– Se fue de la lengua -comentó Rebus cogiendo el diario-. ¿Vale como metáfora? -añadió para la concurrencia.
TERCER DÍA
Viernes, 17 de noviembre de 2006
Capítulo 7
En el Departamento de Investigación Criminal de la comisaría de Gayfield Square había un olor extraño. Solía notarse en pleno verano, pero aquel año era como si no fuera a desaparecer. Pasaban días o semanas sin que se notara y de pronto, una mañana, reaparecía solapadamente. Habían dirigido diversas protestas a Jefatura y la Federación de la Policía Escocesa presentó una amenaza de paro. Se procedió a levantar los suelos, revisar las cañerías y a echar insecticida, pero todo resultaba inútil.
«Huele a muerto», comentaban los veteranos. Rebus sabía a qué se referían: de vez en cuando aparecía un cadáver en descomposición en un sillón de algún adosado de los años sesenta, o sacaban un cuerpo flotando del canal de Leith. Había un cuarto especial para ellos en el depósito, en el que los celadores habían puesto una radio en el suelo que podía enchufarse a voluntad: «Ayuda a olvidar la peste».
En Gayfield Square la solución consistía en abrir todas las ventanas, lo que producía un bajón de temperatura. El despacho del inspector jefe James Macrae -separado por una puerta de cristal de las oficinas del DIC- era como una nevera. Aquella mañana el previsor Macrae se había traído una estufa eléctrica de su casa de Blackhall. Rebus había leído que Blackhall era la zona residencial de los ricos de Edimburgo. Le parecía inverosímil… chalets y más chalets. Las casas en Barnton y en la Ciudad Nueva valían millones. Pero tal vez eso explicara por qué la gente que vivía allí no era tan rica como la de Chaletilandia.
Macrae enchufó la estufa orientada hacia su mesa. Phyllida Hawes se había arrimado tanto que estaba sentada en el regazo de Macrae, como quien dice, lo que hizo fruncir el ceño al inspector jefe.
– Bien -exclamó juntando las manos como si fuera a rezar enfadado-, el informe de la investigación -pero antes de que Rebus tomara la palabra Macrae advirtió una anomalía-. Colin, cierre la puerta, por favor. Aprovechemos nosotros el poco calor de que disponemos.
– No tengo sitio, señor -respondió Tibbet, que estaba en el umbral. Era cierto; con Macrae, Rebus, Clarke y Hawes el despacho se quedaba pequeño.
– Pues váyase a su mesa -replicó Macrae-. Seguro que Phyllida puede suplir su información.
Pero a Tibbet no le apetecía eso; si a Clarke la ascendían a inspectora, quedaría una plaza de sargento por la que competirían Hawes y él. Encogió el estómago y logró cerrar la puerta.
– Informe de investigación -repitió Macrae, pero en ese momento sonó el teléfono y lo cogió con un gruñido. Rebus pensó en la tensión arterial de su jefe. No es que pudiera presumir de la suya, pero Macrae tenía el rostro enrojecido y, aunque era un par de años más joven, casi no tenía pelo. Tal como le había comentado el médico a Rebus en la última revisión: «Tiene una racha de suerte, John, pero la suerte siempre se acaba».
Macrae emitió unos gruñidos antes de colgar y fijó la vista en Rebus.
– En recepción hay alguien del consulado ruso -dijo.
– Ya me preguntaba yo cuándo vendrían -comentó Rebus-. Le atenderemos Siobhan y yo, señor. Phyl y Colin pueden hacerle el informe; anoche tuvimos asamblea.
Macrae asintió con la cabeza y Rebus se volvió hacia Clarke.
– ¿Lo recibimos en uno de los cuartos de interrogatorio? -preguntó ella.
– Es lo que estaba pensando.
