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– Poco después de las diez -insistió Rebus-. Y ya llevaba algunas copas.

Freddie volvió a asentir con la cabeza.

– Pidió un coñac doble.

– ¿Sólo tomó uno?

– Creo que sí.

– ¿Habló con él?

Freddie negó con la cabeza.

– Pero ahora sé quién es. Lo vi en la tele. Qué barbaridad.

– Una barbaridad -repitió Rebus.

– ¿Lo tomó en la barra o sentado a una mesa? -preguntó Clarke.

– En la barra… siempre en la barra. Yo sabía que era extranjero, pero no actuaba como un poeta.

– ¿Y cómo actúan los poetas, según usted?

– Lo que quiero decir es que se quedaba sentado con cara de indignación. Pero lo cierto es que sí le vi anotar algo.

– ¿La última vez?

– No, antes. Llevaba un cuadernito y lo sacaba de vez en cuando del bolsillo. Una de las camareras pensó que tal vez era un inspector o que escribía una reseña para una revista. Yo le dije que a mí no me lo parecía.

– La última vez que estuvo aquí, ¿vio el cuadernito?

– Estuvo hablando con alguien.

– ¿Con quién? -preguntó Rebus. Freddie se encogió de hombros.

– Con otro cliente. Estaban casi en el mismo sitio donde están ustedes.

Rebus y Clarke intercambiaron una mirada.

– ¿De qué hablaban?

– No me interesa escuchar.

– Es muy raro que a un camarero no le interese escuchar las conversaciones de los clientes.

– Puede que no hablaran en inglés.

– ¿En qué hablaban?, ¿en ruso? -preguntó Rebus entrecerrando los ojos.

– Podría ser -contestó el camarero.

– ¿Aquí hay cámaras de seguridad? -inquirió Rebus mirando a su alrededor. Freddie negó con la cabeza.

– ¿Su acompañante era hombre o mujer? -preguntó Clarke.

– Hombre -contestó Freddie tras una pausa.

– Descripción.

El camarero hizo otra pausa.

– Mayor que él… más robusto. Por la noche bajamos la intensidad de las luces y había mucho trabajo… -añadió encogiéndose de hombros para excusarse.

– Gracias por su ayuda -dijo Clarke-. ¿Duró mucho la conversación? -Freddie volvió a encogerse de hombros-. ¿Se marcharon juntos?

– El poeta se fue solo -respondió el camarero sin dudarlo.

– Me imagino que aquí el coñac no es barato -comentó Rebus mirando el local.

– No hay límite -asintió el camarero-. Pero si se cargan las copas a la cuenta no se nota tanto.

– Hasta que te la presentan al marcharte del hotel -añadió Rebus-. Pero se da el caso, Freddie, de que nuestro amigo ruso no estaba alojado aquí -hizo una pausa para mayor énfasis-. Así pues, ¿de qué cuenta estamos hablando?

El camarero comprendió que había cometido un error.

– Escuche -dijo-, yo no quiero líos…

– Y menos conmigo -añadió Rebus-. ¿El otro hombre se alojaba aquí?

Freddie miró a uno y a otro.

– Supongo -contestó el hombre como dándose por rendido.

Rebus y Clarke intercambiaron una mirada.

– Si hicieras un viaje de negocios desde Moscú -dijo ella despacio-, en una especie de delegación… ¿en qué hotel te alojarías?

Sólo había un modo de comprobarlo, pero el personal de recepción dijo que no sabían nada, llamaron al director y Rebus repitió la pregunta.

– ¿Hay alojados en el hotel hombres de negocios rusos?

El director examinó el carnet de policía de Rebus y al devolvérselo le preguntó si había algún problema.

– Únicamente si el hotel se empeña en obstaculizar la investigación que hago sobre un homicidio -replicó Rebus.

– ¿Homicidio? -repitió el director, que se había presentado como Richard Browning. Vestía un elegante traje marengo con camisa a cuadros y corbata lavanda. Sus mejillas enrojecieron al repetir la palabra.

