Capítulo 24
– ¿Está Nancy? -preguntó Rebus al compañero de piso de Sievewright cuando el joven le abrió la puerta.
– No.
No; porque iba caminando por Leith Street cuando Rebus se la cruzó en el Saab. Lo que significaba que quizá disponía de veinte minutos de ventaja, suponiendo que se dirigiera directamente al piso.
– Tú eres Eddie, ¿verdad? Estuve aquí hace unos días.
– Lo recuerdo.
– Pero no me acuerdo de tu apellido.
– Gentry.
– ¿Como Bobbie Gentry?
– Ya no se acuerda mucha gente de ella.
– Yo soy más viejo que la mayoría, y tengo un par de discos suyos. ¿Puedo pasar? -Rebus advirtió que Gentry no llevaba la banda deportiva pero sí los ojos pintados-. Nancy me dijo que viniera a las tres -mintió descaradamente.
– Vino alguien a verla hace un rato…
Gentry se mostraba reacio, pero la mirada fija de Rebus venció su resistencia. Abrió algo más la puerta y Rebus entró dirigiéndole una inclinación de cabeza. El cuarto de estar olía a humanidad, a tabaco barato y a algo que tal vez fuese aceite de pachulí. Hacía tiempo que él no olía aquel aroma. Se acercó a la ventana y miró hacia Blair Street.
– Te contaré una historia graciosa -dijo mirando a Eddie Gentry-. Hay unos sótanos en la otra acera donde solían ensayar grupos musicales. El dueño decidió rehabilitarlos y cuando los obreros se pusieron a trabajar en esos túneles -hay kilómetros y kilómetros de túneles-, empezaron a oír unos gruñidos extrañísimos…
– Del masajista de al lado -dijo Gentry fastidiándole el chiste.
– Lo conocías -comentó Rebus apartándose de la ventana y examinando las portadas de los discos, LP más que compactos-. «Caravan». Los mejores de Canterbury. Pensaba que ya nadie los escuchaba -había otras portadas que conocía: los Fairports y Davey Graham y Pentangle-. ¿Alguien estudia arqueología? -preguntó.
– Me gusta mucho la música de antes -dijo Gentry, señalando con la cabeza hacia un rincón-. Toco la guitarra.
– Aja -asintió Rebus mirando una acústica de seis cuerdas en un trípode y una de doce cuerdas detrás, en el suelo-. ¿Tocas bien?
En respuesta, Gentry cogió la de seis cuerdas y se sentó con las piernas cruzadas en el sofá. Comenzó a tocar y Rebus advirtió que se había dejado crecer las uñas de la mano derecha a modo de plectro. Le sonaba aquella melodía, aunque no recordaba de quién era.
– ¿Es Bert Jansch? -aventuró tras el último arpegio.
– Del disco que grabó con John Renbourn.
– Hacía años que no la oía -dijo Rebus apreciativo, asintiendo con la cabeza-. Tocas muy bien, hijo. Lástima que no te dé para vivir, ¿no? Te habrías evitado traficar con drogas.
– ¿Qué?
– Nancy lo ha confesado todo.
– Guau. Un momento -dijo Gentry dejando a un lado la guitarra y levantándose-. Repítamelo otra vez.
– ¿Un músico sordo? -comentó Rebus como llevándose una sorpresa.
– Lo he oído, pero no sé por qué dice eso.
– La noche en que mataron al poeta, ella recogía cargamento del tipo que tú le presentaste.
– Eso no lo ha dicho ella -replicó Gentry con aplomo, pero Rebus vio en sus ojos que vacilaba-. Yo no le presenté a nadie.
Rebus se encogió de hombros sin sacar las manos de los bolsillos.
– A mí ni me va ni me viene -dijo-. Ella dice que trapicheas y tú que no… Pero todos sabemos que aquí se fuma costo.
– Que se lo da su novio -exclamó Gentry, pero acto seguido añadió-: Ni siquiera es su novio, pero ella se lo cree.
– ¿Quién?
– No lo sé. Sólo ha estado aquí un par de veces, y ella le llama Sol… dice que es el nombre del astro en latín. Pero a mí no me parece muy deslumbrante.
