Rebus cerró la puerta y se situó junto a la pared, mientras Clarke tomaba asiento frente a Cafferty. Él le dirigió una leve inclinación de su voluminosa cabeza sin apartar las manos de la nuca.
– Ya me imaginaba que me harían venir -dijo.
– ¿Así que se lo esperaba? -añadió Clarke, dejando en la mesa un bloc en blanco y quitando el capuchón al bolígrafo.
– Con el inspector Rebus a pocos días del desguace -replicó el gángster mirando hacia Rebus-, sabía que inventarían cualquier pretexto para fastidiarme.
– Bueno, la verdad es que se trata de algo más que un pretexto…
– Siobhan, ¿sabe que John se pasa noches y noches sentado en el coche delante de mi casa para comprobar si estoy acostado? Yo diría que esa clase de protección es ir más allá del cumplimiento del deber.
Clarke prosiguió inflexible con sus preámbulos y puso el bolígrafo en la mesa, pero tuvo que impedir que cayera al suelo rodando.
– Háblenos de Alexander Todorov -dijo.
– ¿Cómo dice?
– El hombre al que invitó a un coñac de diez libras el miércoles por la noche.
– En el bar del hotel Caledonian -añadió Rebus.
– ¡Ah! ¿El polaco?
– El ruso -puntualizó Clarke.
– Tú sólo vives a dos kilómetros de allí -insistió Rebus-. No sé yo para qué necesitas habitación en un hotel.
– ¿No será para estar lejos de su presencia? -replicó Cafferty, haciendo un gesto ostensible de reflexionar-. O porque puedo pagármela.
– Y luego se sienta en la barra e invita a copas a desconocidos -añadió Clarke.
Cafferty apartó las manos de la nuca para esbozar un ademán con el dedo estirado.
– La diferencia entre Rebus y yo es que él se pasa la noche en la barra sin invitar a copas a nadie -espetó conteniendo la risa-. ¿Y sólo por eso me han hecho venir aquí? ¿Porque invito a una copa a un pobre inmigrante?
– ¿Cuántos «pobres inmigrantes» calculas que entran en ese bar? -inquirió Rebus.
Cafferty fingió reflexionar cerrando sus ojillos hundidos y volviéndolos a abrir. Eran como piedrecillas negras en su cara pálida.
– Tiene razón -admitió-. Pero, para mí, aquel hombre era un extranjero. ¿Dónde está y qué ha hecho?
– Está asesinado -replicó Rebus conteniéndose a duras penas-. Y da la casualidad que tú eres el último que lo vio vivo.
– Eh, un momento -Cafferty miró sucesivamente a uno y otro-. ¿Es ese poeta que sale en los periódicos?
– Agredido en King’s Stables Road, unos quince o veinte minutos después de tomar una copa contigo. ¿Cuál fue la desavenencia?
Cafferty hizo caso omiso de la pregunta de Rebus y se dirigió a Clarke.
– ¿Necesito un abogado?
– De momento no -respondió ella sin énfasis, y Cafferty volvió a sonreír.
– Siobhan, ¿no le hace pensar por qué le pregunto a usted y no a Rebus? Al fin y al cabo, es su superior -añadió volviéndose hacia Rebus-. Pero le faltan pocos días para ir al desguace, como dije, y Siobhan está en pleno ascenso. Si están los dos investigando un caso, me imagino que el viejo Macrae, con buen sentido, se lo habrá encargado a Shiv.
– Sólo soy Shiv para mis amigos.
– Perdone, Siobhan.
– Y para usted soy la sargento Clarke de homicidios.
Cafferty lanzó un silbido y se dio una palmada en el muslo.
– Entrenada a la perfección -repitió-.Y tan deliciosa, además.
– ¿Qué hacía en el hotel Caledonian? -preguntó Clarke como si no hubiera hecho el comentario.
– Tomar una copa.
– ¿Y tenía habitación allí?
– Resulta fatal encontrar taxi para volver a casa.
– ¿Dónde se encontró con Alexander Todorov?
– En la barra…
– ¿Estaba solo?
