– Yo era un maniático de la grabación.
– Bueno, parece que alguien taponó un frasco con papel. Apareció entre un montón de estuches de casete derretidos.
– ¿En el cuarto de estar?
Glass asintió con la cabeza.
– ¿Luego cree que es deliberado?
La inspectora de incendios se encogió de hombros.
– Mire, si se quiere matar a alguien prendiendo fuego, se compra gasolina o algo por el estilo y se esparce por el piso. Y lo que encontramos fue un frasquito de algo inflamable con un tapón de rollo de váter.
– Creo que la entiendo -dijo Rebus-. Quizá no fuese Riordan el objetivo… -hizo una pausa para ver si alguien lo decía-, sino las cintas.
– ¿Las cintas? -dijo Hawes arrugando la frente.
– Para hacerlas arder.
– ¿Por qué exactamente?
– Porque Riordan tenía algo que otros querían.
– O algo que no querían que tuviera otra persona -añadió Clarke, pasándose un dedo por la barbilla-. ¿Quedan restos de esas cintas, Katie?
Glass volvió a encogerse de hombros.
– De las cintas en sí no queda casi nada; queda parte de los estuches.
– ¿Y son legibles los rótulos?
– Es posible -contestó Glass-. Hay un montón de material casi sin afectar por el fuego… aunque no sé si se podrá oír debido al calor, al humo y al agua. También hemos recuperado parte de los aparatos del difunto, y quizás el disco duro no esté estropeado -añadió en un tono no muy entusiasta.
Rebus captó una mirada de Siobhan Clarke.
– Eso es asunto para Ray Duff -dijo.
Goodyear se apartó de la ventana con ánimo de enterarse de lo que hablaban.
– ¿Quién es Ray Duff? -preguntó.
– Es del laboratorio de la policía científica -dijo Clarke sin dejar de mirar a Rebus-. ¿Y no podría ayudarnos el ingeniero del estudio de Riordan?
– Quizá tiene copias de seguridad -dijo Tibbet con voz de pito.
– Bien -añadió Glass cruzando los brazos-, ¿envío el material aquí, al laboratorio forense o al estudio del difunto? De todos modos tendré que comunicarlo a sus colegas de la división D.
Rebus reflexionó un instante y al final dijo tras un resoplido:
– La sargento Clarke es la encargada del caso.
Freddie, el camarero, estaba de servicio. Rebus había aguardado unos minutos afuera del hotel Caledonian fumando un cigarrillo y contemplando la coreografía del tránsito rodado. En el aparcamiento para taxis había dos con sus respectivos conductores charlando. El portero con librea del hotel daba indicaciones a una pareja de turistas y otra pareja, seguramente también de turistas, hacía una foto del recargado reloj de la esquina de los almacenes Fraser. En Edimburgo los hoteles no daban abasto para albergar a tanto turista y había en marcha proyectos para construir más, algunos ya en obras. Que él recordara, habían inaugurado cinco o seis en los últimos diez años; y ahora, más. Le daba la impresión de que Edimburgo era una ciudad en auge; cada vez había más gente que quería trabajar allí, hacer un viaje para visitarla o acudir a hacer negocios. La construcción del nuevo Parlamento había propiciado muchas oportunidades. Había quien opinaba que la independencia sería un desastre y quien decía que sería una gran mejora que solucionaría el contencioso de los traspasos. Era curioso que un ejecutivo irreductible como Stuart Janney tuviera tan estrecha relación con una nacionalista como Megan MacFarlane. Pero más curiosos aún eran aquellos rusos. Rusia era un país enorme y rico en toda clase de recursos, donde cabían docenas de Escocias. ¿Por qué habían venido? Aquello le intrigaba.
Terminó el pitillo, entró en el hotel y se sentó en un taburete del bar dirigiendo a Freddie un bastante afable «Buenas tardes». El camarero pensó unos segundos que era un cliente, pues le resultaba una cara conocida. Puso un posavasos delante de Rebus y le preguntó qué tomaba.
