Azucena no daba crédito a lo que sus ojos veían. Cuquita era dueña de una cantidad impresionante de objetos horrorosos y de mal gusto. Lo que más le llamó la atención fue un extraño aparato parecido a una elemental máquina de escribir. Cuquita la trataba con especial cuidado. Azucena le preguntó que qué era y Cuquita le respondió con gran orgullo:
– Es un invento mío.
– ¡Ah! ¿Sí…? ¿Y qué es?
– Es una Ouija cibernética.
Cuquita acomodó el aparato sobre la mesa de noche y se lo mostró a Azucena como si estuviera vendiendo un producto de Avon. El aparato estaba integrado por una computadora antiquísima, un fax, un tocadiscos de la época de las cavernas, un telégrafo, una báscula, un matraz del que salían unos tubos extraños, un comal delimitado por cuarzos y una matraca. En medio del comal había unas manos delineadas que indicaban el lugar donde uno debía depositarlas.
– Este… ¡qué bonita, oiga! ¿Y para qué sirve?
– ¡Cómo que para qué! ¿Qué, nunca ha usado una Ouija?
– No.
– No pos si me había olvidado que ustedes los evolucionados son muy snocks y no necesitan destos aparatos para comunicarse con sus Ángeles de la Guarda, pero nosotros, los que no tenemos acomplejamiento de superioridat, los pobres de espíritu, los amolados, los que tenemos que rascarnos con nuestras propias uñas, somos los que, si queremos saber cosas de nuestro pasado, tenemos que inventar chungaderas como éstas…
A Azucena le conmovió el reclamo de Cuquita. A leguas se veía que estaba muy resentida y llena de dolor. Ella, como astroanalista, sabía que no podía dejar que continuase vibrando en esa emoción negativa sin el tratamiento adecuado, y trató de afirmarla para subirle el ánimo.
– No se enoje Cuquita. Si le pregunté para qué servía no era porque nunca hubiera utilizado una Ouija sino porque nunca había visto una tan completa… tan diferente… tan novedosa. ¿Cómo funciona, oiga?
Cuquita, al sentirse afirmada, se calmó de inmediato y empezó a suavizar el tono de su voz.
– ¡Ah!, pues mire, la cosa es muy sencilla. Si usté quiere comunicarse con su Ángel de la Guarda pone las manos aquí en el comal, y piensa en la pregunta y lueguitito recibe la respuesta por el fazzz. Ahora que si usté quiere hablar con sus seres queridos que ya murieron, es conveniente que nadie se entere de lo que hablan, por aquello de los tesoros escondidos y esas cosas, enton's se manda la pregunta por telégrafo y se recibe la respuesta por ahí mismo…
– ¡Qué maravilla, oiga!
A Cuquita, al sentirse admirada, se le iluminó la cara y hasta le salieron colores aparte de los moretones que ya traía.
– ¡Uy! Y eso no es nada. Mire, si por ejemplo a usté le quieren vender un disco o una antigüedat, que era digamos de Pedro Infante o alguien así, y usté quiere saber si es cierto o nomás le están viendo la cara, enton's en caso de que sea el disco pues lo pone aquí -señalando el tocadiscos- 'ora que si se trata de cualquier otra antigüedat la ponemos acá -señalando el matraz- y le echamos un líquido especial que lo va a desmenuzar como si fuera hielo engrapé y luego la computadora va a imprimir la historia del ojeto, narrada por el ojeto mismo y en el fazzz saldrán las fotos a color de todos los que hayan tocado ese ojeto en la vida, o sea, que mata dos pájaros de un tiro, porque por un lado se asegura de que no le den gato por liebre y por el otro obtiene una foto gratis de su ídolo favorito. ¿Qué le parece?
Azucena quedó verdaderamente con la boca abierta. ¿Cómo era posible que esa mujer, que ni la primaria terminó, hubiese sido capaz de inventar un aparato tan sofisticado? Bueno, faltaba ver que de veras sirviera, pero de cualquier forma le parecía admirable su iniciativa. Cuquita no cabía en sí del gusto de ver que Azucena estaba verdaderamente interesada en su aparato.
– Oiga, Cuquita, sólo tengo una duda. Si, por ejemplo, yo lo que quiero saber es de quién fue una cama, ¿cómo le hago?
– Pos le quita una astillita y la metemos en el matraz.
– Pero ¿si la cama es de latón?
– Ay, oiga, pos no la compra. Yo no voy a andar pensando en todo. ¿Y sabe qué? Mejor ahí le paramos porque me está poniendo bien nurótica.
Cuquita estaba a punto de explotar y Azucena quería evitarlo. No sería un buen comienzo para el inicio de su vida juntas.
– Oiga, y no me ha dicho para qué es la matraca.
