– Eso no quiere decir que no exista -replicó Clarke-. Aunque no sea cómplice, podría haber visto algo. En un poema de Todorov hay un verso que habla de apartar la vista para no testificar.
– ¿Y qué se supone que significa? -preguntó Rebus.
– Que podría estar mintiendo por algún motivo. A la gente no le gusta verse implicada.
– A veces tienen sobrados motivos para ello -comentó Hawes.
– ¿Sigue en pie la hipótesis de que Nancy Sievewright oculta algo? -planteó Clarke.
– Esa amiga suya nos contó un cuento -dijo Tibbet.
– Entonces habría que revisar su declaración.
– ¿Han revelado algo más las cintas? -preguntó Hawes. Clarke negó con la cabeza y miró a Goodyear.
– Sólo que al difunto le gustaba escuchar las conversaciones de la gente -dijo-, aunque tuviera que seguirla por la calle.
– Un tipo algo chalado, ¿no?
– No deja de ser cierto -comentó Clarke.
– ¡Por Dios bendito, hay un trasfondo que no tenéis en cuenta: el último sitio en que estuvo Todorov antes de morir… una copa con Big Ger Cafferty y esos rusos a pocos metros! -exclamó Rebus pasándose una mano por la frente.
– ¿Puedo pedir una cosa?
Rebus miró a Goodyear.
– ¿Qué quieres pedir, joven Todd?
– Que no se pronuncie el nombre de Dios en vano.
– ¿Me tomas el pelo?
Goodyear negó con la cabeza.
– Lo consideraría un gran favor.
– ¿A qué iglesia vas, Todd? -preguntó Tibbet.
– A St. Fothad de Saughtonhall.
– ¿Vives allí?
– Me crié allí -replicó Goodyear.
– Yo iba a la iglesia -añadió Tibbet-, pero dejé de hacerlo a los catorce años. Mi madre murió de cáncer y lo consideré una tontería.
– Dios es la única fuente de salud por mucho que la quebrantemos -recitó Goodyear sonriendo-. Es de un poema; no de Todorov, pero para mí tiene sentido.
– Rayos y centellas -dijo Rebus-. Poemas y citas de la Iglesia de Escocia. No he venido al pub a oír sermones.
– No es el único -dijo Goodyear-. Muchos escoceses tratan de ocultar su ingenio porque aquí no se confía en la gente ingeniosa.
Tibbet asintió con la cabeza.
– Se supone que somos la prole de Jock Tamson.
– Y no se consiente que haya nadie distinto -apostilló Goodyear asintiendo igualmente con la cabeza hacia él.
– ¿Ves lo que vas a perderte con la jubilación? -dijo Clarke mirando a Rebus-. El debate intelectual.
– Menos mal que me jubilo a tiempo -dijo él poniéndose en pie-. Disculpen ustedes, lumbreras, tengo una clase con el profesor Nicotina.
Pasaba mucha gente por Rose Street: unas chicas de parranda, vestidas todas con una camiseta con la misma leyenda «Cuatro bodas y una juerga», le lanzaron besos al pasar a su lado, pero a continuación les bloquearon el camino una pandilla de chicos que venía en dirección contraria; una despedida de soltero, al parecer, con el novio pringado de crema de afeitar, huevos y harina. Pasaban oficinistas camino de casa después de tomarse dos copas, familias de turistas de actitud indecisa ante aquellos dos grupos de solteros de uno y otro sexo, y gente que se apresuraba para ver el partido.
Se abrió la puerta a espaldas de Rebus y salió Todd Goodyear.
– Creí que no fumabas-dijo él.
– Me voy a casa -dijo Goodyear acabando de embutirse la chaqueta-. He dejado dinero en la mesa para la próxima ronda.
– Tienes un compromiso, ¿no?
– La novia.
– ¿Cómo se llama?
Goodyear se mostró dubitativo, pero no encontró una excusa válida para no decirle su nombre a Rebus.
– Sonia -dijo-. Trabaja en la Científica.
– ¿Era ella la que fue con el equipo del miércoles?
Goodyear asintió con la cabeza.
– Es una rubia, baja, de veintitantos años.
– No me fijé -dijo Rebus. Goodyear sintió tentaciones de tomárselo como un agravio, pero cambió de idea.
