Sentía mucha pena por ese hombre que había truequeado su destino con el de ella. Le estaría agradecida para siempre. La había salvado de morir. Pero ahora ¿quién la iba a salvar del peligro en que se encontraba? Si al menos ese hombre también hubiera truequeado su cuerpo con ella, le habría hecho el favor completo, pues los aerofonistas llegarían, se encontrarían con su cuerpo inerte, la darían por muerta y ella podría seguir buscando a Rodrigo aunque fuera en el cuerpo del bigotón. ¡Intercambio de cuerpos! ¡El «coyote»! ¡Lotería! Azucena sólo tenía que presentarse muy de mañana en la Procuraduría de Defensa del Consumidor y de seguro encontraría al «coyote» que ofrecía el servicio de trasplante de alma a cuerpos sin registro. Sabía que eso representaba entrar de lleno en el terreno de la ilegalidad, que se estaba arriesgando a que en la oficina de Escalafón Astral se enteraran de sus actividades ilícitas y le cancelaran su autorización para vivir al lado de su alma gemela. Pero a esas alturas a Azucena ya no le quedaba otra salida. Estaba dispuesta a todo.
Mientras estaba al acecho del «coyote», infiltrada en la cola de gente que esperaba que abrieran las oficinas de la Procuraduría de Defensa del Consumidor, Azucena no podía dejar de pensar en quién y por qué quería matarla. Ella ya había pagado todos sus karmas. No tenía enemigos ni debía ningún crimen. La única que la detestaba era Cuquita, pero no la creía tan inteligente como para preparar una muerte tan sofisticada. Si hubiera tenido intención de matarla, hacía mucho que le habría enterrado un cuchillo de cocina por la espalda. Entonces, ¿quién? La desagradable imagen del «coyote» doblando la esquina interrumpió sus cavilaciones. Azucena salió a su encuentro. En cuanto el «coyote» la vio venir, sonrió maliciosamente.
– ¿Qué? ¿Ya cambió de opinión?
– Sí.
– Sígame.
Azucena siguió al «coyote» por varias cuadras y poco a poco se adentraron en el barrio más antiguo y deteriorado de la ciudad. Penetraron en lo que en apariencia era una fábrica de ropa y bajaron al sótano por unas escaleras falsas. Azucena, horrorizada, entró en contacto con lo que era el tráfico negro de cuerpos.
Ese negocio lo había iniciado sin querer un grupo de científicos a fines del siglo XX al experimentar con la inseminación artificial en mujeres estériles. Ésta se practicaba de la siguiente manera: primero se extraía un óvulo de la mujer por medio de una operación. Este óvulo era fecundado en probeta utilizando el esperma del esposo. Y cuando el feto de probeta tenía varias semanas, se implantaba en el vientre de la mujer. Algunas veces la mujer no podía retener el producto y abortaba. Entonces había que repetir todo el proceso. Como la operación quirúrgica resultaba molesta, los científicos decidieron que en lugar de extraer un óvulo, extraerían varios a la vez. Los fecundarían todos por igual, de manera que si por alguna razón fracasaba el primer intento de implantación, contaban con un feto de repuesto, de la misma madre y del mismo padre, listo para ser introducido en el útero. Como no todas las veces era necesario utilizar un segundo y mucho menos un tercer feto, los sobrantes fueron congelados dando inicio así al banco de fetos. Con ellos se realizaron todo tipo de experimentos inhumanos, hasta el momento del gran terremoto. Desde ese tiempo el laboratorio y el banco de fetos quedaron sepultados por muchos años bajo tierra. En este siglo, al estar haciendo una remodelación en una tienda, habían descubierto los fetos congelados. Un científico sin escrúpulos los había comprado y con técnicas modernas había logrado desarrollar cada feto en un cuerpo adulto. El negocio se le presentaba ideal. El único ser capaz de implantar el alma dentro de un cuerpo humano es la madre. Estos cuerpos no la tenían, por lo tanto, no tenían alma. Tampoco tenían registro, pues no habían nacido en ningún lugar controlado por el gobierno. En otras palabras, ¡sólo esperaban que alguien les trasplantara un alma para poder existir! Y al «coyote» le encantaba realizar ese tipo de «buenas obras».
Azucena lo siguió por los tétricos pasillos. No sabía cuál cuerpo elegir. Había de todos tamaños, colores y sabores. Azucena se detuvo frente al cuerpo de una mujer que tenía unas bellas piernas. Ella siempre había soñado con tener unas piernotas. Las suyas eran muy flacas y, aunque tenía infinidad de virtudes intelectuales y espirituales para compensar ese defecto, siempre le había quedado el gusanito de tener unas piernas esculturales. Azucena dudó por un minuto, pero como no tenía mucho tiempo para gastar en indecisiones, pues los aerofonistas estaban por llegar a su casa, rápidamente señaló el cuerpo al mismo tiempo que decía «¡Ese!» En cuanto escogió el cuerpo, pidió que le hicieran el trasplante de inmediato. Eso aumentó el costo, pero ni modo. En la vida hay cosas que ni qué.
