– Se explica bien -dijo Rebus.
– Muy bien -añadió Clarke.
– Créanme -prosiguió Gaverill-, pensándolo bien, yo creo que estaba un poco chalada. Recuerdo una vez que vi a una mujer en la escalinata de una iglesia de Bruntsfield Links tumbada enseñando las piernas y con la falda subida… resultó que se había escapado de Royal Ed. Es donde tienen a… -añadió como si requiriera explicación.
– Los pacientes con enfermedades psiquiátricas -le interrumpió Clarke asintiendo con la cabeza.
– Yo era un crío por entonces, pero aún lo recuerdo.
– Son cosas que causan impresión -comentó Rebus-. No me extrañaría que hubiera aborrecido a las mujeres para el resto de su vida -añadió riendo para que Gaverill lo tomara como una broma, pero la mirada de Clarke le llamó al orden.
– Irene es una mujer estupenda, inspector.
– Claro que sí. ¿Llevan mucho tiempo casados?
– Diecinueve años. Fue mi primera novia.
– Aja. La primera y la última, ¿eh? -espetó Rebus.
– Señor Gaverill -interrumpió Clarke-, ¿querría hacernos otro favor? Me gustaría que un agente de identificación esbozara con usted un retrato robot de la cara de esa mujer. ¿Podría ser?
– ¿Ahora mismo? -preguntó Gaverill mirando el reloj.
– Cuanto antes mejor, aprovechando que está fresco el recuerdo. Podríamos disponer de alguien en diez o quince minutos…
Por no decir media hora.
– Otra pregunta, señor Gaverill -terció Rebus-, ¿en qué trabaja usted?
– En subastas -contestó el hombre-. Compro artículos y los vendo.
– Un horario flexible -comentó Rebus-. Puede decirle a Irene que estuvo con un cliente.
Clarke carraspeó, pero Gaverill no vio intención en las palabras de Rebus.
– ¿Diez minutos? -preguntó.
– Diez o quince -afirmó Clarke.
Llegaron los bocadillos del almuerzo, encargados a Goodyear. Rebus hizo hincapié en que formaba parte del aprendizaje. Roger y Elizabeth Anderson se habían marchado a casa y también Nancy Sievewright. Hawes y Tibbet no obtuvieron ninguna novedad del interrogatorio. Rebus miró en el ordenador la imagen del rostro de la mujer. Gaverill dijo una y otra vez que la había visto prácticamente en sombra por llevar la capucha caída sobre la frente.
– Una desconocida -comentó Clarke una vez más. Gaverill acababa de marcharse muy contento, porque el experto había tardado casi una hora en hacerlo con el portátil, la impresora y el programa.
– A saber quién sería -añadió Rebus corroborando sus palabras-. De todos modos… estuvo allí, sea quien sea.
– ¿Tú te crees la historia de Gaverill?
– ¿Es que tú no?
– A mí me ha parecido que decía la verdad -terció Goodyear, y añadió rápidamente-: aunque de poco sirva.
Rebus lanzó un resoplido y tiró a la papelera los restos del panecillo relleno, sacudiéndose las migas de la camisa.
– Bueno, así que ahora -añadió Hawes-, tenemos a una mujer que seduce a los hombres para echar un simple polvo allí en el aparcamiento -hizo una pausa-. Creo que Siobhan lo tiene crudo.
– Suele suceder -dijo Clarke-. A menos que a los chicos se les ocurra algo.
Rebus miró a Tibbet y éste a Goodyear, pero ninguno de los dos dijo nada.
– Sería una simple buscona -optó por decir Tibbet.
– Trabajadora del sexo -corrigió Rebus.
– Pero los Anderson y Nancy Sievewright que pasaron por delante del aparcamiento no vieron a ninguna mujer con capucha.
– Eso no quiere decir que no estuviera allí, Colin -comentó Rebus.
– Hay un término para definir el hecho de que una mujer induzca a un hombre… ¿verdad?
