Se animó de nuevo rememorando los hechos y dio las gracias a Liddle cuando llegó con su café solo y un exprés para él. El ayudante acercó una silla para unirse a ellos y estrechó la mano de Goodyear.
– Roddy, ¿tú crees que empezarán a circular rumores por verme en compañía de un agente de policía uniformado? -preguntó MacFarlane echando en el café un primer sobrecito de azúcar.
– Es muy probable -respondió Liddle con parsimonia, llevándose a los labios la tacita.
– Decía usted del señor Todorov… -insistió Clarke.
– Me está interrogando a propósito de Question Time -explicó MacFarlane a su ayudante-, porque cree que oculto algo.
– Simplemente, me sorprende -interrumpió Clarke-, que no lo mencionara.
– Sargento, dígame una cosa: ¿los otros políticos que intervinieron en el programa han declarado sobre lo que recordaban? -preguntó ella sin esperar una respuesta-. No, porque habrían dicho lo mismo que yo: nuestro amigo ruso bebió unos vinos, despachó unos sándwiches delante de ellos y no dirigió a nadie la palabra. Me dio la impresión de que no le gustaban mucho los políticos como especie genérica.
– ¿Y después del programa?
– Había taxis esperando… nos gruñó un «adiós» y se fue, con una botella de vino bajo la chaqueta -hizo una pausa-. Me resulta un misterio en qué pueden contribuir estos detalles a la investigación.
– ¿Fue la única ocasión en que coincidió con él?
– ¿No acabo de decírselo? -replicó la diputada mirando a su ayudante. También Clarke decidió mirarle.
– ¿Y usted, señor Liddle? -preguntó-. ¿Habló con él en el estudio?
– Me presenté yo mismo, naturalmente, pues le había llamado. En el programa suele haber una persona ajena a la política y hacen siempre una rigurosa entrevista previa. En este caso, la entrevistadora no parecía muy entusiasmada con Todorov, a juzgar por las notas de su informe. No entiendo por qué le invitaron.
Clarke reflexionó un instante. Charles Riordan había dicho que a Todorov le gustaba charlar con la gente, pero el cliente de Mather’s, por el contrario, afirmó que apenas decía palabra. Y ahora MacFarlane y Liddle decían lo mismo. ¿Tenía Todorov una doble personalidad?
– ¿De quién partió la idea de invitarle al programa? -preguntó a Liddle.
– Del productor, el presentador, alguien del equipo… Yo creo que cualquiera de ellos puede proponer un invitado.
– ¿No pudo tener -terció Goodyear-, la intención de enviar un aviso a Moscú?
– Podría ser -asintió MacFarlane con cierta admiración.
– ¿A qué te refieres? -preguntó Clarke a Goodyear.
– Hace unos días asesinaron a una periodista en Rusia y tal vez la BBC quería que el público viera que no se puede ahogar así como así la libertad de expresión.
– Pero al final alguien la ahogó, ¿no? -preguntó Liddle-. Si no, no estaríamos aquí hablando del caso. Y ¿han visto lo que le ha ocurrido a ese pobre diablo ruso en Londres?
MacFarlane le miró frunciendo el ceño.
– ¡Esa es precisamente la clase de rumor que queremos acallar! -dijo.
– Sí, por supuesto, por supuesto -farfulló él, cogiendo precipitadamente su tacita vacía.
– Bien, resumiendo -dijo Clarke en medio del silencio que siguió-: ustedes dos vieron al señor Todorov en la grabación de Question Time, pero apenas hablaron con él. No le habían visto anteriormente, y no volvieron a verle después. ¿Es así como quieren que lo incluya en mi informe?
– ¿Informe? -exclamó casi con despecho MacFarlane.
– No es para uso público -le explicó Clarke para tranquilizarla. Y a continuación, tras una pausa mínima, añadió-: Hasta el momento del juicio, por supuesto.
– Ya le he recalcado, sargento, que tenemos en Edimburgo unos inversores muy importantes y que cualquier cosa podría espantarles.
