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– Lo de ese hombre era auténtica obsesión -comentó Clarke, y Goodyear asintió con la cabeza.

– ¿Cree realmente que su muerte está relacionada con Todorov? -preguntó.

– De momento, es una coincidencia… pero en Edimburgo hay muy pocos asesinatos y resulta que en cuestión de días tenemos dos, y que las víctimas se conocen.

– Lo que quiere decir que realmente no cree que sea coincidencia.

– Lo que sucede es que Joppa es jurisdicción de la división D y nosotros somos la B. Si no argumentamos que el caso es nuestro, se encargará el CID de Leith.

– Tendremos que argumentarlo.

– Lo que significa convencer al inspector jefe Macrae de que existe una relación -añadió Clarke parando la cinta y expulsándola-. ¿Sabes si son todas así?

– Sólo hay un modo de saberlo.

– Tal vez haya horas y horas de grabación.

– A saber. Quizás el fuego ha dañado muchas. Lo mejor sería que alguien las escuche primero y si aparece algo difícil, llevarlo a la científica o al estudio de Riordan.

– Cierto -dijo Clarke.

No acababa de compartir el entusiasmo de Goodyear, pero pensó en sus primeros tiempos de agente uniformada… No hacía tanto, en realidad. También ella era tan dispuesta como Goodyear, convencida de que su intervención en los casos sería importante y, de vez en cuando, quizá, «trascendental». Lo había sido en alguna ocasión, pero el mérito se lo había llevado alguien de mayor antigüedad; no Rebus, ella rememoraba la época anterior a su trabajo a dúo, cuando era agente en la comisaría de St. Leonard, donde no cesaban de repetirle que el servicio consistía en trabajar en equipo y que no había lugar para el ego ni para figurar. Fue después cuando llegó Rebus porque un incendio destruyó su comisaría por culpa de un cable eléctrico viejo. No pudo contener una sonrisa al pensarlo.

Un cable viejo: una buena descripción de Rebus en ocasiones. Rebus, que trajo a St. Leonard su reticencia por el «trabajo en equipo» y sus más de veinte años de evitar riesgos, cruzar límites y quebrantar reglas.

Y como mínimo una obsesión de venganza personal contra un individuo.

Goodyear sugirió escuchar una de las pequeñas grabaciones digitales. Faltaban los altavoces, pero los auriculares de su iPod se ajustaban al enchufe. A Clarke no le apetecía meterse en los oídos aquellos diminutos terminales y le dijo que lo escuchara él. Pero al cabo de medio minuto, tras pulsar varias teclas y probar configuraciones, Goodyear se dio por vencido.

– Esto es para nuestro amigo especialista -dijo acercándose al otro aparato.

– Quería preguntarte -dijo Clarke-, ¿qué sentiste al ver a Cafferty?

Goodyear reflexionó un instante.

– Con sólo verle -dijo finalmente-, se da uno cuenta de que es malvado. Se le nota en los ojos, en la forma de mirar, en su actitud…

– ¿Juzgas a las personas por su aspecto?

– No siempre -respondió él manipulando más botones, sin quitarse los auriculares y alzando un dedo para indicarle que oía algo. Tras un momento de escucha miró a Clarke-. No se lo va a creer -añadió quitándose los auriculares y tendiéndoselos. Ella los sostuvo a ambos lados de la cabeza cerca de los oídos. Tras rebobinar Goodyear parte de la grabación, oyó unas voces. Hablaban en tono quedo, pero se entendía lo que decían:

«Cuando se separaron, el señor Todorov fue directamente al bar del Caledonian y estuvo allí hablando con alguien…»

– ¡Esa soy yo! -exclamó-. ¡Nos grababa!

– Nos mintió. La gente suele hacerlo.

Clarke le miró con el ceño fruncido, escuchó un poco más y luego le dijo que apretara el botón de avance. Goodyear lo hizo, pero no se oía nada.

– Rebobina -ordenó ella.

