– Las encargamos a toda prisa -dijo Tibbet-, y sólo había esos colores.
– Vámonos -dijo Rebus dirigiéndose al coche, pero Hawes intervino.
– Habría que hacer el seguimiento con los testigos -dijo-. Podemos encargarnos Colin y yo.
Rebus fingió reflexionar cinco segundos antes de decir «no».
Una vez en el coche advirtió el letrero de «prohibido el paso» que les impedía llegar directamente a Lothian Road.
– ¿Qué hago, me arriesgo? -preguntó Clarke.
– Tú verás, Shiv.
Ella se mordió el labio inferior y giró en redondo. Diez minutos más tarde estaban en Lothian Road, en el otro extremo de King’s Stables Road.
– Deberíamos habernos arriesgado -comentó Rebus.
Dos minutos después aparcaban en raya amarilla frente a Mather’s, sin hacer caso de un indicador que advertía que la entrada a Queensferry Street era sólo para autobuses o taxis. Una furgoneta blanca había estacionado allí igual que ellos y un coche grande hizo lo propio detrás.
– Un auténtico convoy infractor de la ley -se limitó a comentar Rebus.
– Me desespera esta ciudad -dijo Clarke apretando los dientes-. ¿Quién planifica el tráfico?
– Necesitas una copa -añadió Rebus. Él no iba mucho a Mather’s pero le gustaba el local. Era anticuado, con pocas sillas, casi todas ocupadas por hombres de aspecto serio. Era primera hora de la tarde y en la tele se veían reportajes de deportes de la cadena Sky. Clarke había cogido unas octavillas (amarillas tras haber eliminado las rosas) que repartió por las mesas mientras Rebus esgrimía otra frente al camarero de la barra.
– Anteanoche -dijo-, hacia las diez o un poco después.
– No era mi turno -contestó el hombre.
– ¿Quién hacía el turno?
– Terry.
– ¿Y dónde está Terry?
– Muy probablemente, durmiendo.
– ¿Estará de turno esta noche? -el camarero asintió con la cabeza y Rebus le acercó más la octavilla-. Quiero que me llame y me diga si sirvió o no a este hombre. Suya es la responsabilidad si no me llama.
El camarero hizo una mueca. Clarke se había acercado a Rebus.
– Creo que ese hombre del rincón te conoce -dijo. Rebus miró hacia donde decía, asintió con la cabeza y se acercó a la mesa seguido por ella.
– ¿Qué tal, Big? -saludó Rebus.
El tal Big, que estaba solo con media pinta de cerveza mezclada con tres centímetros de whisky, parecía hallarse cómodo en su atraque con un pie sobre la silla de al lado y una mano rascándose el pecho. Llevaba una camisa vaquera descolorida abierta hasta el esternón. Haría unos siete u ocho años que Rebus no le había visto. Se hacía llamar Podeen, Big Podeen, y era un veterano de la Marina, ex gorila, ya avejentado, con un rostro curtido y chupado y una boca de labios carnosos y casi sin dientes.
– Vamos tirando, señor Rebus.
No se dieron la mano; simples inclinaciones de cabeza y unas miradas.
– ¿Éste es tu pub? -preguntó Rebus.
– Depende de a lo que se refiera.
– Creí que vivías en la costa.
– De eso hace años. La gente cambia y se mueve.
Tenía en la mesa una petaca junto a un encendedor y papel de fumar. La cogió y comenzó a juguetear con ella.
– ¿Puedes darnos alguna información?
Podeen hinchó los mofletes y lanzó un resoplido.
– Yo estaba aquí anteanoche y no vi a ese hombre -contestó señalando la octavilla con la cabeza-. Pero sé quién es; se le suele ver hacia la hora del cierre. Creo que es un noctámbulo.
– ¿Igual que tú, Big?
– Y usted, si no recuerdo mal.
– Ahora más bien soy de sillón y zapatillas, Big -replicó Rebus-. Un cacao, y a las diez en la cama.
