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Tuvo que hacer dos transbordos; casi se quedó helada una noche, aunque aún no era época de frío. Cuando llegó a Barcelona vio con desesperación que su traje nuevo estaba manchado de hollín, así como su cara y sus manos. Eran las ocho de la mañana. Se sentía entumecida, tímida. Entró en un bar, y pidió un café.

Al pronto miraba hacia todos lados, recelosa. Pensaba que iba a encontrar alguien que la reconociese. Que la iban a interrogar. Nadie le decía nada, y concluyó tomando su brebaje hirviente con una satisfacción extraña. No comprendía cómo no había tenido arrestos, en tantos años, para hacer lo que estaba haciendo ahora. Se sentía libre, inocente. Una colegiala en vacaciones.

Se puso en camino un rato más tarde. Tenía que buscar la casa de su sobrina, la casa de doña Eloísa, y era muy difícil orientarse en aquella ciudad que ella creía conocer tan bien pero que le daba la impresión de haber crecido, de haberse complicado monstruosamente.

Se sentó en un tranvía con aire de reina. Había olvidado ya la negrura de su cara y sus manos… Y se había equivocado de línea.

Dio mil vueltas, anduvo, preguntó… Al fin encontró la casa. La portera la miró con desconfianza.

– ¿A doña Eloísa busca?… ¡Ah, bueno!…

En la puerta del piso tuvo que aguantar la inspección de una criada, que al cabo, con un "¡Espere!" le cerró la puerta y la dejó esperando allí, en el rellano de la escalera.

Unos minutos después la puerta se abrió y en su marco apareció una viejecita vestida de negro. La viejecita tenía el cabello plateado, sujeto en un moño. Aunque Mercedes no recordaba ya la cara de doña Eloísa, supuso en seguida que era ella.

– Pero, ¿no me conoce? ¿No me conoce?…

Se tiró a sus brazos, antes de que la anciana tuviera tiempo de retroceder. Porque doña Eloísa veía algo muy raro. Una mujer con el cabello rojizo, quemado, vestida de verde, con una cara completamente llena de tiznones, donde relucían unos ojos verdes también. Doña Eloísa temió deshacerse en aquel impetuoso abrazo.

– Hija… ¿No te habrás equivocado?… Ahora no recuerdo…

– Soy Mercedes, la hermana de María Rosa.

– ¡Dios mío!… Pasa.

Mercedes siguió a la señora a lo largo de un pasillo oscuro. Luego se abrió una puerta y apareció una alegre habitación, y una alegre galería de cristales donde cantaban en su jaula dos canarios y se abrían flores en macetas. Una mujer joven, de cara severa, daba su papilla a un niño de un año, que no quería tomarla. Se volvió, y sus ojos se abrieron con cierto espanto, luego con irritación, al ver a su abuela seguida de aquel esperpento.

– Hija, Lolita… Aquí tienes a tu tía Mercedes, que acaba de llegar.

– ¿A mi tía?… ¿Qué tía?

– La única hermana de tu madre.

Lolita se limpió la mano en una servilleta y luego la tendió a Mercedes.

– Perdone. Nunca había oído hablar de usted. Cayó un silencio penoso. Un silencio que sólo interrumpían los pájaros con sus gorjeos.

Mercedes se había derrumbado en una silla del comedor. Porque aquella habitación era un comedor muy bonito, abierto por una puerta corrediza a la amplia galería, donde estaba Lolita con su niño, y que estaba amueblada como un simpático cuarto de estar.

Mercedes miraba los cuadros de las paredes, el frutero del aparador, las blancas cortinas de la galería.

– ¡Dios mío! ¡Qué felicidad estar aquí!

Esta exclamación no encontró eco. Otra vez un silencio extraordinario volvió a caer sobre las mujeres, durante un minuto lo menos.

CAPITULO III

USTED, doña Eloísa, me lo dijo… "Si algún día no puedes aguantar a ese monstruo, escápate, ven a mis brazos. Yo te ayudaré, yo te protegeré…" Todos estos años he vivido pensando en esas palabras. Aquí me tiene.

Era la hora de la comida de mediodía. La familia estaba en la mesa. Todos miraban a doña Eloísa. Todos, eran: Lolita, su marido – un joven, serio – y un niño de siete años, rubio y gracioso, que miraba con admiración a la abuelita.

Aparte de esta admiración, doña Eloísa sólo cosechaba en las miradas espantado asombro.

Mercedes comía a dos carrillos, además de hablar. Los otros, aunque estaban callados, casi no podían pasar bocado.

– Por eso, cuando don Juan Roses fue a verme de parte de usted, yo comprendí que era mi destino. He venido decidida a trabajar, a triunfar. Usted me acompañará por los camerinos.

