Con estas palabras, Anacreonte dio por terminada la que suponía breve, y terminó siendo larga, revisión a la Ley del Amor. Enseguida le dio a Azucena un amoroso abrazo y la acompañó en su regreso a la Tierra.
Azucena nunca supo bien a bien cómo fue que lograron escapar de Agapito y sus guaruras. Fue realmente dramático su regreso a la Tierra en el cuerpo de una ciega. No sólo porque fue en un momento crítico, sino porque era complicadísimo manejar un cuerpo desconocido. La primera vez que cambió de cuerpo no había tenido mucho problema, pues le entregaron un cuerpo nuevecito, en cambio el de ahora estaba viejo y lleno de mañas. Azucena iba a tener que domarlo poco a poco, hasta saber cuáles eran sus detonadores, sus estímulos, sus gustos y sus disgustos. Primero tenía que empezar por aprender a caminar sin contar con el sentido de la vista y utilizando unas piernas reumáticas. Lo cual no era nada fácil. El no ver la tenía perdida por completo. Nunca supo cómo se salvaron de los guaruras de Isabel. De lo único que se enteró fue de que unas manos masculinas la jalaron, la ayudaron a escalar entre los sonidos de los balazos y de la infinidad de obstáculos con que se tropezaba minuto a minuto. Hubo un momento en que cayó al piso y su cuerpo ya no le respondió. Le dolía hasta el alma. Una intensa punzada en las rodillas no le permitía levantarse. Las manos de hombre la levantaron en vilo y la transportaron hasta la nave del compadre Julito, que se encontraba estacionada en la azotea del edificio. Corrió con tan buena suerte que ni uno solo de los balazos dirigidos en su contra dio en el blanco. Cruzaron todo el trayecto como Juan por su casa. Y fue justo cuando acababan de entrar en el interior del aparato y cerrar la puerta que una lluvia de balazos chocó contra la nave. Fue una huida muy afortunada, pues nadie salió herido de gravedad. En el recuento de los daños no se pasó de unos pocos raspones y una que otra magulladura. A excepción del cuerpo de Azucena, que se había muerto, todos estaban sanos y salvos. La nave se elevó rápidamente entre los festejos de sus ocupantes.
Fue hasta que el susto había pasado que Azucena empezó a tomar conciencia de lo que había ocurrido. ¡Estaba viva! En el cuerpo de una ciega, pero viva al fin. Todos le habían dado la bienvenida y estaban muy contentos de que estuviera entre ellos. Azucena se lo agradeció en el alma. Inclusive Cuquita, que había sufrido la pérdida de su abuelita, se alegró por ella. Entendía perfectamente que la abuelita ya había cumplido su tiempo en la Tierra y le parecía de lo más correcto que su vecina ocupara el cuerpo que la querida vieja había desocupado. Azucena se sintió de lo mejor. Lo único que tenía que hacer era aprender a manejarse en la oscuridad y ya. Estaba tan agradecida con los Dioses de que la hubieran dejado volver a la Tierra que no le veía el lado negativo al estado en que se encontraba. Es más, encontraba que su ceguera podía traerle enormes beneficios. Las formas y los colores distraen demasiado la atención. Su nueva condición la obligaba a concentrarse en sí misma, a verse para adentro, a buscar imágenes del pasado. Además, «ojos que no ven, corazón que no siente». Ya no tenía por qué ser testigo de las miradas que Rodrigo y Citlali se lanzaban. Pero se le olvidaba un pequeño detalle. Los ciegos suplían la falta del sentido de la vista con el del oído. Azucena descubrió con horror que podía escuchar sin dificultad hasta el delicado aleteo de una mosca, ya no se diga la plática que sostenían Rodrigo y Citlali. Escuchaba con toda claridad cómo se desarrollaba el flirteo entre ambos. Las risas, el coqueteo, las insinuaciones.
El optimismo se le acabó. Los celos retornaron a su vida como por arte de magia. La paz le había durado sólo unos instantes. Nuevamente la inseguridad y el temor se apoderaron de su mente, y de inmediato se deprimió. Sintió que podía perder a Rodrigo para siempre. Lo que más la desesperaba era descubrir que él estaba mucho más ciego que ella. Por su plática se adivinaba que estaba loco por Citlali. ¿Cómo era posible? ¿Qué tenía Citlali para ofrecerle? Un bello cuerpo, sí, pero por mucho que le diera nunca se iba a poder comparar con lo que ella, ¡su alma gemela!, podía darle. ¿Cómo era posible que Rodrigo perdiera su tiempo en tonterías? ¿Cómo era posible que no se diera cuenta de que ella, Azucena, lo amaba más que nadie y lo podía hacer el hombre más feliz del mundo? Desde que lo conoció no había hecho otra cosa que ayudarlo, comprenderlo, darle su apoyo, tratar de hacerlo sentir bien, y él, en lugar de valorarla, se dejaba llevar por las nalgas de Citlali. De seguro que no le quitaba la vista a sus caderas. Lo había visto devorárselas con la mirada desde que la conoció. De cualquier otro hombre no le habría extrañado nada: así son todos, no saben distinguir a las mujeres ideales, se dejan llevar siempre por un par de nalgas. Pero nunca lo esperó de su alma gemela, por muy borrada la memoria que tuviera. Lo que más coraje le daba era que el sentimiento de devaluación de su persona y las inseguridades que se le alborotaban no la dejaban concentrarse en resolver el problema en que estaban metidos.