– Hace dos noches un hombre salió de este bar y al llegar a King’s Stables Road fue asesinado a golpes, lo que quiere decir que los últimos que lo vieron eran los que tomaban copas en este hotel -Rebus se acercó un paso a Richard Browning-. Así que puedo echar mano del libro de registro para interrogar a los clientes, tal vez con una mesa auxiliar junto al conserje para que lo vean todos… -hizo una pausa-. Puedo hacer eso, que llevaría tiempo y es un engorro… o bien… -nueva pausa-, me habla sobre los rusos que se alojan aquí.

– Puede también -añadió Clarke-, repasar las cuentas del bar y comprobar el nombre de quién pagó un coñac doble poco después de las diez hace dos noches.

– Nuestros clientes tienen derecho a la intimidad -alegó el director.

– Sólo queremos nombres -replicó Rebus-, no la lista de las películas porno que hayan visto por la televisión por cable.

Browning irguió la espalda.

– Bueno, no es esa clase de hotel -se disculpó Rebus-. Pero ¿hay rusos alojados aquí, sí o no?

Browning asintió con una inclinación de cabeza.

– ¿Sabe que hay una delegación que visita Edimburgo? -Rebus asintió con la cabeza-. En realidad, sólo tenemos tres huéspedes; el resto se aloja en el Balmoral, el George, el Sheraton, el Prestonfield…

– ¿No se llevan bien entre sí? -preguntó Clarke.

– Es que no disponemos de suficientes suites presidenciales -respondió Browning con un resoplido.

– ¿Cuánto tiempo llevan alojados?

– Llevan unos días… tienen previsto un viaje a Gleneagles, pero reservan las habitaciones para no tener que pagar la cuenta y registrarse luego otra vez.

– Qué alegría poder hacer eso -comentó Rebus-. ¿Cuándo dispondremos de los nombres?

– Primero tengo que consultar con el gerente.

– ¿Cuánto tiempo tardará? -insistió Rebus.

– Pues no puedo decirle -farfulló Browning.

Clarke le tendió una tarjeta con su número de móvil.

– Cuanto antes mejor -añadió con un codazo.

– En caso contrario, me pondré con una mesa junto al conserje -apostilló Rebus.

Dejaron a Browning asintiendo con la cabeza y mirando al suelo. El portero los vio llegar y abrió la puerta. Rebus le tendió una de las llamativas octavillas a guisa de propina. Mientras se dirigían al coche de Clarke -que ella había aparcado en un hueco libre en el espacio reservado para taxis- vieron llegar una limusina que se detenía ante el hotel; del Mercedes negro visto en el Ayuntamiento se bajó el mismo individuo: Sergei Andropov, quien de nuevo debió de barruntar que lo miraban y clavó los ojos en Rebus un instante antes de entrar al hotel. El coche dio la vuelta a la esquina y entró en el aparcamiento de clientes.

– ¿Es el mismo chófer que llevaba Stahov? -preguntó Clarke.

– No he podido verlo bien -respondió Rebus-. Pero eso me recuerda algo que se me olvidó preguntar: ¿por qué demonios un hotel respetable como el Caledonian permite la entrada a Big Ger Cafferty?

Capítulo 10

Aguardaron hasta las seis de la tarde para iniciar el interrogatorio de testigos, sabiendo que sería la mejor hora para encontrarlos en casa. Roger y Elizabeth Anderson vivían en un chalet de los años treinta en el extremo sur de Edimburgo con vistas a los Montes Pentland. El camino que iba del jardín a la puerta estaba iluminado y pudieron ver unas impresionantes rocallas y un espacioso césped que parecía cortado con tijeras de uñas.

– ¿El hobby de la señora Anderson? -aventuró Clarke.

– Quién sabe, a lo mejor ella es la que sale de juerga y él se queda en casa.

Pero cuando Roger Anderson les abrió la puerta vieron que vestía traje, con la corbata aflojada y el primer botón de la camisa desabrochado. Llevaba en la mano el periódico y alzó sus gafas de leer hasta la cabeza.