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Encendí el ordenador, entré en Internet y luego en Google. Escribí: «vélodrome d'hiver vel' d'hiv'». Había muchas entradas. La mayoría estaba en francés, y algunas eran muy minuciosas.

Estuve trabajando toda la tarde. No hice más que leer, archivar información y buscar libros sobre la Ocupación y las redadas. Comprobé que muchos de esos libros estaban agotados, y me pregunté por qué. ¿Era porque nadie quería leer acerca del Vel'd'Hiv'? ¿O acaso porque ya no le importaba a nadie? Llamé a un par de librerías y me dijeron que iba a ser complicado conseguir esos volúmenes. «Por favor, inténtenlo», les pedí.

Cuando apagué el ordenador tenía un cansancio tremendo. Me dolían los ojos, y todo lo que había averiguado hacía que sintiera un gran peso en la cabeza y en el corazón.

Encerraron a más de cuatro mil niños judíos de entre dos y doce años en Vel' d'Hiv'. La mayoría de esos niños eran franceses, nacidos en Francia.

Ninguno regresó de Auschwitz.

El día se hacía eterno, interminable, insoportable. Acurrucada junto a su madre, observaba cómo las familias a su alrededor iban perdiendo la cordura. No había nada que beber ni que comer. El calor era sofocante. El aire estaba cargado de un polvo ligero y seco que le irritaba los ojos y la garganta.

Las grandes puertas del estadio estaban cerradas. En cada pared había policías de gesto sombrío que les amenazaban en silencio con sus armas. No había adónde ir ni nada que hacer, salvo quedarse sentada y esperar. ¿Esperar a qué? ¿Qué iba a pasarles a su familia y a todo aquel gentío?

Su padre la acompañó a buscar los baños, al otro extremo del estadio. Se encontraron con un hedor inimaginable. Eran muy pocos baños para semejante multitud, enseguida se averiaron. La chica tuvo que ponerse en cuclillas contra el muro para aliviarse, mientras luchaba contra las ganas de vomitar tapándose la boca con una mano. La gente orinaba y defecaba donde podía, avergonzados, destrozados, acurrucados como animales sobre aquel suelo inmundo. La chica vio a una anciana pudorosa que se escondía tras el abrigo de su marido. Otra mujer jadeaba de espanto, se tapaba la boca y la nariz con las manos y meneaba la cabeza.

La chica siguió a su padre por entre la multitud, de vuelta al lugar donde habían dejado a su madre. Tuvieron que abrirse paso a través de la muchedumbre. Los pasillos estaban repletos de bultos, bolsas, colchones, cunas, y la pista, atestada de gente. ¿Cuánta gente habría allí?, se preguntó. Los niños corrían por los pasillos, desaliñados y sucios, pidiendo agua a gritos. Una embarazada, debilitada por el calor y la sed, gritaba con todas sus fuerzas que se iba a morir, que se iba a morir en cualquier momento. Un hombre se desplomó de repente y quedó tendido sobre el polvo del suelo. Tenía la cara azulada y un rictus le deformaba el gesto. Nadie se movió.

La muchacha se sentó al lado de su madre, que se había tranquilizado, y apenas hablaba. La chica le cogió la mano y la apretó, pero ella no respondió. El padre se levantó y se acercó a un policía para pedirle agua para su hija y su esposa. El hombre respondió en tono brusco que de momento no había. El padre dijo que era una vergüenza, que no podían tratarles como a perros. El policía se dio la vuelta y se alejó.

La chica volvió a encontrarse con Léon, el chico al que había visto en el taller. Caminaba entre la multitud, mirando hacia las puertas. Se dio cuenta de que no llevaba la estrella amarilla. Se la habían arrancado. Se levantó y se dirigió hacia él. Tenía la cara sucia, una magulladura en la mejilla izquierda, y otra junto a la clavícula. La chica se preguntó si ella parecería tan exhausta y molida como él.

– Voy a salir de aquí -dijo el chico en voz baja-. Mis padres me han dicho que lo haga. Ahora.

– ¿Pero cómo? -preguntó ella-. Los policías no te dejarán.

El chico la miró. Tenía su misma edad, diez años, pero parecía mucho mayor. Ya no quedaba ningún rasgo infantil en él.

– Encontraré la manera -respondió-. Mis padres me han dicho que me vaya. Ellos me han arrancado la estrella. Es la única forma. Si no, se acabó. Será el fin para todos nosotros.

La chica volvió a sentir que la invadía un pavor gélido. ¿Tendría razón el chico? ¿De verdad iba a ser el fin?

Él la miró con gesto un tanto desdeñoso.

– No me crees, ¿verdad? Deberías acompañarme. Quítate la estrella y ven conmigo. Nos esconderemos. Yo cuidaré de ti: sé lo que he de hacer.

La chica pensó en su hermanito, que la esperaba en el armario, y metió la mano en el bolsillo para tocar la llave. Podía escaparse con aquel niño tan rápido y espabilado. Así podría salvar a su hermano, y también a sí misma. Pero se sentía demasiado pequeña y vulnerable para hacer algo así ella sola. Estaba demasiado asustada. Y sus padres… ¿Qué les pasaría a ellos? ¿Y si lo que decía el chico no era verdad? ¿Podía confiar en él?

El chico le puso la mano en el brazo, intuyendo su reticencia.

– Ven conmigo -la animó.

– No sé -musitó ella.

El chico se apartó.

– Yo ya me he decidido. Me marcho. Adiós.

Lo vio dirigirse hacia la entrada. La policía hacía pasar a más gente: ancianos en camillas, en sillas de ruedas, grupos de niños que gimoteaban y mujeres que lloraban. Vio a Léon deslizarse entre la muchedumbre, a la espera del momento adecuado.

En un momento, un policía le agarró por el cuello de la camisa y lo lanzó hacia atrás. Léon se levantó ágilmente y se acercó centímetro a centímetro hacia las puertas, como un nadador que avanza con destreza contra la corriente. La chica observaba, fascinada.

En la entrada irrumpió un grupo de madres airadas que pedían agua para sus hijos. Los policías parecieron confusos por un momento, sin saber qué hacer. La chica vio a Léon deslizarse con facilidad entre el caos, rápido como un rayo. Luego desapareció.

Volvió con sus padres. Empezaba a caer la noche y, con ella, la chica sentía que su desesperación y la de las miles de personas encerradas en aquel lugar empezaba a crecer como un ser monstruoso, fuera de control, una desesperación pura y absoluta que la llenaba de pánico.

Trató de cerrar los ojos, la nariz y los oídos para cerrar el paso al olor, el polvo, el calor, los quejidos de angustia, la visión de adultos llorando y niños gimiendo. Pero no podía.

Lo único que podía hacer era observar, desvalida, callada. Advirtió un repentino alboroto arriba, cerca del tragaluz, donde la gente se sentaba en pequeños grupos. Hubo un alarido sobrecogedor, un borrón de ropas que caía como una cascada desde el palco, y un golpe sordo contra el duro suelo de la pista. Después se oyó un grito ahogado entre la multitud.

– Papá, ¿qué ha sido eso? -preguntó.

Su padre intentó apartarle la cara.

– Nada, cariño, nada. Sólo es ropa que ha caído desde arriba.