en la cama y preguntaba: «¿No has oído un ruido?». Se levantaba, se acercaba hasta rozar el armario. Yo retrocedía hasta el fondo de mi escondrijo, dejaba de respirar. Él se acercaba tanto que percibía su aliento cargado de cerveza o de cannabis. Detrás de él, oía a mi madre decir, riendo: «Déjalo, será un ratón». Luego repetía más fuerte, para que yo lo oyera: «¡Un sucio ratoncito vicioso!».Y se echaba a reír mientras el hombre volvía con ella.

Reverdi imitaba todas las voces: la del hombre, la de la mujer, la respiración entrecortada del niño. El espectáculo de ese atleta de pureza olímpica convirtiéndose alternativamente en diferentes personajes era aterrador. Una vez más, la doctora Norman había acertado: Jacques Reverdi no poseía una sola personalidad. Varios seres distintos cohabitaban en él, se articulaban sin formar nunca un conjunto coherente.

Marc se arqueó. La migraña se volvía insoportable. Manchas negras danzaban en la estancia circular. No estaba seguro de si viviría hasta el final de la historia.

El apneísta, como si hubiera querido empalmar con los pensamientos de Marc, prosiguió:

– Pero, sobre todo, me faltaba oxígeno. Dentro de mi escondrijo escaseaba el aire. Me costaba respirar. Me entraba pánico. Me moría. Entonces, no sé cómo, encontré la solución.

De repente, una amplia sonrisa, radiante, orgullosa, suavizó sus facciones.

– El arma de la lucha, que iba a hacerme invencible. La apnea. Todas mis biografías cuentan que descubrí esa disciplina en Marsella, después de la muerte de mi madre. Yo mismo difundí esa leyenda. Pero es falsa. Descubrí la apnea en las afueras de París. En el fondo de un armario.

»No sé cómo, un día, en vez de buscar desesperadamente el oxígeno a través del entramado de rota, contuve la respiración. Y entonces se produjo el milagro. De pronto me sentí dotado de una fuerza extraordinaria. Los suspiros de mi madre se alejaron, la amenaza de mi padre, sus múltiples rostros, todo retrocedió… La apnea alzaba entre mí y el mundo exterior un muro, una pared absolutamente estanca. Todo se rompía contra mi caparazón. Me había vuelto impenetrable.

»Empecé a entrenarme todas las noches en mi escondrijo. Ya no oía sus gritos, sus gemidos, sus insultos. Me concentraba para mejorar mi tiempo. Un detalle simbólico: me cronometraba con el reloj que se había dejado uno de mis "padres". Cada noche lo hacía mejor. Cada noche era más fuerte. El armario ya no me daba miedo; yo mismo era un recipiente hermético, inviolable, que protegía mi identidad contra los demás.

»Gracias a esa disciplina, conseguí hacerme mayor. Controlé mis pesadillas, así como también mis pulsiones, cada vez más sombrías. Mi pubertad no fue el despertar del amor, sino el de la muerte. Evidentemente, mis deseos de matar se centraban en mi madre. Unas voces me hablaban, me susurraban que la matara. Pero en el momento culminante, cuando estaba a punto de pasar a la acción, la apnea siempre me salvaba.

»Al mismo tiempo, la situación en casa iba cambiando. Mi madre se desinteresaba de mí. Me había hecho demasiado mayor para participar en sus jueguecitos viciosos. Empezaba a salirme barba. Me estaba cambiando la voz. A los doce años medía más de un metro setenta y cinco. Ya no era un crío. Al contrario, la relación de fuerzas se estaba invirtiendo. Era impensable seguir avasallándome, torturándome. Por lo demás, ella también se había transformado. Su belleza se había marchitado. Se maquillaba exageradamente. Bebía. Y cuando llamaba a las puertas de los desocupados, con la cara pintarrajeada, sus encantos ya no surtían efecto. Volvía a casa con las manos vacías, desesperada, borracha perdida.

»A los trece años, empecé a ocuparme de ella. A cuidarla, a alimentarla, a acostarla. La mantenía con vida, igual que un criador engorda a una oca, con vistas a un festín de odio. Esperaba que estuviese a punto. Para sacrificarla. Pero tuvo suerte. Lejos del armario, lejos de las torturas, lejos de las sesiones de sexo, mi cólera se calmó poco a poco. Incluso acabé por compadecer a aquella ruina, a aquel desecho humano que se arrastraba por casa. Sobre todo cuando identifiqué la enfermedad que seguía destruyéndola, el cáncer incurable que la corroía. El sexo. Mi madre, insaciable, seguía estando igual de salida que siempre.