Rebus se echó a reír como si fuera el mejor chiste que oía desde hacía tiempo; Gentry sonrió.
– No puedo creerme que haya intentado mezclarme -musitó.
– Mezcló también a una amiga suya -añadió Rebus-. Le pidió que le proporcionara una coartada -espetó rematando la frase.
– ¿Una coartada? -repitió Gentry-. Dios, ¿creen que mató a ese hombre?
Otro encogimiento de hombros fue la respuesta de Rebus.
– Dime una cosa -añadió-, ¿tiene Nancy una capa o algo parecido? ¿Como los manteos que llevan los frailes?
– No -respondió Gentry, perplejo por la pregunta.
– ¿Tú conoces a su amiga Gill?
– ¿Esa pija de la Ciudad Nueva? -inquirió Gentry torciendo el gesto.
– Así que la conoces…
– Vino a una fiesta hace tiempo.
– Tengo entendido que ella da buenas fiestas también. Podrías jugar al tenis con ella.
– Antes me clavo alfileres en los ojos.
– Seguramente tienes razón, del mismo modo que yo antes oigo a Dick Gaugahn que a James Blunt -dijo Rebus con un fuerte estornudo, sacando el pañuelo del bolsillo-. Ese Sol que dices… ¿sabes su dirección?
– Pues no.
– No importa -Rebus se acercó otra vez a la ventana, guardándose el pañuelo mientras miraba la calle. Nancy Sievewright no tardaría en regresar. Estaría al principio de Leith Street, después North Bridge y Hunter Square-. ¿Cantas también?
– Algo.
– Pero no en un grupo.
– No.
– Deberías ir a Fife. Un amigo mío dice que allí hay ambiente musical.
– Yo he tocado en el Antrusther.
– Es curioso que se piense que el East Neuk es el centro de todo… antes estaba cerrado en invierno y el fin de semana.
Gentry sonrió.
– Espere un momento -dijo saliendo de la sala de estar. Volvió un minuto después con algo que le tendió a Rebus: un CD en estuche de plástico sin carátula, con un papel doblado y los títulos de tres canciones-. Es mi maqueta -añadió orgulloso.
– Estupendo -dijo Rebus-. ¿Te la devuelvo después de oírla?
– Puedo copiar otra -respondió Gentry moviendo la cabeza.
Rebus dio unos golpecitos con el disco en la palma de su mano izquierda.
– Te doy las gracias, Eddie. Siempre que no lo consideres un soborno…
– No, yo sólo… -balbució Gentry horripilado. Pero Rebus le puso la mano en el hombro y le aseguró que era una broma-. Ah, bueno -dijo el joven.
– Gracias de nuevo -añadió él haciendo un molinete con el compacto camino del pasillo y de la puerta.
Cuando la cerró a sus espaldas, echó escalera abajo justo en el momento en que Nancy Sievewright subía con la bolsita de plástico de la cinta del interrogatorio. Rebus le dirigió una inclinación de cabeza y una sonrisa, pero ella no correspondió. De todos modos, él sintió que le seguía con la mirada mientras bajaba. Cuando llegó al final miró hacia arriba: allí estaba parada en el mismo sitio.
– Se lo he dicho -dijo él.
– ¿El qué y a quién? -preguntó ella.
– A Eddie, tu compañero de piso -respondió Rebus-. De quien no querías darnos el nombre.
Salió de la casa y abrió el coche. Menos mal que no le habían multado.
«Es mi día de suerte», dijo para sus adentros. Por fin había instalado en el Saab un reproductor de compactos. Sacó el regalo de Gentry del estuche y lo introdujo en el aparato mientras leía los títulos de las canciones: «Meng’s Mons», «Juglar triste» y «Blues del reverendo Walter». Le encantaron. Con el volumen bajo, sacó el móvil y llamó a Siobhan Clarke.
– Dime que estás en un pub -dijo ella respondiendo a la llamada.
– Pues estoy en Blair Street, y me debes veinte libras.
– No puedo creérmelo.