– En la Rusia actual no se le da mucha importancia al premio Nobel.
– El señor Todorov había realizado hace poco un par de lecturas públicas… ¿Asistió usted a ellas?
– Tenía otras ocupaciones.
– ¿Asistió alguien del consulado?
Stahov creyó oportuno interrumpir.
– No veo qué importancia puede tener esto para sus indagaciones. En realidad, sus preguntas podrían ser una cortina de humo. Que nos agradara o no la presencia de Todorov es irrelevante. Le han asesinado en este país, en esta ciudad. En Edimburgo existen problemas de raza y religión; ha habido agresiones a trabajadores polacos y vestir una camiseta de cierto equipo de fútbol puede crear bastante animosidad…
Rebus miró a Clarke.
– Hablando de cortina de humo…
– Lo que digo es cierto -añadió Stahov con cierto temblor en la voz, procurando calmarse-. Lo que desea el consulado, inspector, es estar al corriente de las indagaciones. De ese modo podremos garantizar a Moscú que se lleva a cabo una investigación rigurosa y como es debido, de modo que ellos, a su vez, puedan por su parte expresar satisfacción a su gobierno.
Rebus y Clarke reflexionaron un instante. Rebus metió las manos en los bolsillos.
– Cabe la posibilidad -dijo en voz baja-, de que al señor Todorov le agredieran por venganza. Esa persona podría ser un residente ruso de Edimburgo. Supongo que su consulado tendrá una lista de los ciudadanos rusos que viven y trabajan aquí.
– Inspector, en mi opinión Alexander Todorov fue una de tantas víctimas del crimen callejero de esta ciudad.
– Sería absurdo descartar posibilidades en esta fase de la investigación, señor.
– Y esa lista sería útil -añadió Clarke.
Stahov miró a uno y otro. Rebus esperaba que se decidiera pronto. Había sido un error hablar con él en el cuarto número tres, porque hacía un frío tremendo. El chaquetón del ruso parecía confortable, pero sabía que Siobhan no tardaría en tiritar. Le extrañaba que no se condensara el hálito de las respiraciones.
– Veré lo que puedo hacer -dijo finalmente Stahov-. A cambio de ello, ¿me tendrán al corriente de la investigación?
– Déjenos su número de teléfono -dijo Clarke. El joven ruso pareció aceptar el compromiso.
Pero Rebus sabía que no era así.
En el mostrador de recepción había un paquete para Siobhan Clarke. Rebus había salido de la comisaría a fumar un cigarrillo y a ver si Stahov tenía chófer. Clarke abrió el sobre y vio que era un CD con la anotación «Riordan» escrita con rotulador grueso, detalle elocuente sobre Charles Riordan, quien ponía su nombre en vez del de Todorov. Se llevó el compacto arriba, pero no había reproductor, por lo que se dirigió al aparcamiento, pasando junto a Rebus.
– Le esperaba un gran Mercedes negro -dijo él-, y el chófer llevaba gafas de sol y guantes. ¿Adonde vas?
Siobhan se lo explicó y él dijo que no le importaría acompañarla, aunque la previno de que quizá «no podría seguir su ritmo de marcha». Al final, se sentaron los dos en el coche de ella durante una hora y cuarto, con el motor en marcha para mantener la calefacción. Riordan lo había grabado todo: conversaciones entre los asistentes, la presentación de Abigail Thomas, la media hora de Todorov y las preguntas y respuestas del final, casi todas ellas relacionadas con la política. Al apagarse los aplausos y mientras el público abandonaba la sala, el micrófono de Riordan continuaba grabando voces.
– Es un obseso -comentó Clarke.
– Y que lo digas -asintió Rebus. Casi lo último que oyeron fue una frase en ruso en voz baja-. Seguro que dicen -bromeó Rebus-, «Gracias a Kruschev que ha terminado».
– ¿Quién es Kruschev? -preguntó Clarke-. ¿Un amigo de Jack Palance?