– Pero sin duda convendrá usted -replicó Clarke-, en que es preciso demostrarles lo escrupulosa y minuciosa que es la policía.
Pareció que MacFarlane iba a decir algo, pero en ese momento sonó su móvil y dio la espalda a la mesa para responder a la llamada.
– Stuart, ¿cómo va todo?
Clarke se imaginó que «Stuart» sería el banquero Stuart Janney.
– ¿Has reservado mesa para todos en el Andrew Fairlie? -MacFarlane se levantó, se apartó de la mesa y salió afuera, mirando a través del cristal sin dejar de hablar.
– Es el restaurante de Gleneagles -dijo Liddle.
– Lo sé -dijo Clarke, y añadió como explicación para Liddle-: Nuestros salvadores económicos se alojan allí esta noche. Una buena cena y un partido de golf después de desayunar -preguntó a Liddle quién pagaba la factura-: ¿El castigado contribuyente? -él se encogió de hombros y ella se volvió hacia Goodyear-. ¿Sigues creyendo que los mansos heredarán la tierra, Todd?
– Salmo 37, versículo 11 -recitó Goodyear. En ese momento sonó el móvil de Clarke. Lo cogió y se lo acercó al oído. Era John Rebus preguntando cómo iban las cosas.
– Estamos en una cita de la Biblia por boca del agente Goodyear -respondió ella-. Los sumisos heredarán la tierra, etcétera.
Capítulo 15
Rebus llamaba únicamente porque estaba aburrido, pero al cabo de un minuto de la comunicación con Clarke un Volkswagen Golf se detuvo junto al bordillo en el aparcamiento. La mujer que salió tenía que ser Cath Mills; Rebus cortó la llamada.
– ¿Señorita Mills? -dijo dando un paso hacia ella.
Con el atardecer llegaban ráfagas de viento frío del mar del Norte. No sabía realmente si esperaba que la Muerte se presentase con una capa larga. De hecho, su abrigo era más bien una parka con capucha bordeada de pieles. Tendría cerca de cuarenta años y llevaba el pelo rojo cortado al estilo paje y gafas de montura negra. Su rostro era pálido y redondo y lucía labios pintados. No se parecía en nada a la foto que él llevaba en el bolsillo.
– Inspector Rebus -dijo ella, dándole un breve apretón en la mano, tras lo cual se quitó los guantes de conducir de cuero negro, que se guardó en los bolsillos-. Detesto esta época del año -musitó mirando al cielo-. Es de noche cuando te levantas y de noche cuando vuelves a casa.
– ¿Tiene usted un horario fijo? -preguntó Rebus.
– En este negocio siempre hay alguna cosa que atender -comentó ella mirando con el ceño fruncido el cartel de «No funciona» en una de las barreras de salida.
– Así que, el miércoles por la noche, ¿hizo la ronda?
Ella siguió mirando a la barrera.
– Estaba en casa a las nueve, creo. Había un problema en nuestras instalaciones de Canning Street: como no llegó el empleado del cambio de turno tuve que encargarme de que el vigilante buscara un sustituto. Ni más ni menos -añadió dirigiendo su atención a Rebus-. Se refiere a la noche en que mataron a ese hombre.
– Exactamente. Lástima que su cámara de seguridad sea una pena… Nos habría podido dar algún indicio.
– No la instalamos pensando en asesinatos.
Rebus hizo caso omiso del comentario.
– ¿Así que no pasó por allí hacia las diez la noche del crimen?
– ¿Alguien dice que pasé?
– No, pero sí una mujer que corresponde a su descripción… -estaba exagerando, claro; quería ver cómo reaccionaba, pero ella lo único que hizo fue enarcar una ceja y cruzar los brazos.
– ¿Quiere explicarme cómo es que disponía de mi descripción? -inquirió-. Si los chicos han contado mentiras, ya me ocuparé de que reciban un castigo -añadió mirando el aparcamiento.