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Una hija en Inglaterra que vivía con un profesor universitario. Una ex mujer que se había ido a vivir a Italia. El pub.

No se veía conduciendo un taxi o haciendo indagaciones previas para abogados defensores. No concebía «empezar de cero» como otros, retirándose a vivir en Marbella, Florida o Bulgaria. Algunos habían invertido la pensión en propiedades y alquilaban pisos a estudiantes; un inspector jefe conocido suyo había hecho así un dineral, pero a él no le apetecía por el engorro: tendría que estar dando constantemente la tabarra a los estudiantes por quemaduras de cigarrillo en la moqueta o por tener el fregadero repleto.

¿Deportes? Ninguno.

¿Aficiones y pasatiempos? Lo que había hecho hasta ahora.

«Estás un poco depre esta noche, ¿eh, John?», dijo en voz alta. A continuación contuvo la risa, consciente de que podía estar depre por ganar para Escocia la medalla de oro olímpica de gruñones. Al menos a él no iban a recoserle después de una autopsia para meterle en el cajón número tres. Había repasado mentalmente una lista de malhechores que, según le constaba, se habían excedido al dar una paliza; la mayoría cumplía condena o estaban sedados en el departamento de psicópatas. Ya lo había dicho el propio Gates: «Auténtica furia». «O furias, en plural», había añadido Curt.

Cierto; podía haber más de un agresor. La víctima había recibido un golpe tan fuerte en la nuca que le había fracturado el cráneo, con un martillo, cachiporra o bate de béisbol, o algo similar. Rebus pensaba que habría sido el primer golpe. La víctima debió de quedar desnucada, de modo que no suponía ninguna amenaza para el agresor. ¿Por qué, entonces, tantos golpes en la cara? Tal como especulaba Gates, un atracador corriente no hace eso. Le habría vaciado los bolsillos y habría huido. Le habían quitado un anillo y en la muñeca izquierda había una marca alargada, señal de que usaba reloj de pulsera. En la parte de atrás del cuello, un rasguño era indicio de que probablemente le habían quitado la cadena de un tirón.

– ¿No ha quedado nada en el escenario del crimen? -preguntó Curt cogiendo el serrucho torácico.

Rebus negó con la cabeza.

– Supongamos que la víctima hubiera opuesto alguna resistencia… tal vez demasiada. O hubiera una connotación racista; ¿le habría delatado su acento?

– La víctima cenó copiosamente -señaló finalmente Gates, al abrir el estómago-. Gambas buhna, si no me equivoco, regadas con cerveza. ¿Y… no nota un olorcillo a coñac o whisky, doctor Curt?

– Sin lugar a dudas.

La autopsia siguió su curso mientras Siobhan Clarke hacía esfuerzos por no dormirse y Rebus, a su lado, observaba la labor de los patólogos.

No había rasguños en los nudillos ni restos de piel en las uñas; nada que apuntase a que la víctima había opuesto resistencia. La ropa, de grandes almacenes, sería enviada al laboratorio forense. Una vez limpio de sangre, el rostro era ya más parecido al del libro de poemas. Durante una de las breves cabezadas de Siobhan, Rebus se lo sacó del bolsillo y leyó en la solapa el resumen biográfico de Todorov: nacido en 1960 en el barrio moscovita de Zhdanov, ex profesor de literatura, galardonado con numerosos premios y autor de seis poemarios para adultos y uno para niños.

Sentado en el sillón junto al mirador, Rebus intentó recordar qué restaurantes indios había cerca de King's Stables Road. Por la mañana lo consultaría en el listín telefónico.

– No, John -dijo-, ya es mañana.

En la gasolinera que estaba de servicio toda la noche cogió un Evening Post para repasar los titulares. Continuaba el juicio de Marmion en la Audiencia; tiroteo en un pub de Gracemount, con un muerto y un afortunado vivo. El adolescente sij se había librado con golpes y rasguños, pero el pelo era sagrado en su religión; eso debían de saberlo o imaginarlo los agresores.

Y había muerto Jack Palance. No sabía cómo era en la vida real, pero en las películas siempre hacía papeles de duro. Se sirvió otro Highland Park y alzó el vaso en gesto de brindis.

– Por los tipos duros -dijo apurándolo de un trago.

* * *

Siobhan Clarke llegó al final de la lista de restaurantes del listín telefónico. Había subrayado media docena de posibilidades, aunque realmente todos los restaurantes indios eran posibles… Edimburgo era una ciudad pequeña y fácil de recorrer. Ellos comenzarían a partir de los más cercanos al lugar del crimen. Enchufó el portátil y buscó en Internet las entradas del nombre Todorov; había miles e incluso aparecía en Wikipedia. Parte de la información figuraba en ruso; algunos artículos eran de Estados Unidos, donde el poeta había impartido cursillos universitarios. Encontró también reseñas de Astapovo Blues y por ellas supo que los poemas versaban sobre autores rusos clásicos, pero eran también críticas a la actual política de su propio país, a pesar de que él no residía en Rusia desde hacía diez años. No era de extrañar que se autodenominara exiliado, y que con sus opiniones sobre la Rusia de después de la glasnost se hubiese ganado las iras y el desprecio del Politburó. En una entrevista le preguntaron si se consideraba disidente y contestó: «Un disidente constructivo».

Siobhan dio otro sorbo de café tibio. «Aquí tienes tu caso, chica», pensó. Pronto Rebus no estaría, aunque trataba de no pensar mucho en ello; habían trabajado tantos años juntos que casi podían saber los dos lo que pensaba el otro. Le echaría de menos, pero era evidente que tenía que empezar a planificar su futuro sin él. Sí, claro, se verían para tomar una copa, para cenar alguna vez; le contaría chismes y anécdotas. Él seguramente le daría la lata con aquellos casos sin cerrar que ahora le quería endosar…

En la tele aparecieron las Noticias 24 horas de la BBC sin sonido. Había hecho un par de llamadas para comprobar si alguien había denunciado la desaparición del poeta. No había gran cosa que hacer y finalmente apagó la televisión y el ordenador y fue al baño. Tenía que cambiar la bombilla; se desnudó a oscuras, se cepilló los dientes y se dio cuenta de que enjuagaba el cepillo bajo el grifo del agua caliente. Con la luz de la mesilla tapada con un pañuelo rosa, mulló las almohadas y alzó las rodillas para apoyar sobre ellas Astapovo Blues. Eran cuarenta y tantas páginas, pero a Chris Simpson le habían costado sus buenas diez libras.

Mantiene la fe como yo he hecho y no he hecho…

El primer poema del libro terminaba diciendo:

Mientras el país sangraba y lloraba, sangraba y lloraba

Él apartó la mirada,

Para no verse obligado a testimoniar.

Volvió a la página del título y vio que estaba traducido del ruso por el propio Todorov «con ayuda de Scarlett Colwell». Se recostó en la almohada y pasó página hasta el segundo poema. A la tercera de las cuatro estrofas se había dormido.

SEGUNDO DÍA

Jueves, 16 de noviembre de 2006

Capítulo 3

La Biblioteca de Poesía Escocesa estaba en una de las innumerables costanillas y callejuelas que desembocan en Canongate. Rebus y Clarke no la encontraron y acabaron en el Parlamento y el Palacio de Holyrood. Rodaron cuesta arriba más despacio y tampoco la encontraron.