– Lo de siempre -contestó él en broma para turbación de Freddie, y a continuación meneó la cabeza de un lado a otro-. Soy el poli del viernes. Tomaré un whisky con un poco de agua, si paga la casa.
El joven dudó un instante, pero finalmente se volvió hacia el botellero.
– Que sea un malta -puntualizó Rebus-. Esto es como una tumba a esta hora -comentó al ver que no había ni un solo cliente en el bar.
– Yo hago doble turno… Me gusta la tranquilidad.
– A mí también. Y así podemos hablar más a gusto.
– ¿Hablar?
– Nos han entregado las cuentas del bar de la noche en que estuvo aquí ese ruso. ¿Lo recuerdas? Se sentó ahí y un cliente del hotel le invitó a un coñac. El cliente se llama Morris Gerald Cafferty.
Freddie dejó el whisky delante de Rebus y llenó un jarrito de cristal con agua del grifo. Rebus echó un chorrito al whisky y le dio las gracias.
– ¿Conoces al señor Cafferty? -insistió-. Cuando hablamos el otro día dijiste que no. Tal vez eso explique que quisieras engañarme diciendo que Todorov quizás hablaba ruso con el que le invitó a una copa. No te lo reprocho, Freddie. Cafferty no es una persona con la que convenga ponerse a malas -hizo una pausa-. A mí me sucede lo mismo.
– Fue un error. Era una noche de mucho ajetreo. Estuvo Joseph Bonner con un grupo de cinco… Y en otra mesa, lady Hellen Wood y seis personas más…
– Recuerdas muy bien los nombres, ¿eh, Freddie? -comentó Rebus con una sonrisa-. Pero a mí quien me interesa es Cafferty.
– Sí, a ese señor lo conozco -dijo finalmente el camarero. Rebus amplió su sonrisa.
– Quizá se aloja aquí porque que le llaman «señor», muy al contrario que en otros sectores de la ciudad, te lo aseguro.
– Sí, sé que estuvo metido en líos hace años.
– Es de dominio público -apostilló Rebus-. ¿No te lo mencionaría él mismo y te animaría a que compraras ese libro sobre su vida que publicaron el año pasado?
Freddie no pudo contener una sonrisa.
– Me regaló él un ejemplar dedicado.
– Es su manera de ser generoso. ¿Viene aquí casi todos los días?
– Llegó al hotel hace una semana y se marcha dentro de un par de días.
– Es curioso -comentó Rebus fingiendo examinar el líquido del vaso-, igual que los rusos.
– ¿Ah, sí? -replicó el camarero en un tono que daba a entender que sabía perfectamente a qué se refería Rebus.
– Quisiera recordarte -añadió Rebus endureciendo la voz-, que estoy investigando un asesinato… dos, en realidad. La noche que ese poeta entró aquí, había cenado y tomado una copa con otro hombre que ahora está muerto. La cosa se pone seria, Freddie… tenlo en cuenta. No quieres decir nada. Muy bien; daré orden de que envíen un coche patrulla a recogerte. Te esposaremos y te alojaremos en una de esas cómodas celdas mientras preparamos el cuarto de interrogatorio… -hizo una pausa para mayor efecto-. No pretendo más que ser amable, Freddie, y hago cuanto puedo por ser «discreto» y «considerado con la gente». Pero todo puede cambiar -añadió apurando de un trago el whisky.
– ¿Le sirvo otro? -preguntó el camarero, para dar a entender que estaba dispuesto a colaborar. Rebus negó con la cabeza.
– Háblame de Cafferty -dijo.
– Viene al bar casi todas las tardes. Tiene razón en lo de los rusos… si ellos no están por aquí, él no se queda mucho rato. Y sé que también se acerca al restaurante, echa una ojeada y si no están se va.
– ¿Y cuando están?
– Se sienta en una mesa cerca de ellos. Y aquí hace lo mismo. Me da la impresión de que no eran conocidos suyos, pero ahora ya va conociendo a algunos.
– ¿Y charlan en plan amistoso?