Su respetabilidad me pondrá a salvo. Porque son muchos los peligros del teatro para una mujer como yo… Y no quiero…

Las cabezas del matrimonio se volvían como si un mecanismo las manejase a compás. Los dos pares de ojos iban de la cara extraordinaria de Mercedes a la no menos asombrosa de la abuelita.

La abuelita, tímida como un pájaro desde que Lolita tenía uso de razón, no parecía extrañada en absoluto de las razones que daba aquella loca. Hasta tenía una chispa divertida en los ojos.

– ¿De modo que don Juan te fue a ver de mi parte?

– Sí… Si no llega a ser por eso, yo hubiera muerto. Estaba a punto de suicidarme cuando llegó.

Lolita no se pudo contener.

– ¿Es verdad eso?… ¿Tú mandaste a don Juan, abuela?…

La abuela no mentía nunca. Eso lo sabían todos. Pero la abuela, sin que nadie se explicase por qué, tampoco quería decir la verdad.

– Hijos míos… Yo soy tan vieja, que todo se me olvida. Es muy posible que como yo he recordado tantas veces a Mercedes en estos años, a don Juan se le ocurriera…

Ahora el matrimonio se miraba. Debieron de comunicarse muchas cosas en un segundo, con los ojos. El marido parecía interrogar. La mujer contestó con un gesto de asentimiento.

Entonces él habló.

– El caso es… que usted, Mercedes, debe pensar dónde va a hospedarse. Aquí no podemos tenerla.

Mercedes se irguió. Frunció el ceño.

– Doña Eloísa dirá la última palabra.

– Mercedes… Esta casa es de Luis. Bastante hace con tenerme aquí, el pobre… Pero por esta noche podrás dormir en mi cama…

– No, yaya.

Fue una terminante negativa la de Lolita; ni el cariñoso apelativo de "yaya" pudo dulcificarla.

– Bueno, pues ya buscaremos esta tarde una pensioncita…

– Hay que saber si doña Mercedes tiene dinero.

– Tengo dinero.

– Entonces no hay más que hablar… Y la felicito. Nosotros, en cambio, no tenemos.

Doña Eloísa pensó que Luis estaba furioso. La gente, después de pasar los terribles años de guerra, se había vuelto así, malhumorada y poco hospitalaria… Y ¡aquella buena de Mercedes, presentarse así!… Buena la había hecho don Juan con ir a verla… No era posible que don Juan le hubiese dicho que ella, Eloísa… ¡Si ella casi no había hablado nunca con don Juan! Por lo menos, de Mercedes no había hablado nunca…

Después de aquella terrible conversación a mediodía, la abuelita tuvo que sufrir interrogatorios y reproches a media voz. Se consultó el periódico, y Luis señaló una lista de habitaciones cuyo alquiler módico se ofrecía. Mercedes salió a buscar alojamiento, sin que la abuelita pudiera acompañarla.

– Tú te quedas en casa, yaya… ¡A tus años!… Mercedes ya sabrá manejarse sola.

Mercedes sabía. A media tarde volvió por su pobre equipaje. La abuela le susurró al oído: – Mañana, a las ocho, en la iglesia de…

– ¿Qué le decías a esa loca, yaya?

– Nada, hija…

– ¿Es verdad que cuando se casó le aconsejaste que se separase del marido?… Me imagino que serán invenciones suyas.

La abuelita se puso las gafas, porque iba a coser.- Sí, hija; creo recordar que le dije algo por el estilo…

– ¡Abuela!

La abuela enrojeció. Al cabo de un rato se fue serenando, y entonces levantó la vista, sobre sus gafas, y encontró que la cara de su nieta era demasiado dura.

– ¿Qué edad tienes, hija mía?

– Vamos, yaya. Pareces trastornada hoy tú también. Veintisiete años.

– Justo, tenías dos cuando Mercedes se casó… Mercedes era encantadora en aquel tiempo… Y tan loca…

– Pero tú siempre has sido tan razonable… ¡Es increíble que le dijeras una cosa así!… Y que ella se acuerde al cabo de veinticinco años y tú lo encuentres natural… Vamos, me parece que empiezas a chochear… Luis estaba estupefacto.

– Luis y tú sois demasiado jóvenes. Es natural que no entendáis…

– No me vas a decir que piensas acompañarla por los camerinos…

La abuelita suspiró.

– Pobre Mercedes… No habrá camerinos…

– Claro que no… ¡Si está para mandarla al manicomio!

Luisito, el niño mayor del joven matrimonio, fingiéndose dormido, atisbaba por entre sus pestañas rubias a la "yaya", su bisabuela, que compartía con él un pequeño dormitorio.