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Sievewright se encogió de hombros.

– Bien… Un poco aburrido.

– ¿No te dio miedo?

La respuesta fue un resoplido. Clarke cerró despacio el expediente como si fueran a terminar, pero se guardaba otras preguntas. Aguardó a que Sievewright se dispusiera a ponerse en pie antes de hacer la primera.

– ¿Recuerdas la capa que lleva Gill?

– ¿Qué capa?

– La que se pone para hacer de Monje Loco.

– ¿Y qué?

– ¿La has visto alguna vez en su piso?

– No.

– ¿Ella ha ido alguna vez al tuyo?

– Una vez, a una fiesta.

Clarke fingió reflexionar sobre ello un instante.

– Nancy, no voy a imputarte tenencia de drogas, pero me gustaría saber la dirección de quien te las pasa.

– Ni lo sueñe -dijo la joven muy resuelta. Seguía en actitud de levantarse, pensando que ya se marchaba y respondería rápido a cualquier otra pregunta. Clarke tamborileó con las uñas en el expediente.

– Pero le conoces bien.

– ¿Quién lo dice?

– Me imagino que llevabas droga en aquella primera fiesta y eso explica que hicieras amigos tan rápido.

– ¿Y?

– ¿No vas a darme el nombre?

– Ni loca.

– ¿Cómo le conociste?

– A través de un amigo.

– ¿Tu compañero de piso? ¿El que se pinta los ojos?

– Eso a usted no le importa.

– El día que fui allí, del cuarto de estar salía un tufillo… -Sievewright apretó los labios-. Nancy, ¿tienes trato con tus padres?

La pregunta causó cierta impresión en la joven.

– Mi padre se fue de casa cuando yo tenía diez años.

– ¿Y tu madre?

– Vive en Wardieburn.

No era la zona más salubre de Edimburgo.

– ¿La ves a menudo?

– ¿Se trata ahora de un interrogatorio de asistenta social?

Clarke sonrió indulgente.

– ¿Ha vuelto a molestarte el señor Anderson?

– Aún no.

– ¿Crees que volverá?

– Más le valdría no hacerlo.

– Lo curioso es que trabaja en el banco del padre de Gill.

– ¿Y qué?

– ¿Gill no te ha llevado nunca a las fiestas que dan? ¿No será que el señor Anderson te conoce de ellas?

– No -respondió Sievewright.

Clarke dejó que se hiciera un silencio, se reclinó en la silla y puso las manos en la mesa.

– Vamos a ver, para que quede claro, ¿no eres prostituta ni él es un cliente tuyo? -Sievewright la miró furiosa pensando en una respuesta, pero Clarke no le dio oportunidad-. Bueno, ya está -dijo-. Gracias por venir a declarar.

– No me quedaba otro remedio -protestó Sievewright.

– Concluye el interrogatorio a las… -Clarke miró el reloj, dijo la hora para que constara en la grabación, apagó el aparato, extrajo las dos cintas y las guardó en sendas bolsas de plástico, una de las cuales tendió a la joven-. Gracias de nuevo -Sievewright la cogió de un zarpazo-. El agente Goodyear te acompañará.

– ¿Me llevan a mi casa?

– ¿Tú crees que somos un servicio de taxi?

Sievewright replicó con una sonrisita. Goodyear la acompañó afuera y Clarke le indicó con la cabeza que le esperaba arriba. Al cerrarse la puerta, Clarke se llevó el móvil al oído.

– ¿Lo has oído todo?

– Bastante -respondió la voz de Rebus. Ella oyó el clic del encendedor.

– Esto va a costamos a los dos una fortuna en facturas de teléfono.

– Depende de dónde hagas los interrogatorios -replicó él-. Fuera de la comisaría puedo escuchar. Corbyn sólo me prohibió poner el pie en Gayfield Square.

Clarke guardó el casete en el archivador con el expediente y se lo puso bajo el brazo.

– ¿Crees que le he sacado cuanto podía? -preguntó.

