– ¿Cuánto es?
– Nada.
– ¿Cómo nada? Se lo compro…
El anticuario sonrió amablemente. Azucena sintió cómo una corriente de simpatía se establecía entre ellos.
– Nadie puede vender lo que no es suyo. Ni recibir lo que no ha merecido. Lléveselo, le pertenece.
– Gracias.
Azucena tomó el compact disc y lo guardó en su bolsa. Le dio pena decirle al anticuario que también necesitaba un aparato electrónico para poder escucharlo, porque de seguro ese hombre, tan conocido y desconocido al mismo tiempo, se habría ofrecido a regalarle el aparato y eso, la verdad, ya era mucho encaje. Antes de retirarse, la mujer morena de la cuchara de plata, se acercó a saludar al anticuario. «¡Hola Teo!» El anticuario la recibió con un abrazo. «¡Mi querida Citlali, qué gusto de verte!» Azucena, sin decir palabra, se alejó y dejó a la pareja platicando animadamente. Algunos puestos más adelante compró un discman para escuchar su compact disc y después se dirigió a la cabina aereofónica más cercana. Le urgía llegar a su casa para poder escuchar la música. Se sentía como niña con juguete nuevo. Al llegar al lugar donde estaban las cabinas aereofónicas casi se desmaya. Frente a todas había una multitud hecha bolas tratando de entrar. Azucena logró abrirse paso a codazos y llegar a su meta en un tiempo récord: media hora. Pero su buena fortuna se vio opacada por el empujón que le dio un hombre de prominente bigote que intentó entrar en la cabina antes que ella. Azucena enfureció nuevamente ante esa otra injusticia. Con la cara transformada por la rabia, alcanzó al hombre y lo sacó de un jalón. El hombre se veía de lo más desesperado. Sudaba con la misma intensidad con que pedía clemencia.
– Señorita, ¡déjeme utilizar la cabina, por favor!
– ¡Óigame, no! Me toca a mí. Yo me tardé lo mismo que usted en llegar…
– ¿Qué le cuesta dejarme? ¿Qué son treinta segundos más o treinta segundos menos? Eso es lo que me voy a tardar en dejarle libre la cabina…
La multitud empezó a chiflar y a tratar de ocupar la cabina que esos dos estaban desaprovechando miserablemente. En ese preciso momento el bigotón vio que la cabina de junto se acababa de desocupar y, ni tardo ni perezoso, se coló dentro de ella. Azucena, antes de que le comieran el mandado, se metió dentro de la suya y asunto acabado.
¡Qué horror! Era sorprendente ver al ser humano reaccionar de una manera tan animal en pleno siglo XXIII. Sobre todo si se tomaban en cuenta los grandes avances que se habían alcanzado en el campo de la ciencia. Mientras Azucena marcaba su número aereofónico, pensó en lo agradable que era disfrutar de los adelantos de la tecnología. Desintegrarse, viajar en el espacio e integrarse nuevamente en un abrir y cerrar de ojos. ¡Qué maravilla!
La puerta del aerófono se abrió y Azucena se dispuso a entrar en la sala de su departamento, pero no pudo, una barrera electromagnética se lo impidió. La alarma empezó a sonar y Azucena se dio cuenta de que no estaba en su domicilio sino en la sala de una casa ajena, donde una pareja hacía el amor desenfrenadamente. Bueno, pensándolo bien los adelantos de la tecnología en México no eran muy confiables que digamos. Con frecuencia ocurrían ese tipo de accidentes, debido a que las líneas aereofónicas se cruzaban o se dañaban. Afortunadamente, en estos casos no existía el peligro de muerte. Pero de cualquier manera estos errores no dejaban de ser molestos y bochornosos.
La pareja de amantes al escuchar la alarma suspendió abruptamente el acto amoroso. La mujer trató de acomodarse la falda al tiempo que gritaba: «¡Mi esposo!» Azucena no sabía qué hacer ni adonde dirigir su mirada. La movió por toda la habitación, y finalmente la fijó sobre un cuadro colgado en la pared. Y la voz se le ahogó. ¡El hombre bigotón que estaba en la fotografía no era otro que el mismísimo bigotón con el que se acababa de pelear! Con razón el pobre quería llegar rápido a su casa.
Azucena pensó que de seguro el bigotón tenía que haber alcanzado a marcar su número aereofónico antes que ella lo sacara de la cabina, y que por eso ella había ido a caer en su casa. Azucena pulsó con desesperación su número aereofónico. Nunca antes había estado en una situación tan vergonzosa. Trató de disculparse antes de salir.
– Perdón, número equivocado.
– ¡A ver si se fija! ¡Estúpidaaa!