En un abrir y cerrar de ojos, Azucena ya estaba dentro del cuerpo de una mujer rubia, de ojos azules y piernotas. Se sentía muy extraña, pero no podía detenerse a reflexionar sobre su nueva condición. Pagó por su servicio y la condujeron a una cabina aereofónica secreta desde donde envió su antiguo cuerpo a su departamento. Ni siquiera pudo despedirse de él. Inmediatamente después, se trasladó a la cabina aereofónica que quedaba más cerca de su domicilio. Quería llegar más o menos al mismo tiempo que su cuerpo, pues necesitaba estar presente cuando los aerofonistas fueran a recoger su cadáver para verles las caras a sus enemigos. Había tenido el cuidado de dejar los alambres conectados tal y como los había encontrado. De esa manera, al entrar su viejo cuerpo a su casa «moriría» tal y como los asesinos lo esperaban, y así dejarían de molestarla. Azucena estaba parada en la esquina de su calle. Desde ahí podía observar perfectamente el movimiento en su edificio. Aunque ella también era objeto de observación y no dejaba de recibir piropos dirigidos a sus piernotas.
¡Cómo era posible que la humanidad no hubiera evolucionado en tantos milenios! ¿Cómo era posible que un par de bellas piernas siguiera trastornando a los hombres? Ella era la misma que el día de ayer, no había cambiado nada, sentía lo mismo, pensaba lo mismo, y sin embargo el día de ayer nadie le prestaba atención. ¿Cuánto tiempo más iba a tener que pasar para que los hombres se extasiaran contemplando la brillantez del aura de una mujer iluminada y santa? Quién sabe. Pero si pasaba más tiempo en ese lugar, se iba a exponer a otra clase de proposiciones. Decidió entrar en la tortería que se encontraba en la otra esquina de su calle, pues aparte de que desde ahí podía seguir observando quién entraba y salía de su edificio, podía comer una deliciosa torta cubana. Repentinamente ¡le había entrado un hambre! Quién sabe si era a causa de la angustia o porque a su nuevo cuerpo le urgía nutrirse, el caso era que moría por una torta. Su entrada en la tortería llamó la atención de todos los hombres.
Azucena se sintió molesta. Rápidamente cruzó el local y se sentó junto a la ventana para no perder detalle de lo que pasaba afuera. En cuanto sus piernas se ocultaron de la vista de todos, la tortería volvió a su rutina. La mayoría de los clientes habituales eran trabajadores que vivían en la Luna y que tenían que viajar muy temprano, antes de que el canal de noticias iniciara su programación. Entonces, en esta tortería, aparte de que podían desayunar riquísimo, se enteraban de lo que pasaba en el mundo. Lo más agradable de todo era que los dueños de la tortería conservaban una pantalla de televisión del año del caldo, lo cual siempre era un enorme alivio, y mucho más en esos momentos convulsionados. Los noticieros no hacían otra cosa que repetir y repetir el asesinato del señor Bush, y era espantoso verse forzada por la televirtual a estar dentro de la escena del crimen una y otra vez. Escuchar la detonación en el oído, ver cómo entraba la bala en la cabeza y luego ver cómo salía del cerebro junto con parte de la masa cerebral, ver al señor Bush desplomarse, escuchar los gritos, las carreras, revivir el horror. La mayoría de los restaurantes tenían televirtuales encendidas todo el día a petición de la población que estaba temerosa y quería enterarse minuto a minuto de lo que pasaba. Azucena no sabía cómo lo soportaban, cómo podían comer entre el olor de la sangre, de la pólvora, del dolor. Al menos en este lugar, donde los dueños se negaban a tener televirtual, cada uno podía decidir si veía o no veía lo que aparecía en la pantalla. Bastantes motivos tenía Azucena para sentirse triste y angustiada como para revivir ese tipo de sufrimientos.
Azucena decidió concentrarse en ver lo que pasaba del otro lado de la calle mientras los demás parroquianos veían la televisión. Las noticias no decían nada nuevo sobre las investigaciones del asesino del señor Bush.
– La policía continúa en el lugar de los hechos recabando pruebas…
– Este cobarde asesinato ha sacudido la conciencia del mundo…
– El Procurador General del Planeta ha girado instrucciones a los elementos de la Policía Judicial para que se avoquen a las investigaciones que conduzcan a la localización del asesino…
– El Presidente Mundial del Planeta condena este atentado en contra de la paz y la democracia y promete a la población que se procederá a la mayor brevedad posible para saber de dónde proviene y quiénes son los autores intelectuales de este reprobable atentado…