Salieron del despacho y cruzaron el DIC. Los tableros de las paredes estaban aún vacíos; aquel mismo día, más tarde, los llenarían las fotos del escenario del crimen, listas de nombres, tareas a realizar y horarios de turnos. En algunos casos de homicidio se organizaba un cuartel general provisional a partir del cual se iniciaba la investigación, pero Rebus no veía la necesidad en este caso. Pondrían carteles en la salida del aparcamiento pidiendo información y quizás Hawes y Tibbet o unos cuantos uniformados repartirían octavillas por los parabrisas. Aquella sala larga y fría sería el cuartel general. Clarke miró por encima del hombro hacia el despacho de Macrae. Hawes y Tibbet parecían disputarse quién daba mejor información al jefe.
– Cualquiera pensaría que hay una vacante de sargento. ¿Tú por quién apuestas?
– Phyl lleva más años -respondió Clarke-. Tiene que ser la favorita. Si el ascenso es para Colin, creo que abandonará el Cuerpo.
Rebus asintió con la cabeza.
– ¿En qué cuarto de interrogatorio? -preguntó.
– Me gusta el tres.
– ¿Por qué?
– La mesa es mugrienta y rayada y hay grafitis en las paredes… Es donde conducen a la gente cuando ha hecho algo.
Rebus sonrió por su manera de razonar. Incluso para un inocente, el cuarto de interrogatorios número tres era una experiencia desagradable.
– Eso es -dijo.
El empleado consular llamado Nikolai Stahov se presentó con una humilde sonrisa. Joven y de rostro infantil, lucía pelo marrón claro con raya, lo que le hacía aún más infantil. Pero medía un metro ochenta y era ancho de hombros, y llevaba un chaquetón tres cuartos de lana, negro, con cinturón y el cuello subido. De un bolsillo asomaba un par de guantes; mitones, en realidad -advirtió Rebus-, sobados y abiertos donde deberían haber estado los dedos. Al darle la mano le dieron ganas de preguntar: «¿Te viste tu mamá?».
– Lamentamos lo del señor Todorov -dijo Clarke estrechando la mano al ruso, quien lo complementó con una leve reverencia.
– El consulado -dijo Stahov-, quiere asegurarse de que harán todo lo posible por capturar y llevar al criminal ante los tribunales.
Rebus asintió despacio con la cabeza.
– Estaríamos más cómodos en un cuarto de interrogatorios…
Condujeron al joven ruso a través del pasillo y se detuvieron ante la tercera puerta. Estaba abierta; Rebus empujó la puerta, haciendo una señal a Clarke y Stahov para que pasaran y dio la vuelta al cartel de fuera por el lado de «Ocupado».
– Siéntese -dijo. Stahov así lo hizo mirando a su alrededor. Iba a poner las manos en la mesa, pero se arrepintió y las recogió en el regazo. Clarke se sentó frente a él y Rebus se recostó en la pared con los brazos cruzados-. Bien, ¿qué puede decirnos de Alexander Todorov? -preguntó.
– Inspector, he venido para mayor tranquilidad y más bien por una cuestión de protocolo. Comprenderá que como diplomático no estoy obligado a contestar a sus preguntas.
– Porque goza de inmunidad -asintió Rebus-. Dábamos por sentado que quería ayudarnos en lo que pudiera. Se trata de un compatriota suyo que ha sido asesinado, y de un personaje bastante relevante -añadió como en tono ofendido.
– Por supuesto, por supuesto, qué duda cabe -contestó Stahov sin dejar de volver la cabeza hacia uno y otro.
– Muy bien -terció Clarke-. Entonces, ¿querrá decirnos hasta qué punto era molesto Todorov?
– ¿Molesto? -no estaba claro si Stahov había captado el matiz.
– Molesto para el consulado, por ser un poeta disidente que residía en Edimburgo -añadió Clarke.
– No era molesto en absoluto.
– ¿Le hicieron un recibimiento oficial? -preguntó Clarke-. ¿Algún tipo de fiesta en el consulado? Había sido candidato al Nobel… una circunstancia muy satisfactoria.