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– Pero, ¿no piensas en ellos nunca?.

Mercedes frunció el ceño.

– No pienso, no… No pienso. Ya es hora de que una vez en la vida piense en mí, en mí, en mí…

Era una especie de ataque histérico. Llegó Lolita cuando lo tenía.

– ¡Vamos! ¿Pero qué es esto?

– La pobre – comentó la abuelita -, se le han muerto cinco hijos…

Lolita quedó desconcertada.

– ¡Vaya por Dios!… Pues es una desgracia…

No lo creía del todo, y sin embargo, de las mil cosas que había oído en boca de su tía Mercedes, ésta era una de las pocas absolutamente verdaderas. Mercedes se serenó de pronto. Le había tomado cierto miedo a Lolita. Hubo una pausa.

– Hoy, tía, no te puedo invitar a comer.

– Gracias, estoy invitada en otro sitio.

– Veo que te arreglas bien… ¿No piensas volver con tu marido?

– Jamás.

– Sin embargo, después de tener cinco hijos… Un silencio.

A doña Eloísa le palpitaba el corazón.

"Yo te lo he pedido, Dios mío, y ella ha sentido mi llamada… Pero ahora… ahora no sé qué hacer."

Por lo pronto, la abuelita hizo algo práctico. Escondiéndose de Lolita dio a Mercedes un grueso reloj de tapa, todo de oro, adornado con brillantes. Una joya antigua, la única que guardaba.

– Empéñalo, hija mía, y no dejes de venir a verme.

– Se lo pagaré con creces cuando sea famosa.

Y cuando Mercedes se fue, las consabidas desconfianzas de la nieta.

– Vaya, no sé qué conciliábulos te traías con Mercedes en tu cuarto, pero te voy a pedir que esa mujer no entre otro día en el dormitorio de mi niño… No sé si te has fijado, pero es espantosamente sucia. No sé cómo la aguantas al lado.

– Ya ves, hija…

Mercedes vivía de una manera extraña, pero vivía. Encontró un barrio en el que su facha no extrañaba, un café donde podía permanecer horas al abrigo de la calle. Unas raras gentes, unas raras mujeres que encontraban su caso muy natural y que la animaban en sus ensueños. No estaba chiflada, como decía el bruto de su marido como decían sus hijos y sus vecinas. Con el producto del reloj compró un traje de noche de quinta mano. Se lo aconsejó una buena mujer. Una mujer un tanto extraña, que le decía también que debía buscar hombres.

– Yo soy una señora.

– Yo también. ¿Y qué?… Todavía eres joven.

– Yo aspiro a ser una artista, no una fulana.

– Allá tú…

La verdad es que en aquellos ambientes de gentes turbias, la virtud de Mercedes sufría pocos asaltos. Casi podía decirse que Mercedes no atraía.

La amiga le habló de un local donde salían artistas espontáneos al tablado. Allí, una noche, con aquel traje que se había comprado, podía darse a conocer. Si gustaba, hasta la contratarían. Aquello podía ser un principio.

Se arreglaron las cosas para realizar este plan. A Mercedes le palpitaba el corazón como a una criatura. Ya no le quedaba casi dinero, prácticamente nada… Y todo el mundo tenía hambre alrededor suyo. Ella había añorado muchas cosas junto a su marido, había creído pasar años de miseria… Pero la miseria era esto que pululaba a su alrededor, y en lo que ella se veía envuelta… Por primera vez se preocupaba de los demás. Había repartido su dinero con otros, después de comprarse el traje. Se conmovía al escuchar que aquella mujer gruesa y pintada, que era su amiga, encontró muerta a una niñita, hija suya, cuando regresaba a su casa, durante la guerra. Mercedes tenía ganas de llorar al oírla.

– Tú no sabes lo que es perder un niño.

Y a Mercedes le parecía que no lo sabía. Que todas aquellas criaturas que se le habían muerto eran de otra mujer lejana, insensible. Una mañana fue a la iglesia que le había indicado doña Eloísa, y la esperó en la puerta. La viejecita sintió la misma inquietud y la misma alegría confusa de siempre al verla.

– Hija… He estado rezando por ti… ¿Se te acabó el dinero?

– No, doña Eloísa. Vengo a pedirle otra clase de favor.

– Desayunarás conmigo.

A Mercedes en los últimos tiempos se le había despertado una sensibilidad nueva. Una sensibilidad que la hacía pensar en los demás y ser delicada.

– Ya he desayunado, doña Eloísa, pero la acompañaré.

