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«¿Sentirán esto los fantasmas?», pensó.

Cruzó en el semáforo y abrió la puerta del hotel Caledonian. Había bastante gente, sonaba música de jazz y Freddie estaba ocupado con la coctelera. Una camarera aguardaba para llevar la bandeja con bebidas a una mesa en la que todo eran risas, ocupada por gente con aspecto pudiente y tranquilo; algunos hablaban por el móvil como si lo hicieran con quien tenían a su lado. Rebus sintió una punzada de irritación al ver que su taburete estaba ocupado. En realidad, lo estaban todos. Aguardó a que el camarero terminara de servir. La camarera se dirigió a la mesa balanceando la bandeja y Freddie le vio. Por el ceño que puso, Rebus comprendió que la situación había cambiado. La barra estaba ocupada y el camarero no estaba dispuesto a hablar.

– Lo de siempre, por favor -dijo de todos modos, y añadió-: No exagerabas con lo del segundo turno.

Esta vez, cuando le puso el whisky delante, iba acompañado de la nota. Rebus sonrió para darle a entender que lo aceptaba. Echó unas gotas de agua en el vaso y lo agitó, oliendo el contenido y mirando el local.

– Se han marchado, si es lo que está pensando -dijo Freddie.

– ¿Quiénes?

– Los rusos. Se fueron esta tarde; de vuelta a Moscú, por lo visto.

Rebus hizo un esfuerzo por no mostrarse defraudado por la noticia.

– Lo que estaba pensando es si has averiguado ese nombre -dijo.

El camarero asintió despacio con la cabeza.

– Iba a llamarle mañana.

Llegó la camarera con otra comanda y él se dispuso a servirla. Dos buenas copas de vino tinto y una copa del champán de la casa. Rebus se puso a escuchar lo que hablaban dos a su lado; eran hombres de negocios con acento irlandés que no apartaban la vista del televisor que emitía sin sonido. Les había fallado un negocio y ahogaban sus penas.

– Quiera Dios que tengan una agonía lenta.

Parecía ser el brindis. Una de las cosas que más le gustaban a Rebus de los bares era la ocasión de escuchar a otros hablar de sus vidas. ¿No era así en cierto modo una especie de mirón no muy distinto a Charlie Riordan?

– Si podemos machacarlos… -dijo el otro irlandés.

Freddie dejó la botella de champán en la cubitera y desde el otro extremo de la barra volvió hacia Rebus.

– Es el ministro de Fomento -dijo-. Menos mal que en la página del Parlamento aparecen primero los ministros, porque si no habría tardado…

– ¿Cómo se llama?

– James Bakewell.

A Rebus le sonaba aquel nombre.

– Le vi en la tele hace unas semanas -añadió Freddie.

– ¿En Question Time? -aventuró Rebus. El camarero asintió con la cabeza. Sí, claro, él también había visto a Bakewell, machacando el tema con Megan MacFarlane, mientras Todorov callaba sentado entre los dos. Todos le llamaban Jim…-. ¿Y estaba aquí la misma noche de Sergei Andropov y el poeta?

Freddie continuó asintiendo con la cabeza.

Y también la misma noche que Morris Gerald Cafferty. Rebus apoyó a conciencia las manos en la barra. Le daba vueltas la cabeza. Freddie se alejó para servir otras bebidas. Rebus pensó en el vídeo de Question Time. Jim Bakewell era un socialista de la vieja escuela que había ingresado sin pulir del todo en el Nuevo Laborismo. O prescindía totalmente de asesores de imagen o no tenía otra: unos cincuenta años, abundante pelo oscuro y gafas de fina montura metálica; mandíbula cuadrada, ojos azules y aire feo acomplejado. Era muy respetado en Escocia por haber renunciado a un escaño en Westminster para seguir en el Parlamento escocés. Eso le hacía una excepción, desde luego. Rebus pensaba que a muchos políticos de valía seguía atrayéndoles Londres. Freddie no le había dicho nada de guardaespaldas, y a Rebus le parecía también raro. Si Bakewell se hubiese reunido con los rusos en plan oficial, seguro que habría acudido con secretarios y asesores. El ministro de Fomento… tomando copas por la noche con hombres de negocios extranjeros… Big Ger Cafferty uniéndose a la fiesta sin estar invitado… Muchas preguntas le martilleaban el cráneo; era como si al cerebro se le acelerara el pulso. Terminó el whisky, dejó el dinero en la barra y decidió irse a casa. Sonó el zumbador del móvil de mensajes de texto. Siobhan preguntándole dónde había ido.

– Sí que has tardado -musitó casi para sus adentros al pasar junto a los irlandeses.

Uno de ellos se inclinó sobre el otro y comentó con voz estentórea:

– Bien que me alegraría si se muriera el día de Navidad.

Tenía dos alternativas para salir del hoteclass="underline" por la puerta del bar o a través de recepción. No sabía con certeza por qué optó por esta última. Cuando cruzaba el vestíbulo vio a dos hombres que salían de la puerta giratoria. Al primero lo conocía: era el chófer de Andropov.

El otro era el propio Andropov, quien, al verle, entrecerró los ojos como tratando de recordar de qué se conocían. Rebus le dirigió una leve inclinación de cabeza al aproximarse.

– Creí que se había marchado -dijo como sin darle importancia.

– Me quedo unos días más -respondió el ruso lacónico, y Rebus se percató de que no le reconocía.

– Soy amigo de Cafferty -mintió a guisa de explicación.

– Ah, sí.

El chófer permaneció al lado de Rebus con las manos juntas delante y las piernas abiertas. Conductor y guardaespaldas.

– ¿Unos días más de negocios o de recreo? -preguntó Rebus a Andropov.

– Para mí los negocios son ya un placer -parecía una frase hecha a la que recurría para suscitar risas o sonrisas, y Rebus hizo un esfuerzo por corresponder.

– ¿Ha visto hoy al señor Cafferty? -añadió como quien no quiere la cosa.

– Perdone, no recuerdo su nombre…

– Me llamo John -contestó Rebus.

– ¿Y cuál es su relación con Cafferty?

– Eso mismo me preguntaba de usted, señor Andropov -espetó Rebus al ver que le había descubierto-. Es muy bonito codearse con lo mejor de lo mejor y verse adulado por políticos de todo pelaje… pero cuando se empieza a cortejar a un criminal como Cafferty se disparan todas las alarmas.

– Usted es el que estaba en el Ayuntamiento -dijo Andropov esgrimiendo un dedo enguantado-. Y el que acecha frente al hotel.

– Soy policía, señor Andropov -replicó Rebus enseñándole el carnet, que Andropov examinó.

– ¿He hecho algo malo, inspector?

– Hace una semana tuvo una charla con Jim Bakewell y Morris Gerald Cafferty.

– ¿Y bien?

– Había otro hombre en la barra, un poeta llamado Todorov. Menos de veinte minutos después de salir de aquí fue asesinado.

Andropov asintió con la cabeza.

– Una gran desgracia. El mundo necesita poetas, inspector. Son, como ellos dicen, «legisladores anónimos».

– Yo diría que en eso se enfrentan a una nutrida competencia.

Andropov optó por ignorar el comentario y replicó:

– Me han dicho que la policía estaría enfocando la investigación de la muerte de Alexander no como una simple agresión callejera. Dígame, inspector, ¿qué cree que ocurrió?

– Eso será mejor que se lo explique en mi comisaría. ¿Le parece bien pasarse por ella, señor Andropov?

– No veo qué interés podría haber.

– Supongo que se niega.