¿Qué esperaba oír? ¿Los últimos momentos de Riordan grabados para la posteridad? ¿La voz de su agresor? ¿Algo que hiciera justicia al difunto Riordan?

No se oía nada.

– Más atrás.

Se oyó a Clarke y a Goodyear interrogando a Riordan en el cuarto de estar.

– Somos lo último que grabó -comentó ella.

– ¿Eso nos hace sospechosos?

– Otra gracia más y vuelves a vestir el traje de lanilla.

Goodyear puso cara de contrito.

– Traje de lanilla -repitió-. Es la primera vez que lo oigo.

– Se me ha pegado de Rebus -dijo Clarke. Tantas cosas se le habían pegado… y no todas positivas.

– Creo que no le caigo bien -dijo Goodyear.

– Nadie le cae bien.

– Usted sí -replicó Goodyear.

– Me tolera, que es muy distinto -puntualizó Clarke, mirando la grabadora-. No acabo de creerme que nos grabara.

– La verdad es que de no haber sido grabados por el señor Riordan habríamos quedado entre la minoría.

– Es cierto.

Goodyear cogió otra bolsa de plástico transparente y la meneó.

– Hay muchas más por escuchar.

Clarke asintió con la cabeza, se inclinó y le dio unos golpecitos en el hombro.

– Muchas para que las escuches, Todd -dijo.

– ¿Forma parte del aprendizaje?

– Parte del aprendizaje.

* * *

– ¿Hacemos algo esta noche? -preguntó Phyllida Hawes, que iba al volante, con Colin Tibbet de pasajero.

Le fastidiaba verle aferrado al asidero de la portezuela, como dispuesto a saltar del coche si ella perdía el control. A veces le pinchaba expresamente acelerando con brusquedad hacia el vehículo que les precedía o girando de golpe sin poner el intermitente. Se lo merecía por no confiar en ella. Él le dijo en cierta ocasión que conducía como si acabara de robar el coche.

– Podemos ir a tomar una copa -dijo él.

– Para variar.

– O podemos no ir a tomar una copa -añadió él pensativo-. ¿Chino o indonesio?

– Con ideas tan brutales, Col, tendrías que estar presidiendo un panel de expertos.

– Estás enfadada -dijo él.

– ¿Ah, sí? -replicó ella con frialdad.

– Perdona.

Era otra cosa que empezaba a fastidiarle: en vez de discutir, él le daba la razón en todo. Hacía dos meses que Hawes había tenido un amante, un amante con el que cohabitaba. Colin había tenido ligues de una noche y una novia que le duró casi un mes. Pero hacía tres semanas los dos acabaron en la cama tras una noche de borrachera y no lo habían superado desde que se despertaron horrorizados al verse las caras juntas sobre la almohada.

Fue algo involuntario. Mejor era olvidarlo y no hablar de ello. Como si no hubiera ocurrido…

Pero ¿cómo podían hacerlo? Había ocurrido y muy a pesar suyo, ella deseaba que ocurriera otra vez. Había dado a entender a Colin su aburrimiento con la esperanza de que él pusiera remedio, pero Colin era una especie de esponja que lo absorbía todo.

– No me sorprendería -dijo él-, que Shiv nos invitara hoy a una copa, por mor del espíritu de equipo. Es lo que hacen los buenos jefes.

– Quieres decir que es mejor que tener que aguantar a John Rebus a solas.

– No te falta razón.

– Por otro lado -añadió ella-, puede que quiera estar a solas con el joven Todd.

Colin se volvió hacia ella.

– No lo dirás en serio.

– Las mujeres son imprevisibles, Colin.

– Ya lo he advertido. ¿Por qué crees que lo ha integrado en el equipo?

– A lo mejor ha sucumbido a sus encantos.

– No; hablo en serio.

– El caso se lo han encargado a ella, y puede reclutar a quien quiera. Y Todd estaba deseando entrar en el DIC.

– ¿La convenció fácilmente? -inquirió Tibbet arrugando la frente.