Y cuando estuvieron sentadas en el alegre comedor, mientras la abuelita migaba su pan en leche, aprovechando un momento en que Lolita se iba a sus quehaceres, dijo la gran noticia.

– Esta noche debuto. La abuelita se atragantó.

– ¿Qué dices?

– Sí, en un local respetable… Tiene que acompañarme.

La abuelita empezó a toser tanto que hubo que darle golpecitos en la espalda para que se le pasara aquel ahogo.

– ¿Yo?… ¿De noche?… No he vuelto a salir de noche desde que murió mi difunto… Y tenía yo veinticinco años, entonces…

Volvía Lolita.

– ¿Qué pasa, yaya?…

– Nada, hija; que a Mercedes le van bien las cosas… Esta tarde va a venir a la iglesia conmigo, que hay exposición del Santísimo, para darle las gracias a Dios…

– ¿Yo?

– Sí, hija. Es lo natural. Ya hablaremos entonces de todo.

Lolita parecía la imagen de la inquietud.

– Pues iré entonces… Usted no me falte.

– No, no. ¿Cómo voy a faltar?…

Y aquella tarde, anochecido ya, se encontraron en la iglesia.

CAPITULO IV

DOÑA ELOÍSA pasó un día de terrible inquietud. Hacía años que no sentía una emoción, una turbación tan grande. Llegó a comparar este trastorno, estas palpitaciones de corazón, esta ansiedad, con las sufridas el día de su boda, cuando apenas era una chiquilla.

No podía comer, ni zurcir la ropa, ni acertaba a contarle cuentos al bisnieto. Cuando su nieta la miraba de improviso, se ruborizaba. Le parecía un espantoso problema de conciencia el que le había planteado Mercedes con su petición de acompañarla aquella noche.

Comprendía que lo razonable era decir que no, que de ninguna manera, y hasta indignarse.

¡Ella, doña Eloísa, después de toda una vida pasada en la mayor austeridad, descolgarse a los setenta años con una escapada a un local nocturno, autorizando con sus canas las locuras de una perturbada!…

Imaginaba las caras de sus nietos, la cara de su anciano director espiritual…

Imaginaba todo esto, porque algo muy hondo dentro de ella la impulsaba a decir a Mercedes que sí, que iba a acompañarla. Una voz muy clara e insistente se dejaba oír en el fondo del alma de la abuelita explicándole que su presencia aquella noche podía impedir un último desvío de aquella criatura que le había venido a las manos. Estaba tan loca la desgraciada, que no comprendía las razones que ella le diese para negarse. Se sentiría abandonada como un perro. No volvería jamás a ver a doña Eloísa y aquel único hálito de luz que la ataba aún a una vida respetable, quedaría roto y cegado para siempre. Al evocar la cara de asombro que posiblemente pondría su director espiritual, doña Eloísa se agarró como a un clavo ardiendo a la idea de consultar con él aquella duda. Si él, con autoridad, confirmase aquella vocecilla imperiosa que le decía a doña Eloísa que la caridad no siempre tiene que ser prudente, entonces… ni mil nietos, ni mil enfados domésticos podrían impedir a la abuelita el cumplimiento de su deber.

Se detuvo unos segundos antes de marcar el número del convento donde vivía su director…

Él le diría que no.

Marcó al fin. Si el padre Jiménez decía que no, pues no… Más sabría el padre de caridad cristiana que una pobre vieja. Le obedecería.

Todas sus angustias se calmaron en un momento, y una gran paz la invadió mientras marcaba aquel número.

Este estado espiritual sólo duró unos minutos. Los que transcurrieron hasta que fue informada de que el padre Jiménez no estaba en Barcelona y de que no volvería hasta la semana próxima.

"No hay nada que hacer, Dios mío; Tú quieres que yo resuelva sola."

Lolita observaba la inquietud de la abuela con cierto fastidio.

"Se está volviendo muy distraída… No me ha contestado a derechas nada de lo que le he preguntado esta tarde… Hasta ahora nunca había dado muestras de que sus facultades comenzaran a flojear… Pero Luis tiene razón; nos hemos echado una carga encima al traerla a vivir a casa."

Sin hacer ruido buscó por todas las habitaciones a la abuela, que había abandonado su costura un rato antes. La encontró arrodillada en su reclinatorio, bajo el cuadro de la Virgen.

"Bueno; mientras sólo le dé por ahí…"

Atardecido salió la abuelita de su cuarto, muy elegante, con sombrero, – ¿Adonde vas, yaya?

– A la iglesia, hija mía.

– Creí que irías a alguna visita. Como nunca te pones sombrero para ir a la iglesia, como no vayas de boda…