– Lo has hecho muy bien. Ha sido muy acertado dejar algunas de las preguntas fuertes para el final… estaba en vilo por si se te olvidaban.

– ¿He olvidado algo?

– Creo que no.

Estaba ya en el pasillo, contenta de que hiciera ocho grados menos de temperatura.

– Sólo una cosa -añadió Rebus-. ¿Por qué le hiciste la pregunta sobre sus padres?

– Realmente, no lo sé. Quizá porque veo a muchas chicas como ella, hogares rotos sin el padre o la madre, con la madre que tiene que salir a trabajar, dejando que la hija se vaya por ahí…

– No te pongas tan en plan liberal conmigo.

– Una chica que se cría en Wardieburn y luego de pronto va a fiestas en la Ciudad Nueva…

– Y distribuye droga -puntualizó Rebus.

Clarke empujó con el hombro la puerta del aparcamiento. Rebus estaba en el Saab, con el móvil arrimado al oído y un cigarrillo en la otra mano. Cerró el móvil cuando él abrió la portezuela de la izquierda, ocupó el asiento del pasajero y cerró. Él se guardó el móvil en el bolsillo.

– ¿Está todo ahí? -preguntó tendiendo la mano para que le diera el archivador.

– Todo lo que he podido fotocopiar sin que la tropa sospechase.

Rebus sacó el montón de hojas en blanco.

– Has aprendido todos los trucos, Kwai Chang Caine.

– ¿Y tú eres Maestro Po?

– No pensaba que fueras tan mayor para haber visto Kung Fu.

– Soy lo bastante mayor para haber visto reposiciones -vio que Rebus dejaba el archivador en el asiento de atrás-. Durante toda la entrevista he estado en vilo por si tosías o estornudabas.

– Y no he podido ni encender un cigarrillo -dijo Rebus. Ella le miró, pero él no se volvió.

– ¿Cómo es que no has sabido guardar la compostura esta vez? -preguntó como quien no quiere la cosa.

– Los tipos como Corbyn me sacan de quicio -respondió él.

– Sí, como la mayoría de las personas -replicó ella.

– Puede -añadió él-. ¿Vas a interrogar a Bakewell en el Parlamento? -ella asintió despacio con la cabeza-. ¿Estoy invitado?

– Recuérdame qué es estar «suspendido de servicio».

– Shiv, si no me equivoco, el público puede entrar libremente en el Parlamento. Invítale a un café y yo puedo estar sentado en la mesa de al lado.

– O puedes quedarte en casa y dejarme que hable con Corbyn a ver si puedo hacer que cambie de idea.

– No -dijo él.

– ¿Que no te quedas en casa o que él no cambia de idea?

– Las dos cosas.

– Dios, dame fuerzas -dijo ella con un suspiro.

– Amén. Y, hablando del Todopoderoso, no he oído al joven Todd abrir la boca durante el interrogatorio.

– Estaba de observador.

– Oye, no pasa nada porque admitas que me has echado de menos.

– ¿No acabas de decirme que he cubierto todos los puntos?

Miró cómo él se encogía de hombros.

– A lo mejor había puntos que nos ocultó.

– ¿Quieres decir que tú le habrías sacado el nombre del traficante?

– Me apuesto veinte libras a que lo sé antes de que termine el día.

– Si Corbyn se entera de que sigues con el caso…

– No se enterará, sargento Clarke. Iré como simple ciudadano. Eso él no puede impedirlo, ¿no crees?

– John… -iba a hacerle una advertencia, pero comprendió que sería inútil-. Tenme informada -musitó al fin, abriendo la portezuela y bajando del coche.

– ¿No notas nada? -preguntó él. Ella se inclinó sobre la ventanilla.

– ¿Qué?

Rebus señaló con el brazo el aparcamiento.

– Ha desaparecido el olor… ¿Será un presagio? -añadió girando la llave de encendido y dejándola sin que pudiera plantear la pregunta: ¿Bueno o malo?