La puerta del aerófono se cerró y se abrió nuevamente a los pocos segundos. Azucena respiró aliviada al ver que estaba dentro de su departamento. O más bien lo que quedaba de él. La sala se encontraba en completo desorden. Habían muebles y ropa tirados por todos lados, y en medio del caos… ¡el bigotón, muerto! Un hilo de sangre le escurría de los oídos. Esto sucedía cuando un cuerpo, ignorando el sonido de la alarma, cruzaba bruscamente el campo magnético de protección de una casa que no era suya. Las células de su cuerpo no se integraban correctamente y un exceso de presión reventaba las arterias… ¡El pobre! Entonces, lo que en realidad había pasado era que las líneas aereofónicas se habían cruzado y con la desesperación que ese hombre traía por encontrar a su mujer con las manos en la masa tenía que haber salido hecho la brisa de la cabina sin darse cuenta de la alarma… Pero, ¡un momento! ¡Azucena no había dejado conectada la alarma! Seguía esperanzada en que algún día Rodrigo regresaría y no quería que tuviera problema para entrar. Entonces, ¿qué había pasado? Además, ¿por qué había tal desorden en su departamento?
Azucena fue de inmediato a revisar la caja de registro del sistema de protección de su casa y descubrió que alguien había metido mano negra. Los alambres estaban cruzados y mal conectados. ¡Eso quería decir que alguien había intentado matarla! Pero la ineficiencia de la Compañía Aereofónica le había salvado la vida. El cruce accidental de las líneas entre las dos cabinas aereofónicas había hecho que aquel hombre muriera en su lugar. ¡Lo que era el destino! ¡Debía su vida a la ineficiencia! Ahora tenía nuevas preguntas. ¿Por qué la habían querido matar? ¿Quién? No lo sabía. De lo único que estaba segura era de que aquel que hubiera sido traía un permiso para alterar el control maestro del registro del edificio, y Cuquita era la única que tenía facultades para permitírselo.
Azucena tocó la puerta de Cuquita. Tuvo que esperar un momento antes de que Cuquita le abriera, con lágrimas en los ojos. Azucena se apenó de haber llegado en un momento inapropiado. ¡Con tal de que su borracho esposo no la hubiera golpeado nuevamente, todo estaba bien!
– Buenas tardes, Cuquita.
– Buenas tardes.
– ¿Le pasa algo?
– No, es que estoy viendo mi telenovela.
Azucena se había olvidado por completo que Cuquita no atendía a nadie a la hora de su telenovela preferida: la versión moderna de El derecho de nacer.
– ¡Discúlpeme! Se me olvidó por completo… Lo que pasa es que me urge saber quién vino a arreglar mi aerófono…
– ¡Pues quién iba a ser, los de la compañía agrofónica!
– ¿Y traían una orden?
– ¡Pues claro! Yo no ando dejando entrar a nadie así como así.
– ¿Y no dijeron si iban a regresar?
– Sí, dijeron que mañana venían a terminar el trabajo… y si no tiene más preguntas me encantaría que me dejara ver mi telenovela…
– Sí, Cuquita, perdóneme. Gracias y hasta mañana.
– ¡Mjum!
El portazo de Cuquita en su cara le golpeó con la misma fuerza que la palabra «¡Peligro!» en su cerebro. Los supuestos aerofonistas suponían que ella supuestamente había muerto. Y por supuesto que esperaban recoger su cadáver al día siguiente y, supuestamente, sin ningún problema. ¡Hijos de supuesta madre! Al día siguiente regresarían, pero ¿a qué hora? Cuquita no se lo había dicho, pero si le tocaba de nuevo la puerta la mataba. Lo más probable era que esos hombres vinieran en horas hábiles, porque se estaban haciendo pasar por trabajadores de la Compañía Aereofónica. Bueno, tenía toda la noche para organizar su mente y diseñar una estrategia de defensa. Por lo pronto, había que deshacerse del bigotón. Azucena regresó rápidamente a su departamento y buscó en la bolsa del pantalón del cornudo su tarjeta de identificación personal. Después, marcó el número aereofónico que ahí aparecía, metió al bigotón en la cabina y lo mandó de regreso a su casa. ¡No cabía duda que, si ése no había sido el día de suerte para aquel hombre, sí había sido el día de las sorpresas desagradables para su esposa! ¡La cara que iba a poner cuando lo viera! Y Azucena no quería enterarse de la culpa que la iba a atacar después. ¡Bueno, pero nuevamente ella qué tenía que estarse metiendo en lo que no le importaba! Era a causa de una deformación profesional, que siempre se preocupaba por los efectos traumáticos que las tragedias tenían en los seres humanos.