– Encandilamiento -dijo Rebus-. Entonces, ¿volvemos a la tesis del atraco? No es un modus operandi en Edimburgo. Y otra cosa: los forenses dijeron que Todorov había fornicado aquel día.
Se hizo un silencio mientras trataban de desentrañar alguna pista. Clarke se sentó apoyando los codos en la mesa y la cara en las manos. Finalmente alzó la vista.
– ¿Hay algo que me impida llegar a la conclusión obvia e informar de la misma al inspector jefe Macrae? Robaron a la víctima, la apalearon y la dejaron por muerta. Y ese es el único sospechoso que tenemos -añadió señalando con la cabeza la foto robot.
– De momento -comentó Rebus puntilloso-. Y Macrae dijo que disponíamos de unos días para indagar, ¿por qué no aprovecharlos?
– ¿Indagar qué, exactamente?
Rebus no consiguió hallar una respuesta. Hizo una señal a Clarke para que le siguiera al pasillo. Hawes y Tibet fruncieron el ceño, ofendidos. Rebus se detuvo ante la escalera hasta que Clarke estuvo a su lado con los brazos cruzados.
– ¿Estás segura de que no hay problemas con Phyl y Col por la presencia del recién llegado al equipo? -preguntó él.
– ¿A qué te refieres?
– A que él no es parte del equipo.
Ella le miró.
– No creo que el problema sea con ellos -replicó, haciendo una pausa-. ¿Recuerdas tu primer día en Homicidios?
– Vagamente.
– Yo me acuerdo del mío como si fuera ayer, de cómo todos no cesaban de decir que era «carne nueva», como vampiros -abrió los brazos y apoyó las manos en las caderas-. Todd quiere una oportunidad en el departamento, John.
– Se diría que te tiene engatusada.
La sonrisa se borró del rostro de Clarke, que le miró ceñuda, pero la mención de los vampiros había suscitado una idea en Rebus.
– Tal vez sea un albur -dijo-, pero el vigilante del aparcamiento mencionó algo sobre uno de los jefes, una mujer a la que llaman la Muerte. ¿Quieres saber por qué?
– Bueno, ¿por qué? -replicó Clarke sin ablandarse.
– Por la capucha que lleva -respondió Rebus.
Capítulo 14
Gary Walsh estaba en la garita de seguridad del aparcamiento tras relevar a Joe Wills hacía casi una hora. Con la chaqueta del uniforme desabrochada y sin corbata, su aspecto era bastante relajado.
– Qué bien se vive… -dijo Rebus guasón, llamando a la puerta entreabierta. Walsh bajó los pies de la mesa, se quitó los auriculares y apagó el reproductor de compactos-. ¿Qué estaba escuchando?
– Primal Scream.
– ¿Y qué habría hecho si yo hubiera sido uno de los jefes?
– La Muerte es la única que viene por aquí.
– Si usted lo dice… ¿Le han contado a ella lo del asesinato?
– Se lo dijo un periodista.
– ¿Y? -inquirió Rebus mirando un periódico junto a la radio: era el Evening News con el crucigrama acabado.
Walsh se encogió de hombros.
– Ella dijo que no veía sangre.
– Una mujer deliciosa.
– No; es buena persona.
– ¿Cómo se llama?
– ¿Han detenido a alguien? -replicó Walsh mirándole de arriba abajo.
– Aún no.
– ¿Para qué quiere hablar con Cath?
– ¿Se llama Cath?
– Cath Mills.
– ¿Se parece a ésta?
Walsh cogió la foto robot de la mujer con capucha, la examinó sin parpadear y negó con la cabeza.
– ¿Está seguro? -dijo Rebus.
– No se parece en nada -respondió Walsh devolviéndole la foto-. ¿Quién es?
– Los testigos vieron una mujer que merodeaba por aquí la noche en que asesinaron a Todorov. Estamos descartando sospechosos.
– Pues a la Muerte puede descartarla ya; Cath no estuvo aquí aquella noche.
– De todos modos, déme su número de teléfono.