Se sentía muy apenada con todos. Por culpa de ella, ahora Cuquita, el compadre Julito, y hasta Citlali estaban embarcados en la bronca. Se preguntaba si algún día dejarían de empeorarse las cosas para ella. Bueno, para colmo, ¡hasta el Popocatepetl se había encabronado! No lo sabía de cierto, pero sospechaba que el terremoto había sido provocado por él. En anteriores ocasiones ya lo había hecho. Era una manera de mostrar su disgusto por los acontecimientos políticos. Era siempre un aviso de que las cosas no estaban bien. Lo único que a Azucena le tranquilizaba era pensar que la Iztaccíhuatl no se había contagiado del enojo, pues quien realmente regía el destino del país y de todos los mexicanos era ella. El Popocatepetl siempre ha actuado como príncipe consorte. Pero la principal era ella. Su enorme responsabilidad la mantenía muy ocupada y la distraía de los pequeños placeres del amor de pareja. Ella no podía darse el lujo de entregarse a los placeres de la carne pues tenía que ver por todos sus hijos y velar por ellos.
Una leyenda indígena dice que su marido, el Popocatepetl, la ve como la gran señora y la respeta muchísimo, pero como necesita desfogar su pasión, se buscó una amante. Se llama la Malintzin. La Malintzin es muy simpática y cachonda y lo hace pasar muy buenos momentos en su compañía. La Iztaccíhuatl por supuesto que sabe de estos amoríos, pero no les da importancia. Ella tiene asuntos más importantes que atender. El destino de la nación es cosa seria. Tampoco le interesa castigar a la Mahntzin. Es más, le agradece que mantenga satisfecho a su esposo, ya que ella no puede. Bueno, no es que no pueda. ¡Por supuesto que puede y lo haría mejor que nadie! Pero no le interesa. Prefiere conservar su grandeza, su poderío, su señorío y dejar que la Malintzin se ocupe de asuntos menores, dignos de su condición. No la considera más que buena para retozar en la cama. La mantiene dentro de esa categoría y la ignora por completo.
Azucena pensaba que ya que Rodrigo tenía el síndrome del Popocatepetl y se andaba divirtiendo con su Malintzin, a ella le gustaría tener el síndrome de la Iztaccíhuatl. En ese momento, ella era responsable del destino de varias personas. Tenía que resolver grandes problemas y, en lugar de eso, estaba muy preocupada por no tener el amor de Rodrigo. ¡Con toda su alma le pidió ayuda a la señora Iztaccíhuatl! Cómo necesitaba tener un poco de su grandeza. Le encantaría no sentir esa pasión que la encogía por dentro, que la atormentaba. Le gustaría dejar de angustiarse por el tono de coqueteo que tenía la voz de Rodrigo y encontrar la paz interior que tanto necesitaba. ¡Le hacía tanta falta el abrazo de un hombre, sentir un poco de amor!
Teo se acercó a ella y la abrazó tiernamente. Parecía que le había adivinado el pensamiento, pero no había tal. Lo que pasaba era que estaba actuando bajo las órdenes de Anacreonte. Teo era uno de los Ángeles de la Guarda undercover con los que Anacreonte trabajaba en la Tierra. Recurría a ellos en casos de extrema necesidad, y ése era uno de ellos. No podían dejar que Azucena se deprimiera nuevamente. Azucena se dejó abrazar. Al principio, el abrazo le transmitió protección, amparo. Azucena recargó la cabeza en el hombro de Teo. Él, con mucha ternura procedió a acariciarle el pelo y a darle besos muy suaves en la frente y las mejillas. Azucena levantó el rostro para recibir los besos con mayor facilidad. Su alma empezó a sentir un enorme consuelo. Azucena tímidamente correspondió al abrazo con otro abrazo y a los besos con otros besos. Las caricias entre ambos fueron subiendo poco a poco de intensidad. Azucena chupaba como loca la energía masculina que Teo le estaba proporcionando y que ella tanto necesitaba. Teo la tomó de la mano y suavemente la condujo al baño de la nave. Ahí se encerraron y dieron rienda suelta al intercambio de energías. Teo, como Ángel de la Guarda undercover que era, tenía un elevado grado de evolución. Sus ojos estaban capacitados para ver y gozar la entrega de un alma como la de Azucena así fuera dentro de un cuerpo tan deteriorado como el de la abuelita de Cuquita.