La grabación del recital era extraordinaria, con aquella voz del poeta, sonora, ronca, elegíaca y estentórea. Algunos poemas los recitó en inglés y otros en ruso, si bien, casi todos, en ambos idiomas, ruso primero e inglés a continuación.
– Suena a escocés, ¿verdad? -comentó Clarke en un momento dado.
– Para una inglesa, tal vez -replicó Rebus.
«Vaya, ya estamos con eso», pensó Siobhan. Como tantas otras veces desde que la conocía, Rebus se mofaba de su acento «del sur». Pero esta vez no entró al trapo.
– Este se llama Raskolnikov -dijo en otro momento-. Lo recuerdo del libro. Es un personaje de Crimen y castigo.
– Yo lo leí probablemente antes de que tú nacieras.
– ¿Has leído a Dostoievski?
– ¿Crees que iba a mentir en una cosa así?
– ¿Cuál es el argumento?
– La culpabilidad. Una de las grandes novelas rusas, a mi entender.
– ¿Qué otras has leído?
– Eso da igual.
Al terminar el CD, él se volvió hacia ella.
– Tú que has escuchado el recital y has leído el libro, ¿has advertido alguna motivación para que le asesinaran?
– No -respondió Siobhan-. Y ya sé lo que piensas… Que Macrae va a tratar el caso como un atraco que salió mal.
– Que es también más o menos como el consulado quiere que se proceda.
Ella asintió despacio con la cabeza, pensativa.
– ¿Con quién tuvo relaciones sexuales? -preguntó finalmente.
– ¿Eso es relevante?
– No lo sabremos hasta que lo descubramos. La candidata más probable es Scarlett Colwell.
– ¿Por ser tan guapa? -inquirió Rebus dubitativo.
– ¿No soportas imaginarla con otro? -replicó Siobhan en broma.
– ¿Y la señorita Thomas de la Biblioteca de Poesía?
Siobhan dio un resoplido como respuesta.
– No creo que sea una rival -añadió.
– La doctora Colwell no parecía tan segura.
– Lo que probablemente explica más sobre la doctora Colwell que sobre la señorita Thomas.
– Tal vez el joven Colin tenía razón -aventuró Rebus-. O lo más probable es que nuestro ardoroso poeta estuviera con una puta en Glasgow -al observar el gesto de Clarke, añadió-: Perdona, una «trabajadora del sexo». ¿O ha cambiado la terminología desde que me diste con la palmeta?
– Tú sigue así y te volveré a dar -dijo ella haciendo una pausa sin dejar de mirarle-. Tiene gracia que tú leyeras Crimen y castigo. He hecho una búsqueda sobre Harry Goodyear -añadió con un profundo suspiro.
– Ya me lo imaginé -dijo él centrando su atención en el parabrisas y el coche claro aparcado más allá. Clarke sabía que deseaba bajar el cristal de la ventanilla para fumar, pero afuera persistía aquel olor como pegado al asfalto.
– Era dueño de un pub en Rose Street a mediados de los años ochenta -dijo ella-. Tú eras sargento y testificaste para que le encarcelaran.
– Vendía droga en su local.
– Murió en la cárcel un año o dos después, ¿verdad? De un ataque al corazón, me parece… Tood Goodyear sería un bebé -hizo una pausa antes de continuar por si él añadía algo-. ¿Sabías que Todd tiene un hermano? Se llama Sol y ha estado vigilado varias veces; ahora vive en Dalkeith, por lo que es asunto de la División E. ¿En qué líos estará metido?
– Drogas.
– Así pues, ¿lo conoces?
– Deducción lógica.
– ¿Y no sabías que Todd Goodyear era agente de policía?
– Lo creas o no, Shiv, no sigo la pista a los nietos de los delincuentes que he metido en la cárcel hace veinte años.
– El caso es que a Sol no se le detuvo por posesión de drogas, sino que se le imputó también tráfico, pero el tribunal le concedió el beneficio de la duda.