– Sí, me lo imagino. ¿Sabe con quién me tropecé el otro día? Con nuestro viejo amigo Cafferty. ¿Cómo es que no ha logrado encerrarle?
– Lo enchironé un par de veces, Big.
Podeen arrugó la nariz.
– Unos pocos años, de vez en cuando. Pero siempre salía, ¿no es cierto? Parece que sigue sin meterse en líos -Podeen volvió a mirar a Rebus-. Dicen que va a jubilarse. Ha tenido una buena carrera de peso pesado, señor Rebus. Eso es lo que siempre se ha dicho de usted, aunque…
– ¿Qué?
– Que le faltaba el golpe de KO -contestó Podeen-. Bueno, por la vejez -añadió, alzando su vaso de whisky-. A lo mejor le vemos por aquí más a menudo, aunque en la mayoría de los pubs de Edimburgo tendrá que arrimar la espalda a la pared. Hay mucho resentido, señor Rebus, y usted ya no será la ley… -espetó el hombre encogiéndose de hombros.
– Gracias por darme ánimos, Big. ¿Hablaste alguna vez con él? -preguntó Rebus mirando la octavilla. Podeen hizo una mueca y negó con la cabeza-. ¿Hay aquí alguien más a quien podamos preguntar?
– Ese hombre solía beber en la barra, lo más cerca posible de la puerta. Le gustaba la bebida, no la compañía -hizo una pausa-. No me ha preguntado por Cafferty -añadió.
– Bien, ¿qué me dices de él?
– Me dijo que le saludara.
– ¿Es cierto? -replicó Rebus mirándole fijamente.
– De verdad.
– ¿Y dónde tuvo lugar tan trascendental encuentro?
– Pues curiosamente en la acera de enfrente. Nos tropezamos cuando él salía del hotel Caledonian.
Que fue el siguiente sitio a donde fueron.
El gran edificio rosa claro tenía dos entradas: una con portero que daba paso a la recepción, y otra de acceso directo al bar, que servía tanto para los clientes como para las almas solitarias. A Rebus le entró sed y pidió una pinta de cerveza. Clarke optó por un jugo de tomate.
– Habría sido más barato ahí enfrente -comentó.
– Por consiguiente, tú pagas -dijo Rebus, pero cuando trajeron la cuenta dejó encima de la nota un billete de cinco libras, con esperanzas de recibir algunas monedas de vuelta.
– Lo que dijo ese amigo tuyo del Mather’s es cierto, ¿no crees? -aventuró Clarke-. Yo, cuando salgo de noche, me fijo siempre en quién entra y sale de un local, por si aparece alguna cara conocida.
Rebus asintió con la cabeza.
– Con tantos malhechores como hemos encerrado es lógico que algunos anden libres. Procura frecuentar un tipo de pub de más categoría.
– ¿Un bar como éste, por ejemplo? -dijo Clarke mirando a su alrededor-. ¿Tú qué crees que le atraería a Todorov de este bar?
Rebus reflexionó un instante.
– No sé -contestó-. Tal vez unas vibraciones distintas.
– ¿Vibraciones? -repitió Clarke con una sonrisa.
– Se me debe haber pegado de ti.
– Me extraña.
– Pues será de Tibbet. De todos modos, ¿qué tiene de malo la palabra? Es perfectamente decente.
– Suena rara dicha por ti.
– Tendrías que haberme oído en los años sesenta.
– Yo aún no había nacido.
– No te empeñes en repetírmelo.
Había dado cuenta de la mitad de la bebida e hizo una señal al camarero con la octavilla preparada. El camarero era bajo, delgaducho, tenía la cabeza rapada y llevaba chaleco de cuadros escoceses y corbata; apenas miró unos segundos la foto de la octavilla y asintió con su reluciente cabeza.
– Últimamente ha venido varias veces.
– ¿Estuvo aquí anteanoche? -preguntó Clarke.
– Creo que sí -contestó el camarero concentrándose, con el ceño fruncido. Rebus sabía que a veces la gente se concentraba para decir una mentira convincente. En la tarjeta identificatoria del hombre ponía «Freddie».