– ¡ Ah!, pos ésa es re' importantísima. Con sus vueltas y su sonido cambia la energía del cuarto donde se van a recibir los mensajes de onda corta y así evita interferencias de los chamucos.
– ¡Ahhhhh!
Azucena no pudo evitar el sentir una enorme curiosidad por comunicarse con el más allá. Desde que rompió comunicación con Anacreonte no tenía idea de qué era lo que estaba pasando o iba a pasar. Tal vez ésa fuese su oportunidad de saber de Rodrigo sin dar su brazo a torcer con Anacreonte.
– Oiga, ¿podría hacer una pregunta?
– ¡Claro!
Cuquita se sintió de lo más halagada con la petición y de inmediato empezó a sonar la matraca por toda la recámara. Enseguida, le dio instrucciones a Azucena de cómo poner las manos en medio del comal y de cómo concentrarse para hacer su pregunta. Azucena siguió las instrucciones al pie de la letra y en unos segundos en el fax se empezó a imprimir la respuesta: «Querida niña, lo vas a encontrar más rápido de lo que tú esperas.»
A Azucena se le llenaron los ojos de lágrimas. Cuquita la abrazó protectoramente.
– ¿Ya ve? Todo se le va a arreglar.
Azucena asintió con la cabeza. La felicidad no la dejaba hablar. Cuquita se sentía realizada por completo. Era la primera vez que alguien usaba su aparato y había comprobado que sí funcionaba. El ambiente de la casa cambió de inmediato. Azucena lo notó y se dio cuenta de que la pequeña ayuda que le había prestado a Cuquita le estaba dando grandes beneficios. Empezó a verle el lado bueno a la situación en que se encontraba. Después de todo podía ser muy divertido y provechoso tener a Cuquita unos días con ella.
La noticia de que pronto encontraría a Rodrigo le había subido tanto el ánimo que se le ahuyentaron las nubes negras de la cabeza. Por primera vez en muchos días sintió alivio en el corazón. Y pensó que ése era el mejor momento para ponerse a escuchar su compact disc. Se sentía tan relajada que le apareció todo el cansancio acumulado. Le sugirió a Cuquita que ya era hora de dormir. A Cuquita le cayó muy bien la sugerencia. Eran las tres de la mañana y había sido un día largo. Azucena se puso los audífonos en la cabeza, se acostó en un lado de la cama y cerró los ojos. Cuquita hizo lo propio.
Pero de pronto Cuquita descubrió el control de la televirtual y enloqueció de gusto. Se le olvidó el sueño, el cansancio y el dolor de los moretones. Toda su vida había querido tener una televirtual y nunca había tenido dinero para comprarla. A lo más que había llegado era a tener una televisión de tercera dimensión, común y corriente. Enseguida la encendió y empezó a cambiarle a todos los canales como niña chiquita. Azucena ni cuenta se dio. Estaba escuchando tranquilamente su compact disc con los ojos cerrados.
Cuquita, como digna representante del partido de los no evolucionados, estaba gozando con morboso placer el programa de Cristina. Esa noche estaban transmitiendo en vivo desde la cárcel de un planeta de castigo. Con la ayuda de la cámara fotomental, los pensamientos de los peores criminales que ahí se encontraban eran convertidos en imágenes de realidad virtual. De esa manera, los televirtualenses podían instalarse en medio de las recámaras donde habían ocurrido los incestos, las violaciones, los asesinatos. Cuquita estaba encantada. Ese tipo de emociones fuertes no las tenía desde que estaba en la escuela. El sistema de enseñanza utilizaba el mismo método para que los alumnos aprendieran lo terrible que eran las guerras. Los ponían en medio de una batalla a oler la muerte, a sentir en carne propia el dolor, la desesperación, el horror. Sabían que ésa era la única manera en que el ser humano aprendía, recibiendo las experiencias a través de los órganos de los sentidos. Y se esperaba que después de ese aprendizaje directo nadie se atrevería a organizar una guerra, a torturar o a cometer cualquier clase de infracción a la ley, pues ya sabían lo que se sentía. Pero no era así. Efectivamente, se había controlado la criminalidad, pero no tanto porque el hombre hubiera aprendido la lección, sino por los avances de la tecnología. Hasta antes del asesinato del señor Bush nadie se había atrevido a matar, no porque no se les hubiera antojado, sino por el temor al castigo. Con los aparatos inventados nadie se escapaba de que lo capturaran. A los seres humanos, entonces, no les había quedado otra que aprender a reprimir sus instintos criminales, pero eso no quería decir que no los tuvieran. No, para nada. La prueba era el enorme rating que tenían los programas de Cristina, Oprah, Donahue, Sally, etcétera, donde los televirtualenses podían experimentar todo tipo de emociones primitivas. El gobierno permitía su transmisión porque así el pueblo canalizaba sus instintos asesinos y era más fácil mantenerlos bajo control.