– Pero porque me apetecía… Yo, a diferencia del inspector Rebus, tengo muchos amigos con quienes puedo tomar una copa y pasarlo bien. Seguro que con usted también sería agradable tomar una copa, sargento Clarke, con tal de que no esté el gruñón.
– ¿Y se encontró a Todorov a su lado por casualidad? -aventuró Clarke.
– Yo estaba en un taburete en la barra y él, de pie, aguardando a que le sirvieran. Mientras el camarero preparaba un cóctel entablamos conversación, y como el hombre me cayó bien dije que cargaran su bebida a mi cuenta -explicó Cafferty encogiendo exageradamente los hombros-. Él se la echó al coleto, dio las gracias y se largó.
– ¿No correspondió a la invitación? -preguntó Rebus, coligiendo que si el poeta era un bebedor de la vieja escuela, habría debido hacerlo por cortesía.
– En realidad, se ofreció a hacerlo, pero yo le dije que estaba servido.
– Esperemos que la cámara de seguridad confirme lo que dices -comentó Rebus.
Por primera vez la máscara de Cafferty pareció quebrarse, pero fue una brevísima inquietud.
– Claro que sí -replicó.
Rebus asintió despacio con la cabeza mientras Clarke apagaba una sonrisa. Era un gozo poder poner nervioso a Cafferty.
– A la víctima la aporrearon brutalmente -prosiguió Rebus-. Si lo hubiera pensado en un principio, tenías que ser tú el sospechoso.
– A usted siempre le gustó sospechar de todos -dijo Cafferty mirando a Clarke, quien de momento sólo había trazado unos garabatos en la página de su libreta-. Tres y cuatro veces por semana se para delante de mi casa con ese viejo cacharro. Hay quien lo considera «acoso»… ¿Usted qué piensa, sargento Clarke? ¿Debo solicitar una orden de alejamiento?
– ¿De qué hablasteis?
– ¿Otra vez con el ruso? -dijo Cafferty en tono desabrido-. Que yo recuerde, dijo algo así como que Edimburgo era una ciudad fría. Probablemente yo le di toda la razón.
– Quizá se refería a la gente más que al clima.
– Aun así, tendría razón. No me refiero a usted, desde luego, sargento Clarke… Usted es un rayito de sol. Pero quienes vivimos aquí desde siempre, seguramente dejamos algo que desear, ¿no cree, inspector Rebus? Un amigo me dijo una vez que es porque siempre nos invadieron… una invasión silenciosa, desde luego, bastante agradable, a veces lenta y nada violenta, pero eso nos ha hecho… quisquillosos. Algunos más que otros -añadió mirando a Rebus.
– Todavía no nos has explicado por qué tenías habitación en el hotel -sentenció Rebus.
– Pues yo creo que sí -replicó Cafferty.
– Será porque piensas que somos tontos.
– Bueno, «tontos» sería exagerar-dijo Cafferty conteniendo la risa. Rebus metió las manos en los bolsillos del pantalón para ocultar sus puños crispados-. Escuche -prosiguió como cansado del juego-: le pagué una copa a un desconocido y alguien se lo cargó. Punto.
– No hasta que sepamos quién y por qué -replicó Rebus.
– ¿De qué más hablaron? -inquirió Clarke. Cafferty puso los ojos en blanco.
– Él comentó que Edimburgo era frío; yo dije que sí. Él dijo que Glasgow era más cálido y yo dije que era posible. Le sirvieron la copa y brindamos… Ahora que lo pienso llevaba algo. ¿Qué era? Creo que un disco compacto.
El que le había entregado Charles Riordan. Dos muertos que habían cenado juntos. Rebus cerrando y abriendo los puños. Abrir y cerrar. Se dio cuenta de que Cafferty siempre aparecía implicado en los peores asuntos, en todas las chapuzas, en todos los casos en que no había sospechoso y no se resolvían. Aquel hombre era, no ya la arena en la ostra, sino una contaminación que afectaba a todo cuanto alcanzaba.
«Y la verdad es que no hay forma de encerrarlo».
A menos que hubiera un Dios que le concediera una última oportunidad.