– Usted también iba a la iglesia, ¿verdad?
– ¿Quién te dijo eso?
– Es un comentario que oí.
– Es preferible no dar crédito a rumores.
– De todos modos, me da la impresión de que es verdad.
– Es posible -replicó Rebus exhalando el humo-. Hace años probé unas cuantas iglesias pero no encontré respuestas.
Goodyear asintió despacio con la cabeza.
– Lo que comentó Colin dice mucho sobre las experiencias de la gente, ¿no es cierto? Muere un ser querido y se lo reprochamos a Dios. ¿Es eso lo que sucedió con usted?
– A mí no me sucedió nada -replicó Rebus imperturbable, mirando cómo las jóvenes se alejaban camino de otro pub. Los chicos miraban también y un par de ellos hablaban de seguirlas.
– Perdone… mi intromisión -se disculpó Goodyear.
– No hay de qué.
– ¿Va a echar de menos el trabajo?
Rebus puso los ojos en blanco.
– Ya estamos -dijo en tono de fastidio mirando al cielo-. Yo lo único que quiero es fumarme tranquilo un pitillo y ahora me sometes a interrogatorio.
– Bueno, será mejor que me vaya -dijo Goodyear a guisa de disculpa, sonriendo.
– Un momento.
– Diga.
Rebus examinó la punta del cigarrillo.
– Cafferty en el cuarto de interrogatorios… ¿era la primera vez que le veías? -Goodyear asintió con la cabeza-. Él conoció a tu hermano y a tu abuelo; por cierto -Rebus miró a un extremo y otro de la calle-, el pub de tu abuelo estaba una manzana más allá, ¿no? Pero del nombre no me acuerdo…
– Breezer’s.
Rebus asintió despacio con la cabeza.
– En el juicio, yo subí al estrado a testificar.
– No lo sabía.
– Lo detuvimos tres, pero fui yo quien dio testimonio.
– ¿Se ha encontrado alguna vez en la misma situación con Cafferty?
– Estuvo dos veces en la cárcel -contestó Rebus escupiendo en el suelo-. Shiv me ha dicho que tu hermano tuvo una pelea. ¿Se encuentra bien ya?
– Eso creo -respondió Goodyear inquieto-. Bueno, me marcho.
– Muy bien. Hasta mañana.
– Bien, buenas noches.
– Buenas noches -repitió Rebus viéndole alejarse.
No parecía mal chico, y era un policía bastante aceptable. Tal vez Shiv lograra hacer algo de él… Recordaba muy bien a Harry Goodyear. Su pub era famoso; allí se traficaba con speed, coca y algo de hachís, y el propio Harry trapicheaba y tenía constantes problemas. Él pensó por entonces cómo habría obtenido la licencia de apertura. Seguramente por algún soborno en el Ayuntamiento. Algún conocido comprado. Había una época en que el propio Cafferty tenía sobornados a varios concejales. Con ello jugaba con ventaja y hasta le salía barato. A él también intentó sobornarle, pero no iba a funcionar. Él ya había aprendido la lección.
– Yo no tengo la culpa de que el abuelo de Goodyear muriera en la cárcel.
Aplastó la colilla y se volvió hacia la puerta, pero se lo pensó mejor. ¿Qué le esperaba allí dentro? Otra copa en una mesa con jóvenes, Shiv, Phyl y Col, hablando del caso y lanzando ideas. ¿Y él qué podía realmente aportar? Sacó otro cigarrillo, lo encendió y echó a andar.
Dobló a la izquierda hacia Frederick Street y luego a la derecha en Princes Street. Desde abajo se veía el Castillo iluminado, con su silueta recortada contra el cielo nocturno. Ya estaban montando las máquinas de la feria en el parque de Princes Street y al pie del Mound, los puestos y las casetas del mercadillo. En vísperas de Navidad se llenaría de gente que acudiría a comprar. Le pareció oír música: quizás es que hacían pruebas en la pista de patinaje al aire libre. Grupos de niños se le cruzaban por la acera sin prestarle la menor atención. «¿Cuándo me convierto en el hombre invisible?», se preguntó. Miró su reflejo en un escaparate y vio un armatoste pesado. Pese a todo, aquellos críos pasaban por su